Mariana Palova

La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo


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      CAPÍTULO 6

      SUPERVIVIENTE

      Caigo de pie en las furiosas aguas, y los tobillos se me acalambran de inmediato por el impacto. Me sumerjo entre piedra y espuma mientras la corriente me empuja hacia delante sin piedad.

      La fuerza del río me azota contra una roca y me saca el aire de inmediato. Quedo noqueado apenas unos segundos, pero son suficientes para que el peso conjunto de botas y ropa me arrastren y comience a hundirme.

       ¡Mierda, mierda, mierda!

      Intento nadar hacia la superficie, pero algo parece succionarme; un frío descomunal me recorre todo el cuerpo cuando la luz se desvanece hasta dejarme sumido en una completa oscuridad. Mis extremidades se entumecen, el oxígeno me abandona por completo y mis sentidos comienzan a perderse. Dejo de percibir la corriente del agua y hasta mi propia respiración; el aturdimiento es tan brutal que estoy a punto de quedar inconsciente.

       Carajo, Elisse, no te puedes morir de una forma tan estúpida, ¡reacciona!

      El trance es suspendido por mi desesperado instinto de supervivencia, así que pataleo, doy manotazos y me revuelvo una vez más. La falta de aire y el entumecimiento luchan insistentemente por ahogarme, pero reúno todas las fuerzas que le quedan a mis piernas y brazos para llegar a la superficie.

      Logro tomar una breve bocanada de aire, pero mi cuerpo aún es arrastrado por las aguas. El estómago y la nariz se me llenan de líquido, golpeo contra las rocas y empiezo a asfixiarme de nuevo hasta que, por milagro de los dioses, la corriente me ensarta contra un grueso tronco atascado entre las piedras.

      Me abrazo con todas mis fuerzas al tronco, pero la potencia del cauce arremete con furia contra mis piernas como si tratase de arrancarlas.

      Lanzo un profundo grito de desesperación, pero poco a poco gano terreno en aquel salvavidas de madera. Me aferro a la superficie rugosa con uñas, dedos e incluso dientes y comienzo a trepar para salvarme usando las pocas energías que me restan.

      Justo cuando pienso que nada más puede pasar, el tronco comienza a resquebrajarse. Abrazo mi morral, sorprendido de no haberlo perdido en la corriente, y me deslizo lo más rápido que puedo para subir a una de las rocas contra las que yace atascado el madero, la más cercana a la cuenca del río.

      Escucho un crac a mis espaldas; el árbol se parte y me lanzo como un costal a la orilla mientras el tronco es despedazado por la corriente.

      Me levanto sobre mis codos y vomito agua y tierra a borbotones como si me hubiese tragado medio río.

      Al intentar respirar hondo, una punzada ataca mi costado y lo retuerce de dolor. Grito desde el fondo de mi garganta y me palpo hasta encontrar una gran mancha amoratada sobre la piel.

       Maldición, ¡una puta costilla rota!

      Intento sobreponerme a mis fatales condiciones y enfoco la vista a mi alrededor. El paisaje ha cambiado. Estoy rodeado de árboles, aunque el suelo carece de pasto o vegetación, como si hubiese dejado atrás el desierto abierto para entrar en una zona más fértil, aunque aún dominada por rocas y arena rojiza.

      Como una lombriz, me arrastro hacia la sombra de uno de los árboles con las fuerzas apenas necesarias para recargarme contra el tronco.

      Con mucho esfuerzo, logro sacar de mi morral uno de los tantos huesos que siempre llevo conmigo; uno que, afortunadamente, no se ha destrozado con los vuelcos del río: una delgada costilla de cerdo.

      La parto por la mitad y la empapo con la sangre que baja de mi nariz. Me arranco unos cuantos cabellos y, a la par que murmuro un viejo hechizo haitiano, la envuelvo entre los pelos rubios.

      Despacio, el hueso comienza a unirse de nuevo, a la par que una sensación exquisita de alivio me recorre la caja torácica. Siento, milímetro a milímetro, cómo mi costilla se suelda, arrastra el dolor y lo transforma.

      Respiro profundo, satisfecho. Nunca seré tan bueno como un perpetuasangre y mis capacidades curativas dependen de los ingredientes que tenga a la mano, pero al menos el vudú me ha enseñado lo necesario para salvarme de un par de aprietos.

      Miro la larga herida que llevo en el brazo; la palpo con las yemas de los dedos y chasqueo la lengua al comprobar que, si bien no es profunda, sí es bastante dolorosa, como si me hubiesen pasado la punta de un cuchillo por encima… Aunque algo me dice que aún no he probado el filo de aquella espina en toda su magnitud.

      —Fantástico —murmuro y recargo la cabeza en el tronco del árbol, incapaz de creer que el Silenciante me haya alcanzado.

      Una. Maldita. Vez. Más.

      Tras la pelea del cementerio de Saint Louis, comencé a sentir que algo me observaba en la oscuridad, acompañado de un chasquido extraño, como el crujir de un hueso contra otro. En ese momento no sabía si era una amenaza o un simple espíritu que podía percibir gracias al aumento de mis poderes, pero con el pasar de los días, me sentía cada vez más inquieto.

      Hasta que por fin se manifestó.

      Un crujido ensordecedor me despertó en mitad de la noche. Y ahí estaba la criatura, que me miraba desde el pie de la cama, con la luna llena tras su espantosa silueta ósea que parecía crepitar dentro de sí.

      Me quedé helado, y aunque quise gritar, estaba tan asustado que nada abandonó mi boca.

      Y en cuanto traté de poner un pie fuera de la cama, el ataque comenzó.

      La enorme columna vertebral de aquel monstruo surcó el suelo de tablones y destrozó la cabaña. El estrépito que hizo fue brutal, pero nadie en la aldea pareció escuchar lo que acontecía, así que, en medio de la tormenta de huesos, tomé mis pocas pertenencias, el dinero que había rescatado del centro budista y escapé a través del plano medio sin mirar hacia atrás.

      Con el tiempo supuse que el monstruo había salido de allí, puesto que la puerta trasera de la cabaña estaba abierta de par en par. En ese lugar fue donde recibí a Ciervo Piel de Sombras cuando Muata estaba con vida, así que no había otra explicación de cómo aquella cosa había logrado entrar a la habitación sin ser percibida por nadie más en la reserva.

      Después comprendí que el Silenciante puede manipular el ruido de alguna manera, dejar mudo todo a su alrededor como si creara una burbuja invisible en la cual atacar. Ésa es la razón tras el nombre que le he dado.

      Desde entonces no he dejado de moverme, y también he procurado mantenerme lo más lejos de un posible portal. Deduzco que, por alguna razón, el Silenciante se desplaza a través del plano medio como si de una pesadilla se tratase, con la enorme diferencia de que también es capaz de perseguirme a voluntad, y sin dejar rastro, por el mundo humano.

      Al principio quise creer que era una especie de cadáver poseído por algún espíritu del plano medio —como lo eran los errantes falsos que creó Samedi en Nueva Orleans—, pero esta criatura desprende magia propia, aunque tan nauseabunda que siempre me provoca fuertes arcadas. Es como si estuviese podrida.

      También ese extraño manto que usa siempre me impide ver qué hay debajo de su cuerpo. De hecho, esta vez estaba cubierto de sangre seca, algo que estoy seguro no tenía antes. ¿Se habrá alimentado de algo o alguien recientemente?

      No sé qué demonios sea esa cosa, pero no pienso quedarme cerca el tiempo suficiente para preguntarle. El Silenciante es la criatura más peligrosa que he conocido hasta ahora, y por mi descuido me sigue el rastro.

      Algo debí haber pasado por alto anoche, alguna maldita cueva o grieta que haya quedado desapercibida debido al cansancio. Y para empeorarlo todo, he vuelto a tener esa visión.

      —Como es arriba, es abajo —murmuro.