Anne Weale

Tiempo para el amor


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clase de curso?

      –Uno de conducción todo terreno. Ella era la única mujer y la mejor conductora con mucho. Eso no les gustó a algunos de los chicos.

      –¿Y a ti?

      –Yo tengo manías, como todo el mundo, pero ésta no es una de ellas. Si una mujer conduce mejor que yo, no le hace daño a mi ego. Cuando mis padres viajan juntos, siempre es mi madre la que conduce. A ella le gusta y a mi padre no. Las líneas tradicionales de demarcación siempre han sido muy flexibles en mi familia.

      Sarah le preguntó si ese curso fue para preparar alguna expedición.

      –En el caso de Julia, sí. No en el mío. Sólo me pareció algo que me podría resultar útil en algún momento.

      Una hora más tarde, cuando dejaron el bar, pasaron junto a Julia y su grupo. Parecía mucho más divertido que el suyo. A pesar de que estaba hablando cuando pasaron cerca, Julia pareció notar la presencia de Neal y, sin dejar de hablar, se volvió y se despidió con la mano.

      Ese gesto dejó a Sarah pensando que, aunque ya no fuera así, la relación entre ellos dos había sido cercana, muy cercana.

      –¿Vamos andando al restaurante? No está lejos si tomamos algunos atajos –dijo él.

      Parecía conocer la ciudad como la palma de la mano y pronto llegaron al restaurante, que estaba en una de las calles más llenas de gente. La entrada era muy discreta. El interior estaba inmaculadamente limpio, con las mesas decoradas con flores frescas y los camareros iban vestidos informalmente con polos y largos delantales blancos.

      Les dio la bienvenida el propietario, un nepalés que hablaba un inglés perfecto y que los acompañó a su mesa.

      El restaurante era pequeño, pero con estilo y la gente, aunque extranjeros, no parecían ser turistas, sino residentes en la ciudad.

      El menú estaba escrito en una pizarra. Sarah pidió unas verduras y Neal cerdo a la española.

      –¿Desde hace cuánto que eres vegetariana? –le preguntó él.

      –No lo soy. Sólo me apetecían las verduras.

      –También las tomaste en el avión.

      –Eres muy observador para darte cuenta de eso. Pero supongo que eso es importante para un periodista. Pedí las verduras porque alguien me dijo que, habitualmente, son más interesantes que la comida habitual que dan en los aviones.

      –Alguna gente cree que la comida kosher es la mejor –dijo él–. Un colega mío hizo un reportaje acerca de la preparación de las comidas en Heathrow. Es tremendo. Sólo British Airways necesita alrededor de veinticinco mil comidas para sus vuelos de larga distancia.

      Siguieron charlando animadamente y, al final de la cena, mientras se tomaban el postre, Neal le dijo:

      –En vez de pasarte otra noche escuchando los ronquidos de Beatrice, ¿por qué no te vienes conmigo? Yo no ronco y la habitación tiene una enorme cama doble y su propia terraza, que es donde he desayunado esta mañana.

      Esa sugerencia le quitó la respiración a Sarah. Ya le habían hecho proposiciones anteriormente, pero nunca tan abiertamente. Los otros habían probado el terreno antes de ir al grano, y ninguno de ellos, con dos excepciones, habían logrado nada porque ella les había dejado claro que no estaba interesada.

      Esta vez sí que estaba interesada. Pero era demasiado pronto. Algunas mujeres podían meterse en la cama con un hombre a las treinta y seis horas de conocerlo. Otras, incluso antes. Pero para ella, el sexo nunca podía ser algo trivial.

      –Lo siento, no –dijo–. No habría venido si hubiera sospechado que era esto lo que esperabas.

      Para su vergüenza, se sintió ruborizar.

      –No lo esperaba. Sólo me pareció una buena idea. Si no quieres, de acuerdo. No estaba seguro de que fueras a aceptar. Normalmente, las chicas necesitáis más tiempo para decidiros a estas cosas. Tal vez incluso ya estás saliendo con alguien.

      –Si así fuera, no estaría aquí, cenando contigo. Si esto te suena muy chapado a la antigua, es que yo vengo de un pueblo y ya sabes que allí la vida está a varios años luz por detrás de la de Londres.

      –Un poco por detrás, no tanto. En las grandes ciudades no hay tanto cotilleo. La gente de los pueblos y ciudades pequeñas suelen ser más discretos, pero siguen siendo seres humanos. El refrán favorito de mi abuelo es: el amor, la lujuria y el dolor de corazón son parte de la condición humana. Siempre lo han sido y siempre lo serán.

      –Pero ahora no es como cuando él era joven –dijo Sarah recordando las actitudes de su padre. Y eso que era mucho más joven que el abuelo de Neal.

      –A mi abuelo le gusta la vida tal como es ahora. Hay menos hipocresía. Todo es menos rígido.

      Ella se sintió tentada a decir que su padre pensaba que ya no había moral y que todos eran unos degenerados, pero no lo hizo.

      En vez de café, ella se tomó un té de jazmín y Neal chocolate caliente.

      Cuando le llevaron el té sonrió al camarero y le dio las gracias.

      Neal le dijo:

      –Me gusta la forma con que tratas a la gente, no como si fueran robots.

      Antes de que ella pudiera responder, le preguntó:

      –¿Qué vas a hacer mañana?

      –Vamos a ir a ver un par de templos.

      –¿Estás libre por la tarde? Podríamos cenar otra vez, pero en otro restaurante.

      –He de quedarme con el grupo. Hay una reunión final antes de salir.

      –Te divertirías más en Rumdoodles.

      –¿Qué es eso?

      Él levantó una ceja.

      –¿No has estado allí? Es un bar con restaurante a donde los escaladores van a celebrar sus éxitos, el hogar del Club de los Conquistadores. El techo y las paredes están cubiertos de huellas de yeti de cartón firmadas por escaladores famosos. Entre ellos, Sir Edmund Hillary y Tenzing Norgay.

      –¿Tú lo has hecho? Me refiero a escalar el Everest.

      De repente él se puso muy serio y, por un momento, pareció como si se fuera a enfadar.

      –Yo no soy montañero. Hay demasiada gente por ahí pagando sumas enormes y poniendo en riesgo a otros para ir luego diciendo que fueron ellos los que subieron. La montaña está siendo degradada.

      Ella fue muy consciente de que esa pregunta inocente había pinchado en hueso.

      ¿O es que le había molestado el que se negara a acostarse con él y ahora se viera sin la posibilidad de intentarlo de nuevo?

      Neil le hizo una seña al camarero y le pidió la cuenta.

      –Por favor, deja que pague mi parte –dijo Sarah antes de que el camarero llegara.

      –De eso nada. Tú eres mi invitada –dijo él firmemente, pero sonriendo de nuevo.

      Una vez fuera del restaurante, un esperanzado conductor de rickshaw estaba ansioso por ser contratado, pero Neal lo rechazó.

      –Volveremos andando, si te parece bien –le dijo a Sarah.

      –Me parece bien. Un poco de ejercicio me vendrá bien después de esta deliciosa cena.

      Caminaron en silencio hasta cerca del hotel de ella, donde Neal le dijo:

      –Ya estamos cerca de tu hotel. Te acompañaré a la puerta, pero nos despediremos aquí.

      Y antes de que ella se diera cuenta de lo que quería decir, la besó.

      Había pasado mucho tiempo desde su último beso y no se había parecido en nada a ése. El hombre en cuestión había sido sólo un poco más alto que ella y se había pasado