Mariana Palova

La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo


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      Laurele está sentada en el borde de la cama, y me mira con los ojos desorbitados y con las venas tan hinchadas que parecen a punto de reventar. Está desnuda y con la entrepierna cubierta de costras de sangre, igual que la última vez que la vi.

      Despacio, levanta su dedo índice hacia mí.

      —Monstruo… —susurra.

      Cierro los ojos con fuerza, pero me veo obligado a abrirlos de nuevo al escuchar un fuerte gemido.

      La bruja ha desaparecido para dejar en su lugar a una mujer completamente diferente: también es negra, pero muy joven y tiene las mejillas empapadas de lágrimas, mientras que por su vestido celeste se asoma una abundante mancha roja que brota de entre sus muslos.

      —Tanpri, mèt mwen!!¡Mi señor, por favor!, grita en un tosco haitiano, pero al mirarme un instante más, contrae los brazos y comienza a chillar a todo pulmón—. Enposteur! Enposteur!

      Cruzo el cuarto a zancadas y aferro mis dedos enguantados a su brazo. La arrebato de la cama, por lo que ella gime confundida y se retuerce bajo mi furioso agarre mientras la arrastro hacia el baño.

      —Mwen te di ou dè milye fwa! —bramo, también en haitiano—. Mwen pa Baron Samedi!

       ¡Se los he dicho miles de veces! ¡Yo no soy Barón Samedi!

      Arrojo al fantasma hacia el espejo. Las negras manos de los sirvientes del Señor del Sabbath surgen del vidrio como serpientes para atrapar a la mujer entre sus garras; la jalan con fuerza hasta hacerla entrar en el portal. Ella desaparece casi al instante mientras escupe detrás de sí un estremecedor grito de terror.

      Con pesadez, dejo caer mis codos sobre el borde del lavabo. El sudor se aglomera en mi frente mientras miro hacia la puerta de madera, tendida en el piso como una tabla inútil.

       Carajo.

      Sabía que la sensación de que algo me observaba no había desaparecido del todo, aun después de quitar esa porquería.

      Furioso, estampo el puño de mi mano izquierda, la que no llevo enguantada, contra lo que queda del espejo, una y otra vez, hasta reducirlo a trizas sobre el lavabo. Mi piel se desgarra y el dolor me hace sisear, pero lo dejo latir como una advertencia. Para recordar que por más cansado, débil o enfermo que esté, nunca debo bajar la guardia, porque no haber detectado cuál era el verdadero portal al plano medio de esta habitación pudo haberme costado la vida.

      Le echo una mirada anhelante a la cama, dispuesto a arrastrarme hacia ella si hace falta. Pero antes de que pueda dar un paso, un nuevo golpear de nudillos, ahora sí contra la puerta de la habitación, me hace susurrar un “carajo”.

      —¿Está todo bien, jovencito?

      No es más que el mesero del restaurante quien, junto con el viejo y malhumorado encargado, parecen ser el único personal de este mugriento motel.

      —Sí. Dejé caer algo, eso es todo —respondo con la mayor tranquilidad posible. Abro el grifo y empiezo a arrancar los vidrios que se han quedado incrustados en el dorso de mi mano.

      —¿En verdad? Lo escuché gritar hace unos momentos.

      —No fue nada. Todo bien, sólo estoy un poco cansado —insisto a la par que aprieto los dientes debido al dolor.

      El olor a sangre me sube de forma inevitable hasta la nariz.

      —Su nombre es Ezra, ¿cierto?

      Comienzo a perder la paciencia cuando el tipo, quien claramente no tiene intenciones de irse, me llama por el nombrecito falso que uso ahora.

      —Ajá.

      —Eh, bueno, no se veía muy bien hace un momento, ¿en verdad no necesita ayuda?

      Alzo una ceja, porque algo en el tono acusador del mesero me dice que no busca ayudarme.

      Estoy a punto de negar otra vez, cuando el hombre empieza a forzar el pomo de la puerta.

      —¿Qué diablos está…?

      —Abra, por favor, me preocupa que…

      —¡Por los dioses, ya lárguese! —grito por fin, exasperado de su maldita terquedad.

      Después de unos segundos de silencio, escucho que sus pisadas se alejan.

      Abro mi mochila y saco una venda de uno de sus compartimentos. Me vendo la mano con torpeza mientras mis ojos recorren una y otra vez los rincones de la habitación para detectar si algo más se mueve en la negrura. Vuelvo a toparme con el desastre que he provocado en el baño, y la simple idea de inventar una excusa me resulta agotadora.

      Buscar explicaciones, desplazarme de un lugar a otro, no quedarme demasiado tiempo en espacios cerrados, alejarme lo más posible de puertas y ventanas; toda esta rutina de supervivencia empieza a enloquecerme, todavía más.

      No acabo de ahogarme en mi frustración cuando todo mi cuerpo se estremece debido a una nueva oleada de llamados a la puerta, pero esta vez son mucho más urgentes que los anteriores, tanto que parecieran querer echar abajo la madera.

      ¿Y ahora qué?, me pregunto perturbado al ver las tablas vibrar con violencia.

      —¡Abra!

      Murmuro un insulto al reconocer la voz del encargado, pero no alcanzo ni a cruzar la estancia cuando una furiosa patada se estrella contra el marco y abre la puerta de par en par.

      —¿Pero qué…? —cierro la boca en el acto al ver a un tipo enorme en el dintel, con la nariz arrugada y una larga escopeta en brazos la cual apunta directo hacia mi pecho.

      —¿Tu madre no te enseñó a respetar a tus mayores, cabrón?

      Detrás del tipo se asoma el larguirucho mesero con gesto nervioso. Estoy a punto de balbucir una excusa, cuando los ojos del encargado se deslizan desde mi cara hasta el interior del cuarto.

      —¿Pero qué diablos le has hecho al baño?

       Mierda.

      El tipo amartilla la escopeta.

      —¡Tienes un minuto para largarte de aquí antes de que te llene de plomo! —afianza el arma entre sus manos.

      Ante la amenaza, las voces del monstruo de hueso se alzan dentro de mí.

      Mi corazón se torna pesado a medida que esos murmullos se vuelven gritos violentos e incitantes, así que cierro los ojos por un efímero segundo y pienso en ojos azules.

      Eso basta para que el ruido dentro de mí desaparezca y decida ceder.

      Me lanzo hacia mi mochila de viaje y la echo sobre mi espalda. Sus casi veinte kilos de peso me doblan las rodillas, pero paso de largo ante los dos hombres sin darme el placer de dedicarles una mirada desdeñosa.

      Abandono el decrépito motel y cruzo el restaurante por un costado para lanzarme al camino de asfalto, apenas iluminado por las luces de la gasolinera.

      El polvo se levanta detrás de mis botas, el calor del desierto me abrasa aun en su esplendor nocturno. Estrujo la postal arrugada en mi bolsillo y arrojo la barbilla hacia las estrellas para buscar la Osa Menor entre el mar de constelaciones.

      Por suerte, encuentro en su cola el resplandor de la estrella Polaris.

      —Sólo ciento ochenta más —susurro—. Ciento ochenta kilómetros más.