Mariana Palova

La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo


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mi mente acude también Laurele, pero no me molesto en escribir sobre ella, porque sé que lo único que vi esta noche fue una alucinación… un recuerdo. El insistente fantasma de esa mujer yace sólo en mi memoria y en la culpa que cargo en hombros.

      Miro a mi alrededor y el desierto parece devolverme la mirada, tan vacío, tan enorme e inhóspito que podría ser la única persona en muchos kilómetros a la redonda.

      Cierro el libro y lo abrazo contra mi pecho para contemplar el fuego, tal cual solía hacer Johanna con el libro de las generaciones cuando nos reuníamos por las noches en la reserva; intento ver si con este gesto logro sentirme un poco menos… solo.

      Cinco meses. Han pasado casi cinco meses desde que escapé de Nueva Orleans; desde que comencé a cruzar el país y aprendí a sobrevivir por mi cuenta en los bosques, en los desiertos y en las frías ciudades de concreto. He pasado tanta hambre, tanto dolor y he sufrido una soledad tal que me he convertido en una persona muy diferente de aquel Elisse que alguna vez vivió en el seno de Comus Bayou: un chico que se ha visto forzado a abandonar hasta su propio nombre con tal de pasar desapercibido.

      Con tal de que el mundo se olvide de mí.

      Siento el roce de las montañas de caparazones rojos a mi alrededor, ocultas entre las sombras como gigantes dormidos; contemplo el cielo salpicado de constelaciones y estrellas fugaces que nadan en la vía láctea; escucho el crepitar de la hierba al quemarse, a los insectos recitar canciones en las sombras y, muy en el horizonte, el aullido de un coyote.

      Mis recuerdos palpitan, tan preciados y, a la vez, tan dolorosos. Aprieto mis labios y lucho con todas mis fuerzas para que no se me escape un suspiro de nostalgia.

      Lejos de casa. Tan lejos de ellos. Tan lejos… de él.

      Una sombra de incertidumbre comienza a comerme desde dentro; a encarnarse en mis huesos como un soplo frío que me hiela las venas. Cierro los ojos, aprieto más el libro y tiemblo de pies a cabeza.

      La escucho. Escucho la voz del monstruo dentro de mí una vez más, crece desde el fondo de mi caja torácica para expandirse hasta mis oídos y retumbar como un tambor brutal y poderoso. Esa voz conformada por cientos de otras voces que amenaza con enloquecerme, con obligarme a destrozar todo lo que tenga en frente con tal de acallar sus gritos sedientos de sangre.

      Los susurros empiezan a brotar de los poros de mi piel. Su espantosa presencia lucha por poseerme. La nostalgia amenaza con volverse rabia, el dolor se torna inevitable…

       “Aquí estoy para ti. Siempre.”

      La dulce voz de mamá Tallulah ulula en mis recuerdos y me cubre como un manto de niebla; la memoria de la lechuza blanca me abraza bajo las estrellas mientras las voces espectrales desaparecen en el fondo de mis entrañas.

      Tiemblo aliviado, y mis ojos ruegan por que les permita humedecerse, pero aguanto más.

      Un poco más.

      Hojeo el libro rojo y extraigo el sobre con la foto de papá. Mi pulgar enguantado se desliza con suavidad sobre el borde del papel, con el deseo de que este roce se convierta en un susurro de mi corazón que sea capaz de llegar hasta sus oídos.

      —Lo siento —digo con la voz entrecortada—. Dejarte ir ha sido… lo más difícil que he tenido que hacer.

      Pensé muchas veces que tal vez papá pudiese saber lo que pasaba, los motivos por los cuales soy perseguido, pero ¿cómo habría podido saber él que yo era un errante, un contemplasombras, si sólo era un bebé cuando me dejó en el monasterio? Y de haberlo sabido, ¿acaso intentó alejarme de lo que me deparaba Nueva Orleans? ¿Me arrojé directamente a aquello por lo cual me dejó en un lugar tan remoto como el Tíbet?

      Pero lo más importante de todo: ¿sería yo capaz de arriesgar la vida de mi padre por descubrir la verdad?

      La respuesta era demasiado evidente.

      Guardo de nuevo aquella foto y el libro rojo en el morral. Mis recuerdos parecen ser la única cosa en el mundo que puede protegerme de las voces del monstruo que se esconde en mi interior, pero, a la vez, me han enseñado que estar cerca de las personas que amo es lo último que puedo permitirme.

      Sé que tal vez parezca que me estoy comportando como un tonto, como un absurdo cliché de héroe que tiene que alejarse de sus seres queridos para protegerlos, pero la verdad es que resulta muy difícil comprender el tremendo sacrificio que implica dejar a quienes amas; y yo haría lo que fuese por Comus Bayou, incluso tomar decisiones que me hicieran parecer egoísta y estúpido, así que si podía conseguir que ellos se mantuviesen con vida a costa de eso, entonces ya no importaría lo que ellos pudiesen pensar de mí.

      No cuando mi familia, lo único importante en realidad, estaba ya a salvo.

      Una corriente, ahora más fría, me roza las mejillas y me aparta de mis pensamientos. Me retiro el guante por fin y avivo un poco el calor de la fogata, dirijo la mano hacia las llamas para intensificar su fulgor con apenas un murmullo de mis labios.

      Sonrío complacido al ver cómo el fuego crece, se revuelve y lame mis dedos descarnados como si se tratase de una criatura dócil y viva, atenta a mi voluntad; una tremenda casualidad, puesto que gracias a la lengua de Samedi soy capaz de manipular el fuego, el único elemento que parece traer a la vida al monstruo que yace dentro de mí.

      Escucho el aullido de nuevo y sacudo la cabeza para desvanecer el veneno de mis pensamientos, para reemplazarlo con la dulce melancolía del hogar.

      En este paraje salvaje y lejano del indomable desierto de Utah, por fin me siento un poco cerca de casa, porque aquí, donde el hombre no ha pisoteado aún el instinto ni cubierto los cielos de luces artificiales, todo me recuerda a ellos. A mi familia.

      Y para mí, eso es lo más cercano a la felicidad.

      Demasiado cansado para instalar la tienda de campaña, me pongo el guante, saco de la mochila mi bolsa de dormir y me introduzco en ella con todo y botas, consciente de que no sé cuándo tendré que echar a correr de nuevo.

      Uso mi morral de almohada y, después de unos minutos y arrullado por el crepitar de las llamas, empiezo a adormecerme.

      Cierro la bolsa de dormir desde dentro y hago un capullo a mi alrededor. A pesar de la tranquilidad del cielo y la austeridad del paisaje, no me atrevo a asegurar que voy a dormir solo, ya que en la ausencia de la vida, en las pequeñas madrigueras cavadas en el interior de la tierra, entre las ramas de los matorrales y en el movimiento más suave oculto en la oscuridad… siempre siento que hay alguien observándome.

      CAPÍTULO 4

      TIERRA DE NINGÚN HOMBRE

       (ENVENENAMIENTO)

      ¿Cuándo fue la última vez que percibimos el hedor a podredumbre con semejante intensidad? ¿Fue cuando penetramos las vísceras de aquella última cabeza de ganado? ¿Cuando olimos el vientre abierto de Alannah?

      No. La peste de la comisaría del condado de San Juan es muy, muy diferente; un hedor que no se borra con agua y lejía, porque viene impregnado en algo mucho más trascendental que la carne podrida.

      Y a pesar de la repugnancia, el viento, caliente como el sol que abrasa nuestras debilitadas cenizas, pronto nos empuja contra las ventanas del edificio.

      El agua, o al menos las fuentes naturales, siempre nos da la fuerza necesaria para tomar forma y cuerpo, pero mientras el desierto contenga sus nubes, no nos quedará más que arrastrarnos como polvo.

      Regresamos nuestra atención hacia la comisaría, y a través de los cristales observamos a un