Marcos Vázquez

Emma al borde del abismo


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Facebook! ¿Cómo no lo pensé antes? Gracias, Nacho.

      —Por nada, preciosa.

      A pesar de que mi hermano me había creado un usuario con mi nombre y me explicó cómo funcionaba, yo no lo utilizaba. No lo necesitaba. Mis amigos eran incapaces de tener uno propio y suponía que nadie querría aceptarme como contacto. No fuera cosa que mis voces se dedicaran a escribir incoherencias en el Facebook de los demás.

      Pero Guille sí lo usaba. No perdía nada si le daba una mirada.

      —¿Vas a entrar ahí? –preguntó Clarisa, escandalizada.

      —Sí –respondí sin dudarlo–; es por una buena causa. Lo siento, Clari, pero esta vez, no voy a escucharte.

      Claro que de la intención al hecho todavía faltaba un pequeño detalle: no conocía el usuario ni la contraseña.

      Por fortuna, cuando ingresé a la página, comprobé que mi hermano no había cerrado la sesión. Lo primero que vi me desalentó un poco. La lista de publicaciones era enorme. Guille tenía 147 amigos.

      Con paciencia, me dediqué a leer una por una. Lo primero que hice fue mirar lo que él había publicado. Lo último era del viernes a las once de la noche: "Me voy a la cama. Mañana será un día dedicado al estudio, pero después: ¡la gran noche!".

      Tres personas dijeron que les gustaba la frase de Guille: Joaco, su mejor amigo; Sofía, la exnovia; y alguien llamado LLDT-4. Intenté averiguar quién era el tal LLDT-4, pero no había ninguna descripción adicional. Ni siquiera tenía algo publicado.

      —¿Será una sigla? –preguntó Nacho.

      —Mmm… puede ser. Pero ¿qué significará?

      —Que no sigas invadiendo la privacidad de tu hermano.

      Clari volvió al ataque.

      —Ya te dije que…

      Se escuchó un pitido corto por los parlantes del equipo. En la parte inferior derecha de la pantalla, se abrió una ventana de conversación y apareció un mensaje del usuario Joaco:

      "¡Hola, Guille! ¿Cómo te fue anoche?".

      Me quedé petrificada. Ya no podría esconderle la intromisión a mi hermano. Aunque, si no contestaba, quizás Joaco creyera que el programa había quedado abierto.

      —Te lo advertí –dijo Clarisa–. ¿Ahora qué vas a hacer?

      —Voy a decirle la verdad a Joaquín. Si le explico por qué entré a la computadora, quizás me ayude a averiguar qué planes tenía Guille ayer por la noche.

      —¡No! –gritó Nacho–. Si se asusta no te va a contar nada. Lo mejor es que te hagas pasar por tu hermano y trates de descubrir lo que sabe.

      Dudé. La idea me pareció buena, pero a la vez arriesgada.

      Un nuevo mensaje apareció en la pantalla:

      "¿Estás ahí? ¿¿¿Cómo estuvo lo de anoche???".

      "Hola –me apresuré a contestar–. Estuvo bien". Ya no había vuelta atrás.

      "¿Solo bien? Con el entusiasmo que tenías, ¿esa es tu respuesta? ¿No vas a contarme lo que hiciste? ¿Por qué tanto misterio?".

      Me pregunté si no sabría nada sobre la noche anterior.

      "No puedo", le escribí, y aguardé a ver cómo reaccionaba.

      La respuesta no se hizo esperar:

      "¡Prometiste que me contarías! No quisiste decirme antes de qué se trataba y ahora tampoco. Se supone que soy tu mejor amigo. ¿Qué es tan importante como para mantener el secreto conmigo? ¿Se trata de una chica?".

      Me maldije. Me había hecho pasar por Guille para nada. Cuando mi hermano volviera a casa, tendría serios problemas para explicarle lo sucedido. Con suerte me perdonaría por haber ingresado a su computadora con la excusa de que mamá y yo estábamos preocupadas, quizás hasta comprendiera que tenía que darle una mirada al Facebook, pero lo de Joaco, no iba a perdonármelo.

      Contesté la última pregunta con una frase escueta: "Después hablamos". Tenía la intención de cerrar la notebook y salir rápido del cuarto. Antes de que lo hiciera, se abrió una nueva ventana de conversación. El interlocutor era el usuario LLDT-4 y el mensaje constaba de tres palabras: "Tenemos que vernos".

      —¡Bingo! –dijo Nacho–. Parece que atrapamos un pez.

      Asentí en silencio. En la ventana de Joaco, un torrente de insultos y amenazas brotaba sin cesar. No le presté atención. No podía quitar los ojos del nuevo mensaje.

      "¿Cuándo y dónde?", escribí deprisa.

      El tiempo que transcurrió hasta que llegó la respuesta me pareció interminable.

      "A la una de la tarde, en la universidad".

      "Allí estaré", contesté sin pensarlo.

      Noté que las manos me temblaban. Las retiré rápido del teclado, como si algo me hubiera quemado.

      ¿Por qué le había respondido que iría si ni siquiera sabía si podría? ¿Quería hacerlo? ¿Y si se trataba de una reunión que no tenía nada que ver con la ausencia de Guille? Algo en mi interior me decía que no, que concurrir a esa cita era importante. ¿Debía contárselo a mi madre y dejar que ella se ocupara? Me iba a ligar un buen rezongo por entrometerme en las cosas de mi hermano. ¿Me creería? ¿Se lo contaría a la policía? Quizás lo mejor sería ir sola hasta la universidad y ver quién se presentaba a la reunión. En una de esas, se trataba de alguien que yo conocía.

      —¡En qué lío te metiste, mi niña! –se lamentó Clarisa.

      Estaba a punto de responderle que tenía razón, que me arrepentía de no haberla escuchado, cuando oí que la puerta del cuarto se abría. Me levanté de la silla y giré hasta quedar enfrentada a la entrada.

      —¿Qué estás haciendo aquí, Emma?

      Sentí que mi corazón se aceleraba. Sabía que algo así podía suceder. Por más que busqué las palabras adecuadas, no supe qué contestar.

      Era la primera vez que Andrés concurría al sitio en el que se había cometido un asesinato. En el corto tiempo que llevaba como policía había investigado algunos hurtos menores e intercedido en un par de situaciones de violencia familiar, pero nunca estuvo cerca de un cadáver. Hasta aquella mañana.

      Al llegar al lugar del crimen, lo que vio le produjo náuseas. Habían encontrado el cuerpo hacía poco más de una hora en el cementerio de la ciudad. Estaba completamente desnudo. Era un individuo de sexo masculino y tenía amputadas ambas manos. La ausencia de piel en el rostro dejaba al descubierto los músculos y huesos de la cara. Se apreciaba que también le faltaban los dientes. En el medio de la frente tenía un orificio, seguramente ocasionado por la entrada de una bala.

      Sin recuperarse del malestar, el joven policía se dispuso a tomar fotografías. Mientras tanto, el detective Cortés se encargó de interrogar al empleado del cementerio que había descubierto el cadáver.

      —¿A qué hora abrió el cementerio? –quiso saber Cortés.

      —No abrimos –respondió el interrogado, un hombre de baja estatura que rondaba los setenta años, de una flacura casi esquelética y vestido con un viejo guardapolvo de color gris oscuro. Estaba apoyado sobre el mango de una pala, apenas enterrada en un cantero con flores–; como todos los domingos el cementerio está cerrado al público.

      —¿Qué función cumple usted en este lugar?

      —Hago de todo un poco –se quejó–. Cuando no hay público me dedico a la jardinería, pero mi principal tarea es ocuparme de la seguridad. No es que los difuntos