Lord Dunsany

La hija del rey del País de los Elfos


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recopilado con el tiempo y que sus ancestros contaban en las noches junto a la chimenea, cuando los niños preguntaban cómo había sido el pasado.

      A la orilla de aquellas praderas cuya gloria milagrosa estaba enmarcada por flores que jamás conoceremos, y con el bosque encantado como telón de fondo, y reluciendo en la cercanía el palacio del que sólo se habla en canciones, conversaron sobre la sabiduría sencilla de los viejos y las ancianas, de las cosechas y el florecimiento de las rosas y los espinos, de la mejor época para plantar los jardines, del conocimiento de los animales salvajes; de cómo sanar, cómo sembrar, cómo hacer techos de paja y qué vientos de cada estación podían arrasar con los campos que conocemos.

      De pronto, aparecieron los caballeros que resguardaban el palacio en caso de que alguien atravesara el bosque encantado. Cuatro de ellos cruzaron el jardín a pie con sus armaduras lustrosas y el rostro cubierto. En los siglos mágicos que llevaban con vida, jamás se habían atrevido a soñar con la princesa ni jamás habían mostrado el rostro al arrodillarse frente a ella. No obstante, habían hecho un juramento escalofriante para prometer que ningún hombre que atravesara el bosque encantado habría de cruzar palabra con ella. Con aquel juramento en los labios, marcharon hacia Álveric.

      Lirazel los miró con pesar, mas no los detuvo, pues venían por órdenes de su padre, que ella no podía contradecir; y Lirazel sabía que su padre no revocaría dichas órdenes, ya que las había enunciado hacía muchas eras por mandato del Destino. Álveric miró las armaduras, que parecían brillar más que cualquiera de nuestros metales, como si provinieran de alguno de esos contrafuertes cercanos de los que sólo se habla en canciones; luego se dirigió hacia ellos tras desenvainar la espada de su padre, pues planeaba penetrar alguna articulación de las armaduras con su delgada punta. La otra espada, en cambio, la empuñó con la mano izquierda.

      Ante el embate del primer caballero, Álveric esquivó y detuvo el espadazo con el arma de su padre, pero sintió una descarga como de centellas en el brazo y la espada voló por los aires, por lo que supo entonces que ningún arma terrenal podría enfrentar las del País de los Elfos, y tomó la espada mágica con la mano derecha. Con ella contuvo los ataques de la guardia de la princesa Lirazel, pues eso eran aquellos cuatro caballeros que llevaban incontables eras en la historia del País de los Elfos esperando aquella ocasión. Y con ella no volvió a sentir las centellas de las armas élficas, sino sólo una vibración del metal de su propia espada que lo atravesaba como una canción y una especie de fulgor que llegaba a su corazón para alegrarlo.

      Sin embargo, mientras Álveric contenía los ágiles golpes de la guardia, la espada emparentada con los relámpagos se fue cansando de la defensa, pues en su esencia había velocidad y ansias de aventura; entonces, llevando consigo la mano de Álveric, arremetió contra los caballeros élficos, cuya armadura no soportó los embates. De las grietas en la armadura empezó a brotar sangre espesa y extraña, y en un santiamén dos de los miembros de la reluciente compañía cayeron rendidos; Álveric, envalentonado por el ahínco de su espada, peleó con más ganas y pronto derrotó a uno más, de modo que sólo quedó uno de los miembros de la guardia, quien parecía estar envuelto por una magia más fuerte que aquella de la que gozaban sus camaradas caídos. Y así era, pues cuando el rey del País de los Elfos hechizó a la guardia por primera vez, fue ese soldado élfico a quien encantó primero, cuando el asombro de sus runas aún era novedad; así que ese soldado, su armadura y su espada todavía poseían parte de esa magia primigenia, más potente que cualquier encantamiento que pudiera haber inspirado luego la mente de su amo. No obstante, Álveric pronto sintió en el brazo y la espada que aquel soldado no tenía ninguna de las tres runas maestras de las que le había hablado la vieja bruja cuando forjó la espada en su colina, pues esas runas permanecían resguardadas por el silencio del propio rey del País de los Elfos para proteger su presencia. Para saber de su existencia, la bruja debió volar en escoba hasta el País de los Elfos y departir en privado y en secreto con el rey.

      La espada que había visitado la Tierra desde parajes muy remotos asestó golpes como descargas provenientes del cielo, y de la armadura salieron centellas verdes, y el choque entre espadas salpicó carmesí; y la espesa sangre élfica brotó lentamente de las gruesas hendiduras y se derramó por la coraza. Lirazel observó la escena con asombro y enamoramiento; y los combatientes llevaron la lucha hasta el bosque, donde les cayeron ramas que fueron víctimas de sus espadazos; y las runas de la espada que venía de tan lejos se regocijaron y rugieron contra el caballero élfico; hasta que, en la oscuridad del bosque, entre ramas cercenadas de árboles desencantados, con un golpe como de relámpago que parte por la mitad un roble, Álveric lo degolló.

      Tras aquel estruendo y el silencio que se hizo entonces, Lirazel corrió hacia él.

      —¡De prisa! Pues mi padre posee tres runas… —dijo, pero no se atrevía a hablar sobre ellas.

      —¿A dónde? —preguntó Álveric.

      A lo que ella contestó:

      —A los campos que conoces.

      IV

      ÁLVERIC VUELVE A LA TIERRA TRAS MUCHOS AÑOS

      LIRAZEL Y ÁLVERIC ATRAVESARON en sentido opuesto el bosque guardián; ella miró una última vez aquellas flores y jardines que sólo han visto los poetas en sus más distantes y profundas fantasías oníricas antes de instar a Álveric a huir, y fue él quien eligió el camino entre los árboles que había desencantado a su llegada.

      Pero ella no le permitiría retrasarse ni para elegir el camino, sino que lo instaba con desesperación a alejarse del palacio del que sólo se habla en canciones. Y los otros árboles empezaron a acecharlos, más allá de la opaca y burda franja que la espada de Álveric había abierto, y observaban con extrañeza a sus camaradas heridos, cuyas ramas flácidas pendían sin magia ni misterio alguno. Al ver a los árboles que venían hacia ellos, Lirazel alzó una mano y éstos frenaron y no se acercaron más; aun así, la princesa insistió en que se dieran prisa.

      Sabía que su padre subiría las escaleras de bronce de alguno de los capiteles plateados, sabía que no tardaría en asomarse por uno de los balcones elevados, y sabía también cuál de las runas entonaría. Escuchó el sonido de las pisadas ascendentes que resonaban en el bosque. Corrieron por la planicie a la que daba el bosque, en medio del eterno día azul de los elfos, y ella se asomó una y otra vez por encima del hombro y no dejó de exhortar a Álveric a seguir adelante.

      Las pisadas del rey del País de los Elfos retumbaban en el millar de escalones dorados, pero ella tenía la esperanza de llegar a tiempo a la frontera crepuscular, que de ese lado semejaba humo opaco; de pronto, cuando volteó por centésima vez hacia los balcones distantes de las torres refulgentes, vio que una puerta comenzaba a abrirse en lo más alto del palacio del que sólo se habla en canciones.

      —¡Ay! —le gritó a Álveric, pero en ese momento percibieron el aroma de las rosas silvestres, proveniente de los campos que conocemos.

      Álveric era tan joven que no sabía lo que era el cansancio… ni ella tampoco, puesto que era eterna. Él la tomó de la mano y siguieron adelante; el rey del País de los Elfos levantó su barba, pero, en el instante mismo en que empezó a entonar la runa que sólo habría de enunciar una vez, contra la cual es impotente todo lo que hay en los campos que conocemos, Álveric y Lirazel atravesaron la frontera crepuscular y la runa estremeció y aturdió aquellas tierras en las que Lirazel ya no caminaba.

      Tan pronto como Lirazel alzó la mirada hacia los campos que conocemos, que para ella eran tan desconocidos como alguna vez lo fueron para nosotros, su belleza la deslumbró. Se rio al ver los pajares y le fascinó su pintoresco encanto. Lirazel le habló a una alondra que trinaba, pero el ave no pareció entenderla; se volteó entonces hacia las otras maravillas de nuestros campos, pues todo le resultaba nuevo, y se olvidó de la alondra. Curiosamente ya no era temporada de campanillas, pero las dedaleras estaban en flor; y, aunque el espino se había marchitado, las rosas florecían. Álveric no entendía cómo funcionaba aquello.

      Era