Alicia Escardó Végh

La ventana de enfrente


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el Director, fue bastante aburrido. Fuimos a “Los Molinos”, a una casa en la sierra. Nos llevó un autobús, a pasar un día. No había mucho para hacer; era una gran casa con un parque de juegos para niños de seis años. Y para peor nos tocó un día de lluvia. Lo único bueno fue que el profesor que nos acompañaba era el de Plástica.

      Después de comer, los chicos se juntaron en grupos a charlar. Yo no sabía muy bien con quién estar, todavía no conocía demasiado a ninguno. Él se dio cuenta y se acercó.

      —¿Todo bien? –preguntó.

      —Sí, gracias.

      —Imagino que no debe ser fácil el cambio que te ha tocado, ¿no?

      —No, no lo es.

      Mis respuestas parecían las de una idiota, pero no lo podía evitar. Las ocurrencias ingeniosas y brillantes solo aparecían en series de televisión yanquis.

      —Para mí también fue un cambio grande venirme a Madrid. Es una ciudad que se impone, que puede atemorizar bastante.

      —¿Y de dónde viniste? –le pregunté.

      —Soy de Campo Real, un pueblo pequeño, no muy lejos de aquí. Pero de todos modos el cambio a la gran ciudad fue tremendo. Vivo aquí desde hace cuatro años.

      —¿Para estudiar?

      —Sí. Estoy en cuarto de Bellas Artes.

      —¿Qué carrera?

      —Bueno, por ahora el ciclo común, pero lo que me interesa es el arte digital. O sea, el que puede ser realizado por computadora.

      Y seguimos la charla. Me quedé fascinada de que me contara esas cosas, como si yo estuviera a su nivel. Intenté acordarme de algo que hubiera escuchado en casa, porque Carlos en su trabajo en la agencia de publicidad, a veces hablaba de imágenes procesadas por computadora y esas cosas. Supongo que algún comentario medianamente inteligente debí haber dicho, porque lo cierto es que habló conmigo un rato bien largo. Al final, tuvo que levantarse para controlar a algún bobo que pateó la pelota contra una ventana y rompió el vidrio. ¡Los chicos a veces tenían actitudes de niños de Jardín de infantes!

      En el viaje de vuelta, pensé que lo mejor del día había sido esa charla. Estaba loca si hablar con un profesor era lo que más me había gustado de una jornada de convivencia. La verdad es que resultaba de lo más extraño...

      Se pasó buena parte de la tarde charlando con el de Plástica. Ya me había dicho mi hermano Juan que a ese profesor le gusta hacer el tonto con las chicas, que intenta darse aires de seductor. ¿De qué hablarían? Intenté acercarme pero no logré escuchar nada, se reían y hablaban en voz baja. Al final, lo único que pude hacer fue romper el cristal de la ventana con la pelota. Me he ligado un buen regaño pero ha valido la pena.

      Noviembre

      YaHaceFrío

      Una tarde le pregunté a mi madre si alguna vez había visto a la chica de la flauta. Me miró como si le hablara en chino.

      —¿A quién? –preguntó.

      Estaba claro que a la chica de la flauta, mi madre no la había visto nunca.

      Realmente, muchas veces mi madre no se daba cuenta de nada. No entendía, por ejemplo, la publicidad de la tele. Al terminar algún anuncio (sobre todo de coches o de bebidas, que eran los más sofisticados) nos miraba a Carlos y a mí con cara de desconcierto.

      —No entiendo qué quisieron decir con eso.

      Carlos, que trabajaba en eso, se desesperaba y le quería explicar el mensaje, la concisión en pocas imágenes, las nuevas estéticas, la necesidad de acortar el tiempo de los avisos debido al altísimo costo de la publicidad en televisión. Inútil. ¿Qué se podía esperar, si tampoco sabía manejar el control remoto del DVD? Podía ser brillante en sus clases y sus trabajos, pero era una nulidad para las cosas más sencillas.

      —Cuando estoy con la computadora, me concentro en eso. Es mejor prestar atención a una sola cosa. Vos, como estás en mil temas a la vez, al final no profundizás en ninguno –y aprovechó la ocasión para regalarme con un sermón de esos que ella considera una ayuda a mi formación.

      Mi madre chateaba a veces con alguna de sus amigas o su hermana. Se sentía bastante culpable cuando la tía le daba noticias de los abuelos, que no estaban muy bien de salud. Le decía que nos extrañaban mucho. Estaban bien atendidos, pero eso no evitaba que mi madre se sintiera culpable y pensara que de cierta forma era como si los hubiera abandonado.

      Dos días después, cuando yo volvía de hacer un mandado, me crucé en la puerta de entrada con la chica de la flauta. Me detuve y me quedé mirándola como una imbécil.

      —Hola –me dijo.

      —Hola –contesté.

      No me esperaba lo que vi. Ella iba en una silla de ruedas.

      Forcejeaba con la cerradura, así que la ayudé y le sostuve la puerta para dejarla pasar. Me lo agradeció con una sonrisa y se dirigió al ascensor. Yo fui tras ella, no podía despegar la mirada de las ruedas grandes y plateadas que giraban con un zumbido metálico.

      Mientras lo esperábamos, el silencio era tan tenso que quizás por eso le dije:

      —Te he visto cuando tocas la flauta.

      —¿Cómo? –me miró sorprendida, pero no parecía molesta.

      —Es que la ventana de mi piso está frente a la tuya –me di cuenta de que ella podía pensar que la espiaba, o algo así, y agregué–: Cuando escribo en la computadora, si la cortina está levantada, no puedo evitar verte.

      —Seguro –me sonrió–. ¿Cómo te llamas?

      —Julieta.

      —Yo soy María. ¿No eres de aquí, no? –preguntó.

      —No. Soy de Montevideo, Uruguay, pero ahora vivo en Madrid –contesté.

      Me sentía tensa al mirarla desde tan arriba, ella tenía que inclinar la cabeza hacia atrás para hablar conmigo. Traté de que no se notara, de parecer lo más natural posible.

      —¿Estás apurada ahora? –me preguntó–. Es que no quiero volver todavía a casa, si quieres podemos charlar un rato aquí abajo. Ya que somos vecinas...

      —Bueno, dale –dije, y nos dirigimos al sillón negro de cuero que estaba en el vestíbulo de entrada del edificio, entre una mesa verde con adornos dorados y una lámpara de pie con la pantalla amarillenta.

      Al sentarme, me sentí más cómoda. Estaba a su misma altura. Sus ojos eran grandes y verdes, con una forma peculiar. Me hicieron acordar a una piedra de malaquita que Carlos le había traído a mi madre de Chile. Ese día me pareció que tenía más o menos mi edad. Luego supe que en realidad tenía dieciséis.

      —Son feos, ¿no? –me dijo, señalando los muebles–. Siempre le digo a mi madre que tiene que insistir a los del consorcio para que decoren de vuelta esto, parece de principios de siglo. Pero ella por supuesto no tiene tiempo para eso, ni le importa –se rió, aunque su risa pareció hundirse en un fondo de amargura que se disipó casi antes de aparecer.

      Cuando movía la cabeza, las ondas de su pelo se sacudían y luego volvían a acomodarse. No podía estarse quieta, aunque esto parezca irónico en alguien que no camina. Era como si una corriente eléctrica la obligara a estar siempre moviendo algo, un brazo, una mano, acomodarse el pelo o tocarse la nariz. Y tenía una forma de hablar muy especial, como quien está acostumbrado a que le presten atención, como si nadie pudiera dejar de hacerlo.

      Me contó que vivía con su madre y su abuela. En realidad, casi siempre estaba con la abuela, porque la madre era violinista (muy famosa, me dijo con orgullo) y viajaba mucho. Me preguntó si no nos molestaba la flauta, porque había un vecino que se quejaba del ruido. Yo le dije que para nada. “Qué bien”, contestó María, “porque lo que yo hago no es ruido, sino