que la fila corta es para los que tienen pasaporte de la Unión Europea –me explicó.
Empezaba a darme cuenta de que no es fácil ser sudamericano.
Qué suerte tenía Bernardo, el hijo de Carlos, que pudo quedarse. Claro, como él está en la Universidad y trabaja, ya es grande y puede tomar sus propias decisiones. Y prefirió seguir en Montevideo, al menos por un tiempo, nos dijo, hasta avanzar un poco más en la carrera, y después quizás pudiera conseguir una beca en España.
—¿Y cómo te quedás a pesar del bajón que es vivir en Uruguay, de los impuestos indiscriminados, de la inflación, de la corrupción, de toda la basura que se ve en las calles y de los políticos ineptos? –le pregunté a Bernardo cuando nos contó su decisión.
Mamá me miró, sorprendida. Estaba claro que esas palabras no eran mías. Se las había robado a Carlos, que las decía unas diez veces por día para que nos creyéramos de verdad que lo mejor era irnos.
—Prefiero quedarme –contestó Bernardo sin hacer caso de la ironía que yo había querido trasladar a mi pregunta.
—¿Estás seguro? ¿Lo pensaste bien? –preguntó su padre.
—Sí. Voy a probar qué tal se me da vivir solo, no quiero dejar mis estudios por la mitad, y además no podría estar sin Daniela, vos lo sabés.
Daniela es su novia. Hace dos años que están juntos, y aunque cada tanto tienen unas peleas que levantan los techos de la casa, la verdad es que se quieren mucho y se los ve felices.
Así que Bernardo se quedó. Yo, con mis catorce años, soy demasiado chica para tomar una decisión así, aunque ya sea mayor para todas las cosas que a los adultos les conviene que deje de hacer. En fin, que ya estoy acostumbrada a estar en el medio de todo, como si fuera una atleta que avanza en cámara lenta, lentísima, en una carrera en la que estoy ya lejos de la salida pero todavía me falta mucho para llegar a la meta.
El apartamento que había alquilado Carlos en el barrio del Retiro no estaba tan mal. Era chico, mucho más que nuestra casa en el Prado, pero la cocina y el baño eran súper modernos y, para mi dormitorio, había elegido todos los muebles en Ikea, una tienda sueca que él pensaba que era lo máximo. Como si con eso pudiera arreglar algo. Estaba muy contento por nuestra llegada. Hacía un mes que estaba solo, y nos extrañaba. Qué me va a extrañar a mí, pensé, pero no dije nada. Al llegar, tuvo que hacer un millón de trámites y papeleos. Nos contó que en agosto en Madrid, hace un calor que parece que uno se derrite con cada paso. Tenía que tomar tres litros de agua por día para llegar hasta la noche sin deshidratarse.
Y además, eso de tener que ocuparse de las cosas de la casa, no era para él. A pesar de que yo nunca lo había visto antes hacer compras en el súper, (porque cuando iba, lo hacía con mi madre), nos recibió con la heladera llena de comida y se notaba que había hecho lo posible. Mamá parecía feliz. Lo había extrañado mucho, y en el aeropuerto se abrazaron y besaron como dos novios. Bastante ridículo. Pobre mamá. Si supiera. Me gustaba verla contenta, aunque tuviera que guardarme lo que sabía para mí sola.
Lo de mi colegio ya estaba arreglado. Empezaría el lunes siguiente. Conocía el nuevo liceo por una foto que me había mostrado mi madre, y la verdad, no me había gustado nada. Parecía un convento o una cárcel. Me había quedado grabada la imagen de unas paredes altísimas de ladrillo rojo salpicadas de ventanas que miraban a un patio triste de baldosa gris. Perdía por lejos en comparación con mi colegio anterior: el jardín muy verde, lleno de plantas y flores donde había pasado mis recreos, y la casona blanca y antigua, de dos plantas, desde donde se podía ver el mar. Además, tendría que tomar el Metro y hacer una combinación porque no había una línea que me llevara directo.
Mamá y Carlos hablaban de trámites y preparativos. Había que comprar libros y útiles. Yo escuchaba a medias, no tenía ganas de oír el parloteo. Estaba tan cansada que casi me quedo dormida en el sofá de la sala.
Lo primero que hicimos al otro día fue conocer el barrio. A tres minutos teníamos el Parque del Retiro, hermoso y arbolado, con un estanque enorme donde la gente alquilaba botes azules. Mi madre enseguida quiso alquilar uno, pero por supuesto yo le dije que ni pensarlo. ¡Tiene cada idea a veces! De pensar en la vergüenza que pasaría yo remando con ellos dos, como si fuera una nena de seis años, se me caía la cara. El Retiro se parecía un poco al Parque Rodó, en Montevideo, pero mucho más grande y cuidado. Había músicos y teatros de títeres, y además varios edificios dentro del parque donde hacían exposiciones de cuadros y esculturas. Y muchísima gente. Eso es lo que se repetiría más adelante en cada lugar nuevo que conocería en Madrid. Gente y más gente. Al subir al Metro, en un cruce de semáforos en la calle Alcalá o Gran Vía, en los bares y restaurantes, en el cine, en todos lados. Personas que circulaban, que compraban, fumaban y conversaban con gestos amplios y voz muy fuerte.
Aunque también estaban los que pedían limosna. Músicos andinos con cara de hambre que llenaban con sus canciones los pasillos del Metro, gitanas que ofrecían hierbabuena a cambio de algunas monedas, mujeres extranjeras que llevaban bebés siempre dormidos en sus brazos y murmuraban súplicas en un español difícil de entender. Eso me hizo pensar que algunas cosas no cambian tanto por más que uno esté en lo que llaman “el primer mundo”.
Y llegó el día que empezaban las clases. Tenía que ir a segundo de ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria). Me hizo mucha gracia el nombre, y a mis amigas uruguayas también, cuando les conté (por teléfono) me hacían bromas con lo de:
—¿Y adónde es que vas a estudiar? ¿A “eso”? ¿”Eso” qué es?
Aunque pronto empezó a aburrirme que todos me hicieran el mismo chistecito. Lo mismo que mis compañeros de clase, cuando les dije el nombre de mi país, ni uno dejó de decirme:
—¡Hombre, Uruguay, qué país tan guay!
Y yo sin entender nada, hasta que me explicaron que “guay” quiere decir “divertido”, “con buena onda”, o como dicen acá, “majo”, “con buen rollito”.
Lo de las formas diferentes de nombrar lo mismo, daba para divertirse bastante al principio. Y con todo lo que iba a sucederme ese año, bien que iba a necesitar algo de diversión.
El primer día la vi en el vestíbulo de entrada con cara de susto. Hacía como que leía las listas de alumnos en la cartelera de la pared. Como vi que consultaba la de nuestra clase, le ofrecí ayuda. No sabía para dónde ir ni cuál era el salón. Yo sabía que tendríamos una compañera nueva de fuera, de algún país de Sudamérica (aunque no recordaba cuál), así que cuando le ofrecí acompañarla y me dijo “grasias”, así con la ese bien pronunciada, enseguida supe que era ella. Llevaba los libros apretados bajo el brazo como si se le fueran a escapar. Es la chica más guapa del colegio.
Octubre
LosProfesYaMeTienenHarta
Entre los profesores del San Cristóbal había de todo. La de Inglés era bastante simpática y, para mi asombro, era también la profe de Religión. Tenía el pelo negrísimo y un peinado redondo como una bola de lana. Asomaban por aquí y por allá mechas castañas, rojizas y rubias y su voz era como el balido de una oveja. El de Ciencias naturales, daba también Lengua y en las dos materias resultaba igual de aburrido. Eso de los profesores al cuadrado me sorprendió, era como una oferta de dos por el precio de uno. Pero no fue lo único que encontré diferente.
La clase de Ciencias sociales siempre era la primera de la mañana. El profesor se llamaba don Severino pero le decían Flo porque era idéntico a Florentino Fernández, un actor de la tele. Usaba el cinturón bien apretado por arriba de su enorme barriga, lo que hacía que los pantalones le quedaran varios centímetros por encima de los zapatos. El saco le quedaba tan justo que parecía que los botones iban a salir disparados en cualquier momento. Entraba en el salón con pasos fuertes y mirada torcida.
Una mañana de lunes, haría unos diez minutos que la clase había empezado, cuando el profesor dejó de hablar y se paró a mirar con fijeza al chico que se sentaba en el banco anterior al mío. Desde atrás,