Anne Weale

Tiempo para el amor


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árabe entraba, esperaba que no se ofendiera por verla en el cómodo sujetador deportivo. Ya llevaba doce horas de viaje y un buen lavado la refrescaría durante el resto del mismo.

      Un cuarto de hora más tarde, llevando sólo la gastada camiseta y sintiéndose sorprendentemente despierta después de una noche sin dormir, volvió a la sala de espera. Allí había varios árabes con aspecto de importantes, vestidos con sus chilabas inmaculadamente blancas y sus tradicionales Keffieh a cuadros rojos y blancos en la cabeza, pero la mayoría de la gente iba vestida al estilo occidental.

      Encontró la puerta de salida de su vuelo y se sentó cerca de ella. Cuando lo hizo, fue muy consciente de que sus compañeros de viaje la observaron con el interés de la gente que sabe que va a pasar los próximos días en compañía de desconocidos.

      Sólo una persona no la miró. El hombre que estaba sentado justo delante de ella, que estaba enfrascado en la lectura de un libro.

      Con el interés habitual de una lectora reconocida en lo que leen los demás, Sarah trató de ver el título. El que ese hombre estuviera leyendo en vez de hacer otra cosa hizo que subiera en su escala de estimación.

      Entonces se dio cuenta de otras cosas que, además del libro, lo hacían atractivo. Alto, de hombros anchos y largas piernas, llevaba una camisa caqui y unos pantalones con rodillas reforzadas y un montón de bolsillos. Como no llevaba más equipaje que la bolsa de plástico de la tienda libre de impuestos del aeropuerto de Heathrow, ella pensó que llevaba sus pertenencias personales más necesarias encima y el resto en el avión.

      Ese cuerpo musculoso sugería que bien podía ser un montañero que se dirigiera al Himalaya. Las dos razones principales por las que los extranjeros iban al Nepal y su capital, Kathmandú eran para escalar y hacer trekking por las montañas.

      Sarah ya se había dado cuenta de que la mayoría de los viajeros masculinos necesitaban un afeitado. Pero no el hombre del libro. Tan profundamente bronceado como un árabe, sus mejillas y barbilla estaban perfectamente afeitadas. Todo en él era limpio e inmaculado.

      Le pareció como si, incluso, oliera bien. No a colonia cara, sino de la manera en que los niños recién lavados y la colada tendida al sol olía bien.

      Mientras estaba pensando eso y seguía observándolo, el hombre levantó la mirada y se cruzó con la de ella.

      El instinto de Sarah fue apartarla, pero no pudo hacerlo. Había algo en esos ojos grises que se lo impidió. Estuvieron así durante algunos segundos. Luego él sonrió levemente y se dedicó a observarla tan detenidamente como ella lo había observado a él.

      «Si conoces por ahí a un hombre realmente atractivo…». Las palabras de Naomi resonaron en su cerebro.

      Fue el humor de su amiga más que la situación lo que la hizo sonreír.

      Le dedicó esa sonrisa a todos los demás viajeros y eso sirvió para romper el hielo. La mujer que estaba sentada a su lado le preguntó en qué grupo estaba y luego todo el mundo empezó a charlar entre sí. Todos excepto el hombre del libro, que siguió leyendo.

      Cuando llamaron a los pasajeros del vuelo a Kathmandú, Neal Kennedy siguió leyendo. Su larga experiencia en viajes por avión le había enseñado que no tenía que unirse nunca a la primera oleada hacia la puerta de embarque. Incluso aunque los autobuses que llevaban a los aviones en los aeropuertos árabes eran excepcionalmente espaciosos, los primeros dos o tres seguro que estaban abarrotados y el último semi vacío. Y ese corto trayecto hasta el avión le daría la oportunidad de charlar con la atractiva mujer que tenía delante.

      Pero cuando cerró el libro y levantó la mirada, se sorprendió al ver que ella ya se había ido. Por la ropa que llevaba, la había tomado por alguien con tanta experiencia como él. Viajar con botas era una de las señales de un viajero experimentado. Cualquier otro equipo que se perdiera por el camino era reemplazable. Pero un buen par de botas ya domadas, no.

      Se había dado cuenta de su presencia cuando salieron del avión de Londres. Ella había pasado por delante de él en la cola de los rayos X. La había observado mientras se dirigía a los lavabos y le gustó lo que vio por detrás. Pero, tal vez vista por delante…

      Luego se olvidó de ella hasta que poco después levantó la mirada y la pilló observándolo. La vista por delante le había confirmado la primera impresión. Tenía de todo lo que le gustaba en el cuerpo de una mujer. Delgada, pero no demasiado, bien proporcionada y con gracia.

      No era una belleza o, ni siquiera muy bonita. Pero tenía unos ojos castaños inteligentes y una sonrisa irresistible y cálida. Su padre siempre le había dicho que las chicas con cerebro y naturaleza generosa eran las que tenía que buscar.

      Con diecisiete años, no le había prestado demasiada atención. ¿Qué saben los padres de la vida? Eso era lo que él pensaba entonces, como todos los demás adolescentes.

      Pero en los siguientes veinte años, había aprendido que sus padres eran dos de las personas más cuerdas y sabias que conocía. Él, su hermano y sus hermanas habían crecido con la cada vez menos habitual ventaja de tener unos padres que los amaban y que tenían la clase de matrimonio que duraría toda la vida.

      Entre la generación de sus padres y la suya, la sociedad occidental había sufrido un terremoto cultural. Los valores humanos y las formas de vida habían cambiado. Mucha gente, incluyéndose él mismo, pensaba que el matrimonio era una institución a extinguir. En la actualidad, el desastroso matrimonio de su hermano Chris parecía algo más típico que el de sus padres. Teniendo en cuenta la experiencia de su hermano y sus resultados, Neal había decidido que no seguiría ese camino.

      Tenía cinco sobrinos, así que no necesitaba hijos propios. Ni una esposa en el sentido habitual de un ama de llaves, cocinera y acompañante en actos sociales.

      Se las arreglaba muy bien con los aspectos cotidianos de la vida en su casa. Su madre los había educado a todos de forma que todos supieran limpiar, cocinar y hacerse la colada.

      En el único sitio donde él necesitaba a una mujer era en la cama. Sabía desde los veinte años que prefería las relaciones que duraran un cierto tiempo y que incluían alguna relación intelectual, además de lo puramente físico. Si, cuando llegaran a Kathmandú alguna mujer atractiva le dejaba claro que estaba disponible, ¿qué hombre de sangre caliente preferiría dormir solo estando de vacaciones?

      Para la segunda etapa del viaje, Sarah había pedido un asiento de ventanilla en el lado de babor del avión. Naomi le había dicho que así tendría una magnífica vista del Himalaya al acercarse a su destino.

      Cuando llegó a su asiento, se encontró con que ya estaba ocupado por una mujer pequeña y regordeta con el traje tradicional nepalí. Si hubiera sido una europea, le habría dicho que ése era su sitio. Pero con lo poco que sabía de nepalí, decidió que era mejor no decirle nada, así que dejó su mochila en la estantería para equipaje de mano y se sentó en el asiento central.

      Poco tiempo después, entre los últimos, entró el hombre del libro. Se sentó en el asiento vacío a su lado y le dijo:

      –Hola.

      –Hola.

      De repente Sarah se alegró de que le hubieran quitado el sitio.

      El hombre se inclinó, juntó las manos y le dijo algo a la mujer nepalí. La mujer sonrió y le respondió:

      –¿Eso era nepalí? –le preguntó Sarah al hombre.

      –Sí, pero no lo hablo bien. Lo suficiente como para ser educado.

      Luego se puso el cinturón de seguridad y añadió:

      –Como vamos a estar juntos unas horas, ¿qué tal si nos presentamos? Yo me llamo Neal Kennedy.

      –Sarah Anderson.

      –¿Vas a hacer trekking?

      Ella asintió.

      –¿Y tú?

      –No esta vez.

      Él