Lord Dunsany

La hija del rey del País de los Elfos


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      EN OCASIONES ME HA PARECIDO una fuente de desconcierto que haya ciertas personas, por lo demás sensatas y en su mayoría con edad suficiente para tener cierto criterio, que, quizá debido a una especie de esnobismo cultural inusual, sostienen que William Shakespeare no pudo haber escrito las obras que llevan su nombre y que éstas obviamente tuvieron que ser escritas por un miembro de la aristocracia británica, por un conde o un duque que se vio obligado a ocultar su luz literaria en un cajón.

      Y esto es fuente de desconcierto para mí sobre todo porque la aristocracia británica, pese a haber producido una cantidad más que sustancial de cazadores, excéntricos, granjeros, guerreros, diplomáticos, estafadores, héroes, ladrones, políticos y monstruos, jamás se ha destacado en ningún momento de la historia por producir excelsos escritores.

      Edward John Moreton Drax Plunkett (1878-1957) fue cazador, guerrero, campeón de ajedrez y dramaturgo, así como profesor y muchas cosas más, y provenía de una familia cuyo linaje se puede rastrear hasta antes de la conquista normanda; fue el décimo octavo barón de Dunsany, y es una de las pocas excepciones a aquella regla.

      Lord Dunsany escribió pequeños relatos de dioses imaginarios y de ladrones y héroes en reinos distantes; escribió grandes historias basadas en el aquí y el ahora, contadas por míster Joseph Jorkens en los clubes de Londres a cambio de whiskey; escribió autobiografías; escribió versos refinados y más de cuarenta obras de teatro —según se dice, en un momento se escenificaron simultáneamente cinco obras suyas en Broadway—; escribió novelas sobre una España mágica y desaparecida que nunca existió, y escribió La hija del rey del País de los Elfos, novela sofisticada, extraña y casi olvidada, como le ha ocurrido a buena parte de su obra tan singular. Si este libro fuera lo único que hubiera escrito, habría sido más que suficiente.

      Para empezar, su estilo de escritura es hermoso. Se cuenta que Dunsany escribió sus libros con un cálamo que sumergía en tinta y con el que rasgaba la prosa fluida en el papel, y sus palabras cantan como las de un poeta que se embriagó con la prosa de la Biblia del rey Jacobo y sigue sin estar sobrio. Escuchemos a Dunsany hablar de las maravillas de la tinta:

      Cómo puede fijar los pensamientos de un muerto para asombro de la posteridad, hablar de cosas que ocurrieron hace tanto que ya no existen, ser una voz para nosotros más allá de la oscuridad del tiempo, salvar las cosas frágiles de los embates de las eras más pesadas o traernos a través de los siglos incluso una canción de labios que perecieron hace mucho en colinas olvidadas.

      En segundo lugar, La hija del rey del País de los Elfos es un libro sobre magia, sobre los peligros que trae consigo el hecho de invitarla a entrar en tu vida, sobre la magia que podemos encontrar en lo más mundano y sobre la magia distante, aterradora e incólume del País de los Elfos. No es un libro reconfortante ni del todo cómodo, y al final uno no queda convencido de la sabiduría de los hombres de Erl que deseaban ser gobernados por un rey mágico.

      En tercer lugar, tiene los pies bien plantados en el suelo —mis momentos favoritos son, creo, cuando el rollo de mermelada impide que el niño se vaya al País de los Elfos y cuando el duende ve pasar el tiempo desde el palomar—, asume que los sucesos tienen consecuencias y que los sueños y la luna importan —aunque no se pueda confiar en ellos ni depender de ellos—, y que el amor también es primordial —aunque hasta un sacerdote debería darse cuenta de que la princesa del País de los Elfos no es simplemente una sirena que ha renunciado al mar.

      Por último, para quienes sienten que es necesaria la precisión histórica en la ficción, esta novela contiene una fecha histórica verificable. Está en el capítulo XX. Pero sospecho que serán pocos quienes requieran una fecha para determinar la veracidad de la historia. Es una historia real, como suelen ser los relatos de este tipo, en todos los sentidos que de verdad importan.

      Para bien o para mal, hoy en día la fantasía no es más que otro género, un espacio en la librería para hallar libros que, con mucha frecuencia, nos recuerdan incontables otros —y muchos escritores de la actualidad tendrían menos que decir si Dunsany no lo hubiera dicho primero—; es una ironía, y no de las más agradables, que ese que por definición es el más imaginativo de todos los tipos de literatura se haya vuelto tan serio y, en muchísimos casos, simplemente carente de imaginación. La hija del rey del País de los Elfos, por el contrario, es un relato de imaginación pura, y “los ladrillos sin paja”, como señaló el propio Dunsany, “resultan más fáciles de crear que la imaginación sin recuerdos”. Tal vez este libro debería traer consigo una advertencia: no es una novela de fantasía alentadora ni formulaica, como suelen ser la mayoría de los libros donde hay elfos, princesas, duendes y unicornios “entre portada y contraportada”. Esto es auténtico. Es un vino tinto con cuerpo, lo cual puede ser desconcertante para quien hasta el momento sólo ha bebido refresco de cola. De modo que confía en el libro. Confía en la poesía y la extrañeza, en la magia de la tinta, y bébela con calma.

      Quizá así, por un breve instante, a ti también te gobierne un rey mágico, como habrían querido los hombres de Erl.

      NEIL GAIMAN

      Diciembre de 1998

      Para Lady Dunsany

      PREFACIO

      ESPERO QUE NINGUNA INSINUACIÓN sobre una tierra extraña evocada en el título de este libro aleje a los lectores, puesto que, aunque algunos capítulos en efecto transcurren en el País de los Elfos, en la mayor parte no se muestra otra cosa que no sea el rostro de los campos que conocemos, un bosque inglés como cualquier otro, una aldea y un valle de lo más comunes, todos situados a unos veinte o veinticinco kilómetros de la frontera con el País de los Elfos.

      LORD DUNSANY

      I

      EL PLAN DEL PARLAMENTO DE ERL

      ATAVIADOS CON ABRIGOS DE PIEL rubicundos que les llegaban hasta las rodillas, los hombres de Erl se presentaron ante su rey, el majestuoso hombre de cabello blanco, en su larga habitación roja. Reclinado en el trono tallado en madera, escuchó con atención al portavoz de los hombres de Erl.

      Y así habló el portavoz:

      —Durante setecientos años los líderes de su raza nos han gobernado con bien; y sus acciones las recuerdan los juglares menores, manteniéndolas vivas entre nosotros a modo de canciones tintineantes. Sin embargo, las generaciones se suceden unas a otras y sigue sin ocurrir nada nuevo.

      —¿Y qué quisieran que ocurriera? —preguntó el rey.

      —Quisiéramos ser gobernados por un rey mágico ­—dijeron.

      —Que así sea —dijo el rey—. Hace ya quinientos años que mi pueblo se ha expresado así en el parlamento, y es mi deber hacer que se cumplan sus peticiones. Han hablado. Y que así sea.

      Y levantó la mano y los bendijo, y los hombres partieron.

      Volvieron a sus viejos oficios, a los cascos de los caballos forjados con hierro, a la talabartería, a ocuparse de las flores, a atender las duras necesidades de la tierra; se apegaban a las tradiciones antiguas y estaban deseosos de algo nuevo. El viejo rey mandó llamar a su hijo mayor, ordenándole que se presentara ante él.

      Muy pronto el joven estuvo de pie frente a él, frente a aquella silla tallada en madera de la cual no se había movido, donde la luz menguante que aún entraba por las altas ventanas revelaba el cansancio que derramaban aquellos ojos fijos en algún futuro más allá de los tiempos de aquel viejo lord. Y desde ahí dio la orden a su hijo.

      —Ponte en marcha —dijo— antes de que mis días se terminen, y por ende date prisa: echa a andar hacia el este y cruza los campos que conocemos hasta que observes con toda