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Guille llegó silencioso del colegio. Se encerró en su cuarto como hacía siempre que quería estar solo. Si lo que sucedía se le presentaba difícil, Guille necesitaba pensar para entender.
Su habitación está al final del pasillo del departamento. Se escabulló de su mamá que, a esa hora, solía preparar el almuerzo en la cocina. Entró, tiró la mochila, puso Emanero en el celular, se acomodó los auriculares y se tiró en la cama. Escuchar a su rapero favorito lo ayudaba a reflexionar. Él también componía raps. Había descubierto esa música a los trece años y había comenzado a escribir sus propios raps hacía poco. Lo ayudaban a pensar y decir lo que le pasaba. "Son malos todavía", se decía. “Alguna vez los voy a cantar en un concurso”. Nadie sabía que era “cantautor”, ni siquiera Paula.
Esa mañana, Paula había estado insoportable. Había aceptado no decir que estaban “saliendo” como él le había pedido, pero todo el tiempo quería tenerlo cerca, no le sacaba los ojos de encima. Después de la pelea en la calle entre Paula y sus compañeras, sus compañeros la habían recibido con una guerra declarada en las miradas. Ninguno le habló y Guille tuvo que llenar ese vacío que se cortaba con navaja.
—¿Guille, volviste del cole? –gritó Josefina desde la cocina.
Josefina, la mamá de Guille, era maestra en una escuela pública. Hacía dos turnos: mañana y tarde. El almuerzo en su casa era sagrado. El único momento en el que podía compartir con su hijo. Por la noche, llegaba tarde y cenaba con su marido pasadas las diez de la noche.
—Ya voy, ma.
Se sentaron a comer. Josefina siempre quería saber y su hijo