Aitor Romero Ortega

Fantasmas de la ciudad


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en su escritorio, bajo aquella bandera que presidía la sala central. Solíamos hablar, fundamentalmente de libros, y nuestras conversaciones se alargaban a veces durante más de una hora. Qué raro, ahora que lo pienso; nunca vi a nadie más allí dentro. Es como si la librería hubiese sido concebida solo para mí. Me apetece pensar que todo fue un sueño, pues la librería, la figura desgarbada del librero, nuestras conversaciones y la palidez de aquellas tardes, compartían la textura temblorosa de los sueños. Sin embargo, todo se ha fijado en mi memoria con la serenidad de un recuerdo.

      Una tarde el librero –he olvidado su nombre, si es que alguna vez llegué a saberlo–, en medio de una conversación, me explicó que había vivido en México DF durante una larga temporada. No sé en qué momento ni a santo de qué, mencionó que algunos domingos iba a visitar por fuera la casa de Trotski. Me contó entonces, como si se tratara de una confidencia sin importancia, que la casa azul de Frida Kahlo estaba justo al lado de la de Trotski, y ambas estaban al parecer comunicadas por un pasadizo secreto que uno u otro utilizaban indistintamente para sus encuentros amorosos. No pude, en ese momento, dejar de imaginarme a ese librero veinte o treinta años más joven, con su aureola de lector impenitente, allí plantado, un domingo por la tarde en Coyoacán, como un peregrino loco, observando desde lejos esas dos casas como el que mira un santuario desde la esquina; y haciendo volar su imaginación, fabulando acerca de todas las leyendas perdidas de la relación de Trotski con la extraña Frida, que en aquellos días debían de circular como la pólvora por todas las cantinas de la ciudad sin límites.

      En algún recoveco de aquella conversación aclaró que él era trotskista, llegando incluso a mencionar el partido en el que militaba –un micropartido, más bien– cuyas siglas retuve durante algún tiempo y que ahora me doy cuenta de que he olvidado por completo. Un día, mientras hacía tiempo en un bar de la calle Verdi antes de entrar en el cine, le relaté a mi amigo Antoni la historia que me había contado el librero incluyendo el detalle de su militancia política. Antoni, con su habitual humor venenoso, apuntó que el librero y el administrador que mantenía a flote la página web de ese minúsculo partido eran posiblemente la misma persona. Y tenía razón Antoni en que aquel librero tenía algo de último superviviente de un naufragio, sosteniendo un negocio al que ya nadie entraba y un partido olvidado sin ninguna opción de hacer la revolución.

      5

      El barco que debía llevar a la familia Trotski a Nueva York zarpó de Barcelona el día de Navidad de 1916. Era un viejo vapor destartalado que navegaba con el nombre de Montserrat. Aun así, viajar en él era algo muy preciado en aquellos días, al navegar este con pabellón neutral, lo que en plena Gran Guerra suponía, tal vez no una garantía definitiva, pero al menos sí una salvaguardia contra los torpedos de las potencias en conflicto. El Montserrat hizo varias escalas antes de dejar atrás definitivamente la Península Ibérica. Se detuvo en Valencia, donde dos policías impidieron a Trotski descender al puerto. Se detuvo en Cádiz, donde Trotski logró descender a tierra firme, no sin problemas, para despedirse de la ciudad (y de España) por última vez. Y finalmente alcanzó el mar abierto con extraordinario buen tiempo, algo imprevisto para todos los expertos, según registra el propio Trotski en sus anotaciones. La tripulación del Montserrat, como podía preverse, estaba compuesta por un sinfín de nacionalidades europeas, principalmente desertores y apátridas de toda condición. Había rusos, franceses, centroeuropeos. También norteamericanos que regresaban a casa corriendo de su aventura europea mientras ardía el continente.

      En ese mismo momento, Lenin, el camarada de Trotski, estaba refugiado en Zúrich, y muy especialmente en el Café del Odeón, como tantos otros antibelicistas europeos que hicieron de la ciudad suiza y de ese legendario café el centro mismo de la Europa menos cafre. Allí también estaba James Joyce, que tuvo que salir de Trieste por patas con su familia ante la falsa acusación de espía, lo que en esas circunstancias significaba una condena a muerte segura. Y también estaba Stefan Zweig, que retrató de forma sensacional todo ese ambiente de la Europa civilizada condensada en un café en un pasaje de su obra El mundo de ayer. Si uno lo piensa bien, el Café del Odeón en Zúrich y el destartalado Montserrat en medio del océano, eran en realidad una misma cosa: dos fragmentos desgajados de una Europa que se resistía a la automutilación absurda de la Gran Guerra. Aquel acontecimiento bélico, de una dimensión hasta entonces desconocida, cambió muchas cosas. Para empezar, recompuso el mapa de Europa y provocó un intenso repliegue nacional, a la vez que el fin de cierto cosmopolitismo cultural que hasta entonces había estado muy en boga. Aumentó los recelos, qué duda cabe, y abrió la herida, ya imposible de cerrar, como se demostró poco después, de la desconfianza y el nacionalismo. Hubo una Europa que después de la Gran Guerra desapareció para siempre por el sumidero de la Historia. He pensado muchas veces en el Café del Odeón y en el vapor Montserrat como los últimos restos de una Europa cosmopolita que ya estaba empezando a perecer. Tal vez el Montserrat carecía del glamour del Café del Odeón que describe Zweig. Los relatos de Trotski dibujan una tripulación que oscila entre la comicidad circense y la mediocridad. Además, el Montserrat fue mucho más efímero: solamente existió durante los diecisiete días que duró la travesía. Y sin embargo, era un pedazo itinerante y flotante de esa Europa ya casi extinta, compuesto por el sector más lumpen de la disidencia antibelicista, entre ellos un Trotski al que todavía le faltaba un año para convertirse en el verdadero Trotski.

      Entre la tripulación del Montserrat también estaba uno de los personajes más enigmáticos de la escena artística de aquellos años y tal vez de la historia del arte: Arthur Cravan, el poeta-boxeador de dos metros que había incendiado el París bohemio con la revista Maintenant, en la que él mismo escribía todos los artículos firmando con distintos seudónimos, y donde se dedicaba a insultar a otros artistas. Cuando dichos asuntos merecían algún tipo de aclaración él mismo se ofrecía voluntario para resolverlos a puñetazo limpio en los cafés y en las salas de baile de la Ciudad de las Luces. Nunca como entonces las bizantinas polémicas de la vanguardia artística han tenido una traslación tan inmediata a la realidad material. Cravan fue un dadaísta avvant la lettre que hizo de su vida su verdadera obra de arte. En el momento en que coincidió con Trotski en el Montserrat salía disparado de Europa por desertor. Se subió al buque en Cádiz para evitar en Gibraltar la inspección inglesa. Aunque había nacido en Lausana y escribía en francés, era mitad inglés y sobrino de Oscar Wilde, figura que le obsesionaba hasta el punto de imitar sus gestos y su estilo de vestir. Además, también escapaba de Barcelona, pues acababa de ser vapuleado por Jack Johnson, campeón mundial de los pesos pesados y primer gran boxeador negro, en la Plaza Monumental de Barcelona en un combate que gran parte del público consideró una estafa. La pelea fue recibida como un gran acontecimiento para la ciudad. Cravan la promocionó como el gran publicista que era y se presentó con un record de victorias y unos cuantos títulos que eran todo un alarde de imaginación. Generó una gran expectación y las entradas se vendieron como churros. A Jack Johnson, que estaba de gira por Europa como excusa para salir de los Estados Unidos debido a problemas raciales, la cosa le encajaba de maravilla. El campeón vendió la filmación del combate y se comprometió a alargarlo como mínimo hasta el sexto asalto. Por lo visto, la pelea fue una broma. Cravan estuvo a merced de Johnson desde que sonó la campana. El campeón jugó un poco con Cravan para hacer tiempo y cuando llegó al sexto asalto lo noqueó sin ninguna dificultad. Las pocas imágenes de la filmación que he podido encontrar muestran algo que se parece más a un espectáculo de circo que a un combate de boxeo. La gente se sintió engañada y se montó una formidable algarabía. Volaron almohadillas por todas partes. Muchos años después se ha dicho que el público no entendió que estaba asistiendo al primer happening de la historia. El poeta y el boxeador comparten la doble condición de guerrero y chamán. Arthur Cravan fue además el primero en entender que el arte y el boxeo se mueven siempre en la delgada línea que separa la genialidad del fraude.

      Cravan y Trotski, dos figuras que despiertan mi curiosidad. Hasta que me puse a escribir estas páginas pensaba que pertenecían a dos universos irreconciliables. Jamás habría imaginado que ambos, pese a ser contemporáneos, pudiesen haber coincidido en un mismo espacio e interesarse el uno por el otro. Parece que a Trotski también le llamó la atención la figura de Cravan, al que dedica mucho más espacio en sus notas que al resto de los tripulantes del Montserrat. Dice de él que propaga