Marcos Vázquez

Emma al borde del abismo


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preguntarle por mi hermano, cuando vi algo que me heló la sangre: dentro de la camioneta, antes de que la puerta se cerrase, descubrí que había una mujer. Estaba amordazada, y atada de pies y manos. Pero lo que me aterró fue que la conocía: era mi madre.

      —¡Mamá! –grité sin darme cuenta.

      No sé si ella llegó a escucharme antes de quedar encerrada otra vez. Quien sí lo hizo, fue el Pelado.

      —¿Emma? –dijo, sorprendido y empezó a cruzar la calle directo hacia mí.

      No supe qué hacer. Mi mente era un torbellino de preguntas sin respuesta: ¿Por qué el Pelado tenía prisionera a mi madre? ¿Qué tenía que ver con la desaparición de mi hermano?

      Por fortuna, Nacho se ocupó de que reaccionara:

      —¡Corramos! –me ordenó.

      De inmediato, como si mi amigo me hubiera jalado de un brazo, inicié una alocada carrera.

      El Pelado me siguió.

      —¡No te vayas, Emma! –gritó–. ¡Tengo que hablar contigo!

      Estuve tentada a detenerme. De cualquier manera no se iba a demorar en alcanzarme; corría más rápido que yo.

      —Es mentira, no dejes que te atrape –insistió Nacho.

      Apreté el paso. Corrí por las calles desiertas del centro de la ciudad.

      En un intento por librarme de él, cada vez que llegaba a una esquina, doblaba primero hacia un lado y en la siguiente hacia el otro, como si quisiera perderme dentro de un laberinto sin fin. No sé cuántas cuadras recorrí así, pero no conseguí quitármelo de encima.

      De pronto, al cruzar una bocacalle, noté que los pasos del Pelado sonaban más cerca. Sentí una fuerte puntada en el estómago que me cortó la respiración. No podía más. Estaba decidida a rendirme, cuando escuché el chirrido de unos neumáticos tras de mí. Al ruido de la frenada le siguió el de un golpe seco y un alarido de dolor. Tras alcanzar la vereda, miré hacia atrás y descubrí lo que había sucedido: la camioneta negra se había sumado a la persecución, pero con tanta mala suerte que no logró frenar a tiempo y atropelló al Pelado.

      La puerta del chofer se abrió y bajó un hombre canoso, de estatura mediana y físico bien trabajado, que debía de rondar los cincuenta años de edad. Corrió hacia el accidentado y se hincó para revisarle las heridas.

      —Aprovechemos este momento para escapar –sugirió Nacho.

      Estuve tentada de ir hacia a la camioneta y liberar a mi madre, pero no me animé. Opté por seguir el consejo y me alejé.

      Antes de que alcanzara la siguiente esquina, escuché un grito:

      —¡Te voy a agarrar, perra!

      Miré hacia atrás y vi que el hombre cargaba a su compañero en brazos y se dirigía hacia la camioneta.

      No sé de dónde saqué fuerzas, pero corrí una vez más. Tenía que encontrar un lugar para esconderme. Lo primero que debía hacer era abandonar esa calle. Si seguía en línea recta, sería fácil ubicarme. Al llegar a la esquina, giré a la derecha; avancé hasta la siguiente bocacalle y giré a la izquierda. Repetí el procedimiento varias veces. A medida que recorría las diferentes cuadras, tenía la esperanza de que la puerta de algún edificio se abriera de repente y que surgiera alguien a quien pedirle ayuda. Pero eso no sucedió. A lo lejos escuché el ruido de un motor que se acercaba. Aunque no la veía, sabía que se trataba de la furgoneta. Si no quería acabar junto a mi madre, tenía que ocultarme de inmediato.

      —Entremos en ese contenedor de basura, Emma –sugirió Nacho.

      Me acerqué y miré hacia el interior. Estaba hasta la mitad de bolsas de basura. Aunque no me gustaba la idea, me metí adentro, lo cerré y traté de ubicarme tan al fondo como pude. En ese instante comencé a sentir náuseas; el olor a basura era horrible. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no vomitar.

      Al cabo de unos minutos, escuché que un vehículo se aproximaba. Supuse que sería la camioneta. Me quedé inmóvil. Sentí alivio cuando percibí que pasaba frente al contenedor sin detenerse. Me pregunté cuánto tardaría aquel hombre en encontrarme. Estaba atrapada, a oscuras, muerta de frío y de miedo, y apestaba a basura.

      De repente, se me ocurrió una idea. Tratando de esquivar las bolsas, metí una mano en el bolsillo del pantalón y saqué el celular de mi madre. Del otro tomé la tarjeta del joven policía. Gracias a la luz que emitía la pantalla del móvil logré marcar el número. Sonó tres veces antes de que alguien respondiera.

      —Hola –dijo la voz al otro lado.

      —Hola… –respondí en un susurro.

      —¿Quién habla? ¿Puede hablar más alto?

      —Soy Emma, la hermana de Guillermo Zanneta, el joven desaparecido. Nos vimos esta mañana en...

      —Te recuerdo perfectamente, Emma –me interrumpió–. Qué bueno que llamaste, porque quería hablar con tu madre y en tu casa no responde nadie. ¿Estás con ella? ¿Podrías pasarle el teléfono?

      —Necesito ayuda. Me están persiguiendo y no sé qué hacer.

      Transcurrieron varios segundos antes de que él respondiera.

      —Quiero hablar con tu mamá, Emma. Tengo que hacerle una pregunta relacionada con tu hermano.

      —Mi madre fue secuestrada. La vi dentro de una camioneta negra, la misma que me persigue. Uno de los secuestradores fue atropellado por su cómplice y ahora es él quien trata de atraparme.

      Otra vez, se hizo silencio al otro lado de la línea.

      Me pregunté si me creería o si pensaría que deliraba. Volví a escuchar el sonido del motor. Pasó más despacio que la primera vez.

      —¡Por favor! –insistí–. ¡Ya vienen!

      —¿Dónde estás, Emma?

      —Dentro de un contenedor de basura, cerca de la universidad a la que asiste mi hermano.

      —¿La de Derecho?

      —Esa misma.

      —Bien. Quiero que me escuches con atención: voy a ir a buscarte. No apagues el celular porque intentaré utilizarlo para triangular la señal y encontrarte. No te muevas de ahí y no salgas hasta que escuches la sirena del patrullero –aguardó un instante y luego añadió–: ¿Está claro?

      —Sí.

      —Espero que no se trate de una broma...

      Iba a responderle cuando sentí que el vehículo se acercaba por tercera vez. Corté la llamada y guardé el teléfono en el bolsillo del pantalón. Noté que el sonido del motor se mantenía constante, como si permaneciera en un mismo lugar. La camioneta ya no se movía. Parecía que se había detenido muy cerca del contenedor.

      —Hasta aquí llegamos, preciosa –dijo Nacho.

      No se equivocaba. El interior del contenedor se iluminó. Alguien había abierto la tapa. Traté de quedarme inmóvil. No sabía si las bolsas de residuos me cubrían por completo o si se veían partes de mi cuerpo. Lo único que podía hacer era no moverme y esperar a que el hombre no revisara debajo de la basura. Pero no tuve suerte. Empecé a sentir que el peso sobre mis piernas se hacía cada vez más liviano. Estaba sacando las bolsas una por una. Era cuestión de segundos para que me descubriera.

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