Aitor Romero Ortega

Fantasmas de la ciudad


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nació en Barcelona el 7 de febrero de 1913. Yo nací el mismo día y en la misma ciudad, 72 años después. Durante toda la escritura del texto, mientras hacía memoria de todos los encuentros casuales y conscientes que he tenido con la figura de Trotski, pensaba que estaba en busca de su rastro en mi historia personal. Escribía sobre él para escribir sobre mí, como si este relato fuese en realidad una autobiografía cifrada en esas intersecciones. Una ciudad como origen de todo y una serie de escenas de las que debería desprenderse, aunque discontinua, una línea narrativa. Ahora empiezo a pensar que tal vez perseguía sin saberlo la figura de Ramón Mercader. A veces sucede que uno escribe hacia un lugar, buscando a alguien, aunque sin ser consciente está escribiendo hacia otro punto de fuga que permanece oculto, incluso para el que escribe (sobre todo para el que escribe) hasta que emerge al final. En ocasiones, ni siquiera emerge. Un cuento está compuesto siempre por dos historias. La primera es la historia visible y la segunda la invisible, que permanece escondida hasta que aparece al final por sorpresa o ni siquiera aparece, simplemente se intuye. Ramón Mercader es la segunda historia, la contrafigura que aparece de pronto y hacia la que me he dirigido sin saberlo desde el principio. Supongo que uno siempre quiere ser Trotski hasta que descubre que es Ramón Mercader. Uno siempre quiere ser el héroe, hasta que se da cuenta de que en realidad es su asesino.

      10

      Ahora desciendo por la calle Balmes desde la Diagonal. Es de noche. Atravieso el cruce con la calle Córcega. El Eixample de Barcelona sigue pareciéndome una ciudad extranjera. Nunca me he movido con familiaridad por sus calles. Algún día escribiré un texto titulado Mis problemas con el Eixample. Intuyo que será un texto terapéutico que aspirará a aliviar ciertos síntomas, porque mis problemas con el Eixample no tienen solución. Creo que solo podrían ser tratados por un psicoanalista con amplios conocimientos de urbanismo o por un urbanista metido a psicoanalista. Tal es la naturaleza de mi relación con esta cuadrícula que ocupa casi media ciudad y de la que solo retengo algunos fragmentos vinculados a mi propia experiencia, rodeados a su vez de vacíos inexplicables en los que la ciudad me parece un agujero negro. Atravieso el cruce con la calle Roselló. La ciudad propia empieza a languidecer en el momento en que la excesiva familiaridad hace que uno deje de recorrerla con mirada de asombro. Lo mismo sucede con el idioma. El escritor establece con su propia lengua una relación basada en la permanente tensión entre lo propio y lo ajeno, como si al escribir lo hiciese siempre en una lengua extranjera que conoce demasiado bien. Tal vez esto es así porque escribir y andar por una ciudad que nos es familiar y desconocida al mismo tiempo son dos actos que se parecen mucho. Atravieso el cruce con la calle Provenza. Al caminar cuesta abajo pienso en las huellas que dejó Trotski a su paso por el Eixample, que son las mismas que dejaré yo el día que me vaya: ninguna.

      Atravieso el cruce con la calle Mallorca y llego al portal de Balmes 88, casi en el centro geométrico de la manzana. Un punto equidistante entre Mallorca y Valencia. En el entresuelo de este portal fue donde la familia Trotski agotó los últimos días de espera antes de que zarpara el Montserrat. Me gusta pensar que en Nueva York hay en este momento un doppelgänger mío escribiendo un texto como este sobre el paso de Trotski por Nueva York, titulado tal vez Trotski en el Bronx, y donde Barcelona es solo el punto de inicio de un viaje. Y así se va tejiendo una biografía oblicua y subterránea donde el mito es apenas un punto de fuga: una figura que aparece y desaparece en el texto de la página, así como en la historia personal de los que escribimos los diferentes capítulos.

      En Balmes 88 no queda casi nada de lo que vieron los ojos de Trotski en 1916, salvo la bella fachada repleta de cenefas y los balcones de hierro forjado. Entonces había un gimnasio, el gimnasio Hércules, en los bajos del edifico. Ahora encuentro un supermercado de barrio. Un joven pakistaní está recogiendo la fruta y se extraña al verme ahí parado, mirando hacia el portal en plena noche. Hay algo de tráfico, un goteo suave. No se ven apenas paseantes ociosos, no queda nadie esperando en este punto de la ciudad. Se me ocurre pensar que tampoco quedan ya recuerdos de Ramón Mercader en Barcelona, como si nunca hubiera existido. Cuando Trotski estuvo aquí, Ramón Mercader tenía solo tres años y vivía con sus padres cerca del carrer Ample, casi al final del barrio gótico. La ciudad me devuelve un rumor de ruidos domésticos, conversaciones lejanas y algún coche, ahora que me pongo a escucharla con esmero. No sé muy bien qué he venido a hacer aquí, a Balmes 88, donde un día estuvo Trotski poco antes de ser Trotski y de entrar en la historia por la puerta grande. Parezco un loco ante el portal de su amada esperando a que suceda algo, un acontecimiento inesperado y maravilloso, tal vez. He venido a buscar algo, aunque no sé qué. Es posible que ese algo tenga más que ver conmigo mismo que con cualquier otra cosa. Me gustaría pensar que en el fondo albergo la esperanza de percibir una señal que pueda confundir con el fantasma de Trotski. O el miedo a percibir esa misma señal y confundirla con el fantasma de su asesino: el espectro de Ramón Mercader, cargando con un piolet como versión moderna y deportista de la guadaña. Pero, aunque ya han llegado los primeros días de septiembre, el verano se resiste a morir y ni siquiera hay una ligera brisa que uno pueda confundir con una aparición. Todo está detenido en este rincón de la ciudad. Casi estancado, diría yo.

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