nos despertasen de los recuerdos, siendo nuestra hambre y crueldad unas de las pocas cosas que han quedado intactas de nuestro pasado, pero a pesar de los veinte años que hemos reptado en esta tierra tan nueva, tan diferente, seguimos sin concebir que los humanos, aquellos seres que alguna vez fuimos y fueron un vínculo sagrado entre lo divino y lo vivo, no encuentren hoy en día un placer mayor que sentarse a aburrirse frente a sus pantallas.
Pero este novato, más que a aburrimiento, huele a humillación. A depresión y lodo de pantano, porque a pesar de que lleva en este condado más de tres meses, no ha podido ganarse el respeto de nadie en la oficina de corruptos donde trabaja. Y eso nos complace sobremanera, porque sin ilusiones, sin esperanzas, los humanos somos, son, tan sencillos de manipular…
Estamos a punto de traspasar el cristal, cuando el sonido de unos neumáticos sobre el asfalto hacen al joven pararse de un salto. Se asoma por la persiana para ver cómo una camioneta, envejecida por el óxido, se estaciona frente a la comisaría.
—¿Otra vez? —susurra nervioso al reconocer a los recién llegados.
Las puertas del vehículo se abren de par en par. Del lado del conductor se baja una hembra blanca, una devorapieles con el cabello rubio y los ojos azules. La portadora de Ojo de Arena, Irina Hatahle, se sacude las ropas y va hacia la parte trasera de la camioneta, la zona de carga, la cual hiede de forma casi tan penetrante como la misma comisaría. Con un solo brazo saca un hinchado cadáver de ternero que ya lleva dos días pudriéndose bajo el sol. Se lo echa a los hombros y su fino rostro no se inmuta cuando los fluidos calientes que la carcasa aún conserva se desparraman sobre su cuerpo.
Ah, flor de carroña. La hermosura y la podredumbre nunca habían sido tan balanceadas, tan perfectas.
Pero al mirar al otro ser que se apea del lado opuesto de la camioneta, nuestra tenue admiración se transforma en burla.
Es otro devorapieles, un hombre negro cuya estatura logra cubrir el sol al erguirse por completo; su cabello en rastas le cubre todo el largo de la espalda y su musculatura resalta como si no estuviera bajo ropaje alguno.
No obstante, a pesar de la impenetrable rectitud en sus ojos dorados, nosotros sabemos que todo en Calen Wells hiede a bastardo.
Nos cuesta cien soles mantener nuestra excitación quieta, pero al ver la caja de cartón que sostiene el devorapieles entre sus manos, nos vemos obligados a apaciguarnos.
Los dos errantes se miran por un instante y entran en la oficina. El tufo del animal muerto se impregna con rapidez en el ambiente.
—¿Pero qué es…?
—Agente Clarks —saluda el devorapieles sin gentileza.
El chico, en respuesta, se encoge en su silla.
—¿E-en qué puedo ayudarlos? —tartamudea como un imbécil mientras sendas gotas de sudor, que poco tienen que ver con el calor, bajan por sus sienes.
Irina, condescendiente, sonríe y levanta un poco las pezuñas del ternero.
—Trajimos evidencia para el señor Tate, jovencito.
—Ah, él… sí. Me ha dicho que hoy no puede recibir a nadie sin previa cita, dice que e-está ocupado.
Ante la obvia mentira, el ancestro de Calen, Crepúsculo de Hierro, se revuelve como una bestia enjaulada dentro de su cuerpo. Da un paso decidido hacia el joven y deja caer la caja sobre el escritorio, y el retumbar del metal de lo que lleva dentro hace saltar al chico de su asiento.
—Habríamos concertado una cita si ustedes se tomaran la molestia de contestar el teléfono —dice despacio, pero en un tono tan grave que parece un gruñido—. Y si usted no le dice a su jefe que nos atienda, me veré obligado a entrar a esa oficina por la fuerza.
—Y no queremos eso, ¿verdad, joven Ronald? —añade Irina con un intento de sonrisa.
La mirada del chiquillo se torna acuosa.
—Y-yo…
—¡Muchacho! ¿Qué demonios está pasando? ¡Ven aquí en este preciso instante!
Una peste, todavía más demencial que la del propio ternero, se desprende cuando nuestro solo oído escucha aquellos gritos desde la oficina al fondo de la comisaría.
El centro de podredumbre que invade todo el edificio late desde allí, oculto entre papeles y burocracia. No es algo muerto ni restos de carne podrida. No es un espíritu ni un demonio.
Es algo mucho peor.
El novato se pone en pie con dificultad.
—Denme un segundo… —murmura para internarse de inmediato en el cubículo. Después de unos asfixiantes murmullos y berreos, el chico asoma su cabeza pelirroja por la puerta entreabierta.
—Pasen, pero dejen eso afuera, por favor —pide y señala el ternero con la cabeza.
Irina se encoge de hombros, avanza a zancadas hacia la salida y, sin mucho esfuerzo, arroja el cadáver al asfalto, del cual rezuma un líquido verduzco al chocar contra el suelo.
El acobardado novato les pasa de largo y entra en una de las patrullas del estacionamiento. Arranca, tembloroso, pero no sin antes enviarles una última mirada nerviosa a los visitantes.
Momentos después, los dos errantes son recibidos por el sheriff del condado de San Juan, quien los mira atentamente mientras ellos toman asiento frente a él.
—Perdonen la inutilidad de mi asistente —dice el hombre mientras sonríe con dientes amarillentos—. Debía irse esta mañana a tomar notas de un caso, pero el pobre lo ha olvidado por completo.
Ante su innecesaria verborrea, los devorapieles no dicen palabra. El cerdo carraspea con un fastidio bien disimulado.
—¡En fin! ¿En qué puedo servirles esta vez, señores? No hace ni tres días que los recibí. ¿Todo en orden?
El cinismo del hombre hace que Crepúsculo de Hierro contenga la tentación de romper la mesa de un puñetazo.
—Cuando acompañaba a su padre a juntar el ganado esta mañana, uno de mis hijos encontró muerto a otro de nuestros animales —comienza Irina con prudencia—. Además, tenía esto metido en la garganta.
Calen saca de la caja un aparato que deja caer sin miramientos sobre el escritorio de madera. Es un alambre de púas engranado a una trampa metálica. De uno de los extremos cuelga un enorme gancho, cuya punta curvada todavía está recubierta por carne muerta: trozos de una lengua cercenada. En el otro extremo hay un clavo largo y oxidado, destinado para clavarse en la tierra y sostener con crueldad a su presa.
—Es el quinto, sheriff. El quinto animal que perdemos en dos meses —dice serena la devorapieles.
El hombre mira el brutal artefacto y se rasca con discreción una axila sudada, indeciso entre la sorpresa y la frustración. Sabe que aún si se cagara sobre su propia silla, nadie levantaría un dedo para reclamárselo, pero ellos, esta gente tan extraña, llevan meses complicándole la vida.
El cerdo duda, y nosotros deslizamos nuestras cenizas sobre su hombro. Lo hacemos arrugar la nariz y, despacio, pegamos nuestra sola boca sobre su oído tapado por el cerumen.
Lo envenenamos. Le susurramos el gozo de la brillante joya nueva que lleva en el dedo anular. Le inyectamos el placer de pagar su reluciente auto nuevo sin tener que sudar una sola gota de trabajo honesto. De las mujeres que ha comprado con la sangre de ese becerro.
No hay espíritu más inmundo que la codicia, y este hombre y su comisaría están repletos de ella, casi tanto como nosotros lo estamos de nuestra propia maldad.
Él, complacido, sonríe.
—¿Y se puede saber qué hacía su hijo con el ganado en vez de estar en la escuela, señora Hatahle?
Ojo de Arena se yergue sobre la silla.
—Disculpe,