ahí, pero era incapaz siquiera de imaginarse qué había encontrado en caso de haber ido. Después, Álveric se quedó dormido y los sueños le dieron pistas e ideas sobre las andanzas del anciano en la tierra de las hadas, mas no le dieron mejor guía que la que ya había encontrado: las cimas azul pálido de las montañas de los elfos.
El anciano lo despertó después de un largo sueño. En la sala de estar ardía un fuego brillante y su desayuno estaba listo. También la funda se encontraba lista: la espada embonaba a la perfección. Los ancianos guardaron silencio y aceptaron un pago por la funda, pero no aceptaron nada a cambio de su hospitalidad. En silencio lo observaron ponerse de pie y partir, y lo acompañaron hasta la puerta sin decir palabra; una vez fuera siguieron observándolo, a todas luces esperando que cambiara de opinión y se dirigiera al norte o al oeste; pero cuando echó a andar rumbo a las montañas de los elfos dejaron de verlo, puesto que sus rostros jamás giraron en esa dirección. Y, aunque ya no lo observaban, él seguía despidiéndose de ellos con un gesto de la mano, puesto que sentía aprecio por las cabañas y los campos de la gente simple, aprecio que esta gente de campo no sentía por las tierras encantadas. Aquella mañana brillante, Álveric atravesó paisajes que conocía desde la infancia; vio florecer las rubicundas orquídeas que les recordaban a las campanillas que su temporada estaba por acabar; las tiernas hojas del roble seguían siendo de un color pardo y amarillento, mientras que las de la haya, desde donde un ave trinaba con claridad, relucían como el bronce; y el abedul parecía una criatura salvaje del bosque que se había envuelto en gasa verde, mientras que en afortunados arbustos florecían botones de espino. Para sus adentros, Álveric se despidió una y otra vez de estas cosas; el cuco siguió su canción, que no estaba destinada a él. Más tarde, conforme se abría paso entre los setos de un campo desatendido, de pronto se encontró frente a la frontera de crepúsculo, tal como su padre le había advertido. Se extendía frente a él a lo largo de los campos, con la densidad azul del agua, y a través de ella las cosas parecían perder su forma y brillar. Volteó atrás una última vez, hacia los campos que conocemos; el cuco seguía trinando lo suyo y, al ver que nada parecía responder o atender siquiera su despedida, Álveric avanzó con paso decidido hacia las extensas masas crepusculares.
En un campo cercano un hombre llamaba a los caballos mientras otros conversaban en un sendero aledaño y Álveric atravesaba la muralla del crepúsculo; al instante, todos esos sonidos se atenuaron, como si provinieran de muy lejos: tras unos cuantos pasos al otro lado, no se escuchaba ni un murmullo proveniente de los campos que conocemos. Los campos que había atravesado para llegar hasta ahí se esfumaron y no quedó rastro alguno de sus relucientes arbustos verdes; miró hacia atrás, donde la frontera neblinosa parecía descender; luego miró alrededor y no vio nada que le resultara familiar: en lugar de la belleza de mayo, frente a él se extendían las maravillas y los esplendores del País de los Elfos.
Las majestuosas montañas azul pálido se erguían de forma gloriosa, y refulgían y ondulaban bajo la luz dorada que parecía verterse de forma rítmica desde la cima e inundar las laderas con brisas de oro. En lo más bajo de las faldas, Álveric vio que se alzaban hacia el cielo los esbeltos capiteles plateados del palacio del que sólo había oído hablar en canciones. Se encontraba en una planicie donde las flores eran peculiares y los árboles tenían formas monstruosas. De inmediato, emprendió el camino hacia aquellos capiteles plateados.
A quienes hayan tenido la prudencia de ceñir sus fantasías a los límites de los campos que conocemos, se me dificultará describirles la tierra a la que Álveric había llegado. Imaginarán una planicie con árboles desperdigados y, a lo lejos, un bosque oscuro en medio del cual se alzaban aquellas torres relucientes del palacio del País de los Elfos, enmarcadas por lo alto y por los costados por una apacible sierra montañosa cuyos pináculos no adquirían color alguno debido a la ausencia de luz. Pero es justo por esta razón que nuestra fantasía puede viajar grandes distancias, y si por culpa mía los lectores no logran visualizar las cimas del País de los Elfos, mejor habría sido que mi imaginación se limitara a los campos que conocemos. Ha de saberse que en el País de los Elfos los colores son más profundos que en nuestros campos, y que el aire mismo brilla con una luminosidad tan profunda que todo ahí guarda cierta similitud con el reflejo de nuestros árboles y nuestras flores en un lago durante el mes de junio. Y el color del País de los Elfos, que desespero por describir, puede ser descrito aún, pues en nuestro mundo hay ciertos indicios de él: el azul profundo de las noches de verano cuando el sol ha terminado de ponerse, el azul pálido de Venus que inunda el anochecer de luz, las profundidades de los lagos durante el crepúsculo; todos éstos son indicios de aquel color. Y, mientras que los girasoles siguen con delicadeza al sol, algún ancestro de los rododendros debió girar un poco hacia el País de los Elfos, pues una pizca de su gloria habita en ellos hasta la fecha. Pero, por encima de todo, nuestros pintores han tenido muchos atisbos de aquel país, de modo que a veces en sus cuadros vemos cierto espejismo demasiado maravilloso para nuestros campos; es un recuerdo suyo, proveniente de algún viejo atisbo de las montañas azul pálido al pintar los campos que conocemos detrás de sus caballetes.
Así que Álveric marchó, atravesando el luminoso aire de aquella tierra cuyos atisbos vagamente recordados son en realidad inspiraciones. Y de repente se sintió menos solo, pues, aunque en los campos que conocemos hay una barrera que divide con claridad a los hombres de cualquier otra forma de vida, de modo que si nos distanciamos aunque sea un día de los nuestros nos sentimos solos, una vez que cruzó el crepúsculo vio que la barrera se derrumbaba. Unos cuervos que caminaban por el páramo lo miraron con gesto enigmático, y toda clase de criaturillas se asomó con curiosidad para ver quién venía de un cuadrante de donde muy pocos provenían, para ver quién había emprendido un viaje del que muy pocos volvían, pues el rey del País de los Elfos tenía bien resguardada a su hija, de lo cual Álveric era consciente, aunque desconocía hasta qué punto. En todos esos ojillos se encendió una chispa de interés que dio paso a una mirada que parecía ser de advertencia.
Quizá había menos misterios ahí que de nuestro lado de la frontera crepuscular, pues nada acechaba o parecía acechar detrás de los gruesos troncos de los robles, como bajo ciertas luces y durante ciertas estaciones algunas cosas acechan en los campos que conocemos; nada extraño se ocultaba en el extremo lejano de los riscos; nada husmeaba en las profundidades de los bosques; lo que podría haber acechado ahí sin duda no era visible, y cualquier cosa extraña que pudiera haber se tendía a plena vista del viajero, y lo que podría haber husmeado en las profundidades del bosque vivía ahí a plena luz del día.
Además, tan profundo y fuerte era el encantamiento de aquella tierra que no sólo las bestias y los hombres podían adivinar las intenciones del otro, sino que incluso parecía haber una suerte de entendimiento que iba de los hombres a los árboles y viceversa. Los pinos solitarios junto a los que pasaba Álveric al cruzar el páramo tenían troncos que relucían con la luz rubicunda que habían obtenido mágicamente de algún antiguo atardecer, y parecían erigirse con las ramas en jarras e inclinarse un poco para observar mejor al viajero. Daba la impresión de que no siempre hubieran sido árboles, de que fueron algo más antes de que el encantamiento los hubiera alcanzado; parecía que estaban a punto de confesarle algo.
Sin embargo, Álveric no prestó atención alguna a las advertencias de las bestias ni de los árboles, y avanzó a paso firme a través del bosque encantado.
III
EL ENCUENTRO DE LA ESPADA MÁGICA CON LAS ESPADAS DEL PAÍS DE LOS ELFOS
CUANDO ÁLVERIC LLEGÓ al bosque encantado, la luz bajo la que refulgía el País de los Elfos no se había intensificado ni se había atenuado, y entonces notó que no provenía del resplandor que brilla sobre los campos que conocemos, salvo cuando las luces errantes de ciertos momentos extraordinarios, que en ocasiones sorprenden nuestros campos y desaparecen tan pronto llegan, penetran la frontera del País de los Elfos por una imprudencia mágica momentánea. Ni del sol ni de la luna provenía la luz de aquel día encantado.
Una fila de pinos por cuyos troncos trepaban hiedras, tan altos como el follaje oscuro que de ellos descendía, se erigía como centinela a la orilla