ese zorro despellejado que no paraba de gritar, el símbolo… Pero lo más importante de todo: esas mesetas, ese valle enorme, rojo y brutal.
Busco en el bolsillo interior de mi parka aquella postal arrugada que he cargado conmigo como un mala* y contemplo una vez más Monument Valley, el paisaje de mi visión y el lugar más famoso de toda la Nación Navajo.
La primera vez que tuve esa visión fue poco antes de abandonar Luisiana, y tardé bastante tiempo en saber de qué sitio se trataba. Es más, dudaba siquiera que fuera un lugar real, pero tras cruzar algunos estados huyendo de forma incesante de la persecución del Silenciante, tuve la suerte de ver esta postal en una tienda de antigüedades del viejo oeste. Desde entonces, mi único propósito ha sido alcanzar ese valle para enfrentar lo que sea que me depare allí, muy a pesar de que, tal vez, lo único que vaya a encontrar sea la muerte.
El abuelo Muata tuvo una visión antes de que yo llegase a Nueva Orleans. Y creo que el hecho de no haber descifrado su significado real a tiempo facilitó que Barón Samedi nos engañase a todos y acabase con la mitad de la tribu.
No puedo cometer el mismo error. No puedo seguir escapando.
Suspiro y abro mi morral para ver en qué condiciones ha quedado el resto de mi “kit de supervivencia”.
—No puede ser… —mascullo, porque todo está hecho mierda.
Mis frascos de incienso, mis polvos y medicamentos están empapados, con las hierbas flotando en su interior a modo de repugnante té. El mapa que llevaba conmigo está hecho trizas, y el libro de Laurele ha desaparecido con la foto de mi padre dentro de él. Lo único que parece estar intacto es mi viejo cuchillo y los fajos de billetes que he cargado conmigo desde que escapé de Luisiana.
Resoplo y dejo caer la maldita bolsa a un lado. Al menos el dinero sigue allí, pero me falta el aliento al pensar en mi mochila de montaña, abandonada en medio del desierto.
Me he quedado sin comida, sin utensilios para acampar y sin recipientes de agua, por lo que sólo me resta ir en busca de algún poblado para reabastecerme.
No puedo evitar sonreír de ironía, porque si fuese un errante normal, podría sobrevivir sin problemas en la naturaleza.
Una vez que reúno fuerzas suficientes para hacer algo más que lamentarme de esta fascinante expedición a las rocas, empiezo a desnudarme, aliviado al descubrir que, al menos, mi guante de cuero no se ha deteriorado demasiado.
Una vez que mis cosas se han secado tendidas al sol, me visto y cojeo hacia un muro de rocas con la esperanza de poder divisar algo desde la cima.
Tardo casi una hora en subir la empinada colina, llevándome por delante varios resbalones y caídas, hasta que por fin puedo tener una panorámica del lugar al que me ha arrastrado el río. No puedo evitar entrecerrar la mirada presa de confusión.
Las montañas de roca árida donde acampé han quedado muy lejos, y ahora son reemplazadas por formaciones de árboles que se alzan ante todo lo que mi vista puede alcanzar. ¿Cómo es posible que el río me haya arrastrado tanto? Y no sólo eso, ya está a punto de anochecer. ¿Habré perdido la noción del tiempo?
De repente distingo algo inusual a lo lejos: hay una especie de grieta entre los árboles, como un río negruzco y ancho. Enfoco la vista y por fin puedo distinguir lo que es: una carretera.
Mando el dolor al diablo y me lanzo en dirección a la ruta de asfalto. Empleo casi treinta minutos para llegar allí, pero mi agotador esfuerzo resulta recompensado cuando veo al lado del camino un letrero metálico recubierto de óxido. El alma me regresa por fin al cuerpo.
COMUNIDAD DE STONEFALL
Distancia: 34 kilómetros.
** Sarta de cuentas, o “rosario”, budista.
CAPÍTULO 7
II. ALBEDO
Una costura hacia arriba. Una costura hacia abajo. Nuestros dedos, fortalecidos gracias a las aguas del río, se mueven sin cesar sobre las pieles repletas de escamas. Miramos el puño de serpientes que hemos podido recolectar en los últimos días, de diferentes tamaños y colores; sus cueros yacen secos sobre las piedras, secándose mientras sus carnes se pudren bajo el sol.
Los huesos nos chasquean, alegres ante la deliciosa tarea que nos trae gratos recuerdos de la larga vida que tuvimos antes en la tierra. Y nuestro encuentro con la Bestia Revestida de Luna ha sido tan, tan satisfactorio, que nuestra boca no hace más que sonreír hasta sangrar.
Él nos llama “Silenciante”, aun cuando ya ha comprendido que ése no es el único de nuestros talentos, porque si por algo hemos sido elegidos para esta encomienda es por nuestra falta de compasión. Inclusive hacia nuestra propia sangre.
Volvemos a pensar en la Bestia Revestida de Luna. Tan bella, tan extraordinaria… el lugar donde alguna vez estuvo vivo nuestro corazón palpita de excitación a través de la oscuridad del agujero en nuestro pecho. ¿Su carne blanca sabrá a hueso entre nuestras encías?
Pero a pesar de nuestro deleite, debemos apurarnos. Sin la lluvia, pronto nos volveremos polvo de nuevo y deberemos depender sólo de ella.
Miramos el cuerpo podrido de Alannah. Arrancamos uno más de sus cabellos para unir otra larga tira de piel. Sus hebras no son de perpetuasangre; son frágiles y se debilitan a medida que pasan las lunas y los soles, pero nuestra magia las mantendrá unidas hasta que sea necesario.
Un remiendo más, y la capa comienza a tomar forma, pero nos falta tiempo. Nos faltan pieles y magia.
Dejamos nuestra encomienda a un lado, y miramos a la mujer, inerte.
Vemos cómo la silueta de una serpiente se mueve en su vientre.
Nuestra extremidad se alarga bajo la tierra, y brota del suelo sagrado. La punta de nuestra espina se posa en medio de los senos de la hembra y se hunde en su carne.
El alba bendice Monument Valley mientras nuestra navaja, gentilmente, comienza a desollar a la contemplasombras.
CAPÍTULO 8
FORASTERO
—¿Me puedes decir qué te hace tanta gracia? —me preguntó Johanna con las manos en la cintura. Yo, en cambio, no dejaba de voltear hacia el curioso cactus que acaba de colocar sobre el alféizar de la ventana, justo junto a su camastro en la reserva.
—Nada —me encogí de hombros desde la cama de arriba—. Sólo estoy esperando a ver si te sale arena de los pantalones.
Las mejillas se le pusieron tan rojas que empezaron a competir con las diminutas flores del cactus.
—Deja de juntarte con Julien —protestó—. Ya te empiezas a parecer a él.
Me reí un poco más. Yo llevaba ya más de un mes en la reserva, y a esas alturas ya había tomado la confianza suficiente para hacer ese tipo de bromas. Además, la chica tendía a tratar de tomárselo todo muy en serio, lo que, para su pesar, la hacía