Mariana Palova

La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo


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volver a casa.

      CAPÍTULO I

      I. NIGREDO

       Miedo.

      Hacía tantos, tantos años que no percibíamos con tal intensidad la deliciosa sensación del miedo, ese frío nauseabundo que se expande bajo la piel de nuestra víctima al percatarse de nuestra abominable proximidad.

      Oh, para nosotros no hay sensación en este mundo que estimule más nuestra maldad que el miedo. Y ella… Ella siente más miedo que nunca.

      “Alannah”, la llamamos con nuestra sola voz, que si bien se ha recuperado un poco con la benevolencia de la lluvia de esta noche, aún es un eco frágil y vacío entre las gotas tibias que caen despacio sobre nuestra sola cabeza.

      Pero la chica no mira hacia atrás, ni a nosotros, ni hacia el coche desvencijado que ha dejado muy lejos, porque la bestia que cree que ha venido a enfrentar está delante de ella; una casa erigida con fuego y ladrillo, y repleta de profundas entrañas de concreto, con un alma tan antigua, tan violenta y monstruosa, que nos llena de regocijo saberla despierta.

      Veinte años. Veinte años hemos aguardado su regreso. Veinte años después de haber sido devueltos del plano medio y los recuerdos, porque el Cacique de los Muertos, el Gran Señor de la Niebla, ha roto su trato.

      Pero lo que es inmortal no hace tratos.

      Lo que es inmortal no dará ninguna oportunidad.

      El bosque que permanece a nuestras espaldas cruje sus dientes de madera y le suplica a la joven que vuelva. Que dé media vuelta y se aleje de este lugar besado por el abismo, pero Alannah es incapaz de moverse. Sus pies pálidos y enfangados están sembrados en la tierra y sus brazos, rígidos contra sus abultados senos.

      “Alannah, Alannah“, volvemos a llamarla, pero ella es tan inútil, tan carente de talentos que no es capaz de escuchar nuestro susurro.

      No importa cuántas veces haya intentado hacer magia en el pasado, porque sin ancestro y sin protección, la contemplasombras está débil y horrorizada, tanto que su vejiga punza, ansiosa por vaciarse. Y la casa frente a ella lo sabe.

      De su boca de metal emana un aliento fétido de magia siniestra, magia de blancos forjada con una mezcla ancestral de sangre y sulfuro; un seno de maldad que expele fuego y ceniza.

      Su matriz está cálida y expectante, su olor a quemado infecta el aire, sus miles de ojos miran hacia Alannah, hacia su cabellera anaranjada, larga y empapada como una cascada de lava sobre sus hombros raquíticos.

      Y a pesar de su delgadez, de la desesperada hambruna a la que la errante se ha sometido para tratar de matar el más grande error que ha cometido en su vida, su hermosura pareciera ser la única cualidad de su estirpe que aún es capaz de portar.

      Pero la belleza resulta indiferente ante un monstruo inconmovible, una criatura creada para devorar, triturar y transmutar todo lo que se atreva a deambular dentro de sus paredes.

      Y Alannah debe ser transmutada.

      De pronto, la contemplasombras las oye. Escucha las docenas de voces que la llaman desde la podrida garganta de la casa, esas voces femeninas, angustiadas y suplicantes que no le han permitido dormir incontables noches.

      Ella siempre quiso creer que todo lo que había vivido a lo largo de estos meses eran alucinaciones. Que todo este concierto espectral era sólo un estrago de la locura que hizo crecer dentro de sí por tantos años de ignorar sus dones.

      Pero ahora que se da cuenta de la verdad es incapaz de lidiar con ella.

      —¿Qué es lo que quieren de mí? —pregunta con la boca seca. El sabor de sus lágrimas se mezcla con la lluvia y el sofocante ardor de los ladrillos.

      Un repentino dolor, tan natural como abominable, la estruja; sus dedos se contraen en su vientre para soportarlo, aun a sabiendas de que es inevitable.

      “Estás sola. Tan… sola.”

      Murmuramos sin compasión. Y aunque no puede escucharnos, la fantasmagórica vibración de nuestra voz termina por destrozar su última pizca de valentía.

      Alannah se orina. Después llora y gimotea, aterrada; ella sabe que esto la supera. Sabe que es indigna de su estirpe y de los errantes. Quiere volver a casa. Quiere refugiarse en la calidez de los brazos que la han acogido en sus noches de pesadillas. Quiere regresar al sitio donde, por primera vez en su vida, ha sido amada, y pretender que esto no ocurrió. Que nunca vio a esos fantasmas en la oscuridad de su habitación. Que jamás llegó a percibir su horripilante olor a quemado ni a ver sus vientres abiertos como labios rojos en la noche.

      Oh, Alannah. La pobre y loca Alannah. Si tan sólo supieras que el demonio al que deberías temer no está dentro de esa caverna de ladrillos, sino aquí afuera, contigo.

      Porque tú serás nuestra.

      Basta un murmullo de nuestros labios podridos, un revolotear de nuestros espíritus, para que el silencio lo devore todo. Los árboles ya no se agitan contra el viento. El agua deja de fluir contra la ropa de la chica y su temor no le permite darse cuenta de que el único sonido que puede escucharse ahora es el de su corazón agitado.

      Todo calla por el chasquido de nuestra magia.

      Y, finalmente, nuestras cenizas se unen, se regeneran y se alargan bajo la lluvia. Nuestro cuello se abre paso entre las copas de los árboles. Nuestras fauces se parten, crujen y se dilatan hasta que nos sangran las encías, ansiosas por poner carne entre nuestros dientes.

      Nuestra esencia de magia negra se desprende como una marea y alcanza el frenético pulso de la errante. Las náuseas la ahogan y, por fin, Alannah mira hacia acá.

      Pero ya es demasiado tarde.

      Nos lanzamos contra su cuello y lo constreñimos con tanta fuerza que ni un suave alarido alcanza a escapar de su garganta. Nuestros huesos se enroscan y saborean su piel empapada; una vuelta, una torcedura apenas y las vértebras de la contemplasombras se encajan en las nuestras hasta hacerse pedazos.

      Su carne blanda revienta, y la sangre baña nuestro pellejo como lo haría un manantial.

      Alannah se desploma, inerte, contra el suelo. Sus ojos vacíos contemplan nuestro cuerpo, traído de vuelta a la vida a base de cenizas, lluvia y recuerdos.

      El agua vuelve a cantar sobre la tierra. El viento susurra de nuevo entre los árboles.

      Nuestra columna vertebral se desliza desde las entrañas del bosque. Despacio, la enredamos en el tobillo de la chica mientras las voces que yacen dentro de la casa de ladrillos gritan, lloran y se retuercen al ver que su única esperanza es arrastrada hacia la oscuridad.

      CAPÍTULO 2

      REINO DE ÓXIDO