Aitor Romero Ortega

Fantasmas de la ciudad


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por eso mismo lo acabaron matando. Aquella segunda respuesta hizo que todavía entendiera menos quien era ese misterioso Trotski.

      Muchos años después, sin buscarla, encontré la tumba de Alexander Alekhine paseando por el cementerio de Montparnasse. Se trata de una hermosa lápida levantada sobre un tablero de ajedrez de mármol y coronada por un retrato de perfil tallado sobre el propio mármol. Junto a su nombre aparece mencionado el hecho de que fue campeón del mundo, y los periodos en que ostentó la corona. Alguien había dispuesto los pequeños cuencos con flores como piezas de ajedrez, hasta trazar la apertura que él mismo había inventado: la Defensa Alekhine. Aquel encuentro casual hizo que me volviera a preguntar, de manera mucho más incisiva, cómo debió de transcurrir aquella partida que salvó la vida de Alekhine. Una partida, además, que no quedó anotada en ningún lugar y cuyos movimientos se han perdido para siempre tras la muerte del campeón, en cuya memoria estarían seguramente almacenados a fuego. Desconozco cuál era el verdadero nivel de Trotski. En ajedrez, cuando existe entre dos jugadores una importante diferencia de nivel –y conviene tener en cuenta que Alekhine fue el mejor jugador de su tiempo y uno de los méjores de la historia–, suele notarse mucho; a veces es hasta obsceno, ni siquiera parece ajedrez propiamente dicho, es una masacre rutinaria, un aburrido ejercicio de esgrima sin ninguna importancia. ¿Hasta qué punto el nivel de Trotski como ajedrecista era suficiente para que Alekhine tuviese que demostrar su talento? ¿Pudo entrever algo o simplemente se dejó deslumbrar por la habilidad de un jugador profesional? No lo sé, de hecho, nunca lo sabremos. Con el tiempo me he ido convenciendo, quizá sin razón, quizá por excesivo apego a la versión romántica, de que dicha historia solo podía suceder en Rusia, pues se trata de esa clase de asuntos de vida o muerte que los rusos dirimen a su manera.

      3

      En los cinco días que Trotski estuvo en Barcelona aprovechó para pasear junto al mar con sus hijos. Todo esto está narrado en su famosa autobiografía, Mi vida y también en el texto Mis peripecias en España, publicado en 1924 en traducción de Andreu Nin y que se lee como una frenética novela de aventuras salpicada de escenas cómicas. Al leerlo pienso en un Jack London menos trascendental con una marcada sensibilidad europea para el humor. La misma historia pudo leerse en el periódico El Sol, en 1919, donde se publicó un opúsculo en dos partes, escrito por él mismo, donde narraba todas sus peripecias españolas. Parece como si Trotski registrara cuidadosamente todo cuanto vivía en un diario y de ahí extrajera el material sin pulir que luego alimentó sus exhaustivas narraciones autobiográficas. Escribe cosas curiosas sobre Barcelona, que le parece una ciudad mitad española, mitad francesa. La compara con Niza. Escribe: “Niza en un infierno de fábricas. Humo y llamaradas, por un lado. Muchas flores y fruta, por otro”. Una versión industrial y sucia del balneario de la Costa Azul en opinión de aquel bolchevique que tanto creía en el progreso industrial.

      Luego se ha sabido que su familia le esperaba en Barcelona mientras él realizaba su penoso periplo hispánico. Su hija estudió durante esos meses en el Colegio Alemán. Vivían en un entresuelo en el número 88 de la calle Balmes, es decir, en pleno Eixample, en la manzana situada entre las calles Mallorca y Valencia. Un lugar muy transitado. Todo esto lo contó años después, en un artículo en La Vanguardia, María Serrallach, que afirmaba haber sido compañera de la hija de Trotski en el Colegio Alemán. Y, en general, lo que se puede rescatar de sus apuntes, además de la narración central de su paso por España, son las impresiones que le dejó el país. A tenor de sus observaciones se podría concluir que no le gustó mucho España, a la que veía como una versión primitiva de Francia. Los catalanes le parecieron contrabandistas capaces de vender como catalán lo que importaban del extranjero; Madrid una vulgar imitación de París y los españoles en general, así a bote pronto, una versión más desaliñada y sin instrucción de los franceses. Se hace extraño, entonces, leer que solamente un año después, al recibir en su casa de San Petersburgo a Sofía Casanova, Trotski dijera que España era un país hermoso que sentía haber abandonado. Puede que quisiera ejercer de amable anfitrión o quizá el tiempo –aunque se hace difícil pensar eso, pues apenas había transcurrido un año, y sin embargo aquel fue un año plagado de acontecimientos, entre ellos la Revolución Rusa, sin ir más lejos– ablandó la severidad de sus primeras anotaciones, siempre más hostiles, siempre más apegadas a la fealdad urgente que el cronista registra a toda velocidad, y que por lo general impiden una composición más atemperada del lugar.

      4

      En una de mis últimas etapas en Barcelona descubrí una librería de viejo en el barrio de Gràcia a la que me aficioné especialmente. Podría decirse que la encontré un poco por casualidad. Era una época en que leía mucho. En lo tocante a ese aspecto me angustiaba la acumulación; es decir, que en mi habitación se amontonaran los libros en cantidades fuera de lo razonable. Creo que en algún momento llegué a soñar que se formaba una pared de libros delante de la puerta de la habitación que me impedía el paso, hasta quedar aprisionado. Otras veces soñaba que el suelo se venía abajo. Lo extraño de todo esto es que ni siquiera tenía demasiados libros en el apartamento donde vivía con un amigo frente a la Universidad Pompeu Fabra, cerca del parque de la Ciutadella, donde la calle Sardenya se dispone a morir y uno ya puede intuir el mar. Solía mantener una biblioteca mínima, mezcla de lo que pensaba leer y de aquellos libros que en aquel momento consideraba imprescindibles y de los que no estaba dispuesto a separarme. Como mis criterios son volátiles, solía haber un tráfico continuo entre la casa de mis padres, donde estaba la biblioteca familiar, la biblioteca-madre, por decirlo así, y mi apartamento. Tráfico, claro, que solo me tenía a mí como transportista, que cargaba en el metro con mochilas llenas de libros en un sentido u otro. Había algo divertido en todo aquello, ahora que lo pienso. El caso es que para mí, en aquel tiempo, no era divertido en absoluto; era más bien motivo de angustia.

      Fue entonces cuando convertí en costumbre visitar las librerías de viejo, en busca de clásicos baratos y de libros imposibles de encontrar, a los que en un exceso de repetición llamaba “joyas”. Lamentablemente algunas de esas librerías ya ni siquiera existen, liquidaron sus existencias y desaparecieron para que su lugar fuera ocupado por tiendas de las grandes marcas internacionales de moda. En ocasiones ni siquiera tuve la oportunidad de despedirme con una última adquisición. Al principio hubo algo de escándalo en la ciudad por lo que se estimaba una pérdida de identidad cultural. Luego la vida siguió su curso y todos, o casi todos, se olvidaron de aquellas viejas librerías y de los libreros que había dentro. Desconozco si la librería de Gràcia habrá desaparecido o seguirá en pie. No he vuelto desde entonces. Creo que ahora ni siquiera sería capaz de encontrarla en el laberinto de calles del barrio. A veces pienso que tuvo algo de aparición. Una alucinación de aquellos días de inquietud por la gestión de mis propios activos literarios y de extrema felicidad por lo que leía. Sí recuerdo, en cambio, como llegué hasta ella. Yo buscaba entonces un ejemplar de Ubik, la novela de ciencia-ficción paranoica de Philip K. Dick. Por algún motivo, más allá de la diferencia de precio, prefería a la edición actual, fácil de encontrar, la vieja edición de Orbis, una típica edición popular de los años ochenta, que me remitía directamente a los clubs de lectura de ciencia-ficción que brotaron en aquella década. Las ediciones baratas estimulan mi imaginación y me hacen pensar en esos clubs como reuniones clandestinas de iniciados, contubernios de fantasiosas minorías que se llevan a cabo en sótanos o en garajes, espacios donde siempre tienen lugar las mejores conspiraciones; es decir, aquellas que no conducen a nada. Llegué a la web de la librería realizando un itinerario por Internet que ahora sería incapaz de rehacer y me enteré de que acababan de recibir una remesa de viejos Ubiks editados por Orbis.

      Después de aquello volví muchas otras veces en el corto periodo de unos meses, tal vez un año. Compré algunos libros que ahora forman parte de mi biblioteca más personal, aquella que siempre me acompaña allí donde vaya. En esa época solía ir todos los viernes por la tarde, al salir de trabajar. Formaba parte de mi itinerario cotidiano. Me veo ahora dirigiéndome hacia allí durante los meses de primavera y verano, cuando la luz adquiere ese tono amarillento del atardecer y todo parece ir más despacio, andando por las callecitas de Gràcia con los ojos entornados hasta penetrar en el interior sombrío de esa cueva húmeda para enfocar