tiempo de los campos que conocemos tuviera el poder de dañar la belleza que las infinitas eras del País de los Elfos jamás se habían atrevido a opacar. Y Álveric le dijo que el tiempo debía seguir su camino, como bien lo sabían los hombres; ¿qué caso tenía quejarse?
VI
LA RUNA DEL REY DEL PAÍS DE LOS ELFOS
EN EL ALTO BALCÓN de su reluciente torre, el rey del País de los Elfos se hallaba de pie. Había alzado el rostro para entonar la runa que impediría a su hija salir del País de los Elfos, pero en ese momento la vio atravesar la frontera lóbrega, la cual, de aquel lado, de cara al País de los Elfos, reluce con el crepúsculo, mientras que del otro lado, el que da hacia los campos que conocemos, es turbia, furiosa y opaca. Entonces bajó la mirada hasta que su barba se enroscó con la capa de armiño que llevaba encima de la túnica cerúlea, y permaneció de pie y en silencio, apesadumbrado, mientras el tiempo pasaba con la rapidez habitual en los campos que conocemos.
Y de pie ahí, azul y blanco frente la torre plateada, envejecido por el paso de tiempos de los que no sabemos nada, antes de imponer su calma eterna sobre el País de los Elfos, pensó en su hija envuelta en nuestros implacables años. Pues él, cuya sabiduría sobrepasaba los confines del País de los Elfos y alcanzaba nuestros campos escarpados, conocía bien la crueldad de las cosas materiales y la conmoción que causa el tiempo. Incluso estando ahí, parado en aquel balcón, sabía que los años que arremetían contra la belleza y las múltiples atrocidades que vejaban el espíritu ya se habían cernido sobre su hija. Y a él, al vivir más allá de la inquietud y la ruina del tiempo, los días que le restaban a ella ahora le parecían más escasos de lo que nos parecería a nosotros la frescura de una rosa en flor que ha sido cortada y llevada burdamente por las calles de una ciudad. Sabía que sobre ella pendía la maldición de todos los seres mortales. Pensó que moriría pronto, como debe ocurrirles a todos los seres mortales; la imaginó enterrada entre las rocas de una tierra que despreciaba al País de los Elfos y que no daba mayor importancia a sus mitos más preciados. Y, de no haber sido el rey de aquella tierra mágica cuya calma eterna provenía de su propia serenidad misteriosa, habría llorado al pensar en esa tumba en la tierra rocosa que aprisionaría por siempre algo tan hermoso. O quizá, pensó, trascendería hasta llegar a algún paraíso ajeno a su conocimiento, aquel cielo del que hablan los libros de los campos que conocemos, pues algo de eso había escuchado. La visualizó en una colina poseída por manzanos, bajo las flores de un abril eterno, en donde parpadeaban los pálidos halos dorados de quienes han maldecido al País de los Elfos. Gracias a su sabiduría mágica, vislumbró un indicio tenue de la gloria que sólo los bendecidos logran ver con claridad. Vio a su hija sobre aquellas colinas celestiales con ambos brazos extendidos, como sabía que lo haría, viendo hacia las cimas azul pálido de su hogar élfico, aunque ninguno de los bendecidos atendería su súplica. Y luego, aunque era el rey de toda aquella tierra, cuya calma permanente provenía de él, lloró, y el País de los Elfos se estremeció por completo. Se estremeció con la placidez con la que el agua tiembla aquí cuando de pronto algo proveniente de los campos toca la superficie.
Entonces, el rey dio media vuelta, abandonó el balcón y bajó a toda prisa la escalinata de bronce. A su paso resonaron las puertas de marfil al pie de la torre, y al cruzarlas llegó a la sala del trono de la que sólo se habla en canciones. Ahí sacó un pergamino de un arca y un cálamo de una fabulosa ala, y tras sumergirlo en una tinta que no era terrenal, escribió una runa en el pergamino. Luego alzó un par de dedos y conjuró un encantamiento menor para convocar a su guardia. Pero ningún guardia atendió.
He dicho que el tiempo no había pasado en absoluto en el País de los Elfos, pero la sucesión de acontecimientos es en sí misma una manifestación del tiempo, pues ningún suceso puede ocurrir sin que éste pase. Pero en el País de los Elfos el tiempo pasa así: en la belleza eterna que sueña en aquel aire afilado, nada se turba ni se desvanece ni muere; nada busca su felicidad en el movimiento ni en el cambio ni en algo nuevo, sino que su éxtasis radica en la contemplación perpetua de toda la belleza que ha existido y que siempre refulge sobre aquellos jardines encantados con la misma intensidad que cuando fue creada por medio de un encantamiento o una canción. No obstante, si las energías de la mente del hechicero se elevaban para enfrentar algo nuevo, entonces aquel poder que había cernido su calma sobre el País de los Elfos y contenido el tiempo alteraba la calma un momento y el tiempo trastornaba al País de los Elfos durante un instante. Si lanzas algo proveniente de una tierra desconocida a las profundidades de una laguna, donde enormes peces sueñan, donde el sargazo sueña, donde los colores densos sueñan y la luz duerme, el enorme pez se agita, los colores cambian y se alteran, el sargazo se estremece, la luz se despierta y una multiplicidad de cosas se enfrentan al lento movimiento y al cambio; pero al poco rato la laguna recobra la quietud. Lo mismo ocurrió cuando Álveric cruzó la frontera crepuscular y atravesó el bosque encantado, y el rey se turbó y se alteró, y todo el País de los Elfos se estremeció.
Cuando el rey vio que ningún guardia atendía su llamado,se asomó al bosque, que sabía alterado, y vio a través de la densa masa de árboles, que seguían temblando por la llegada de Álveric; vio a través de la profundidad del bosque y los muros plateados de su palacio, pues buscaba por medio de encantamientos, y descubrió que los cuatro caballeros de su guardia yacían heridos en el suelo con densa sangre élfica rezumando de las grietas de sus armaduras. Y pensó en la magia antigua con la que había conformado al más viejo, con una runa de inspiración flamante, antes de haber conquistado al tiempo. Atravesó el esplendor y el brillo de uno de sus portales relucientes, cruzó el jardín radiante y llegó hasta donde estaba el guardia caído, y notó que los árboles seguían atribulados.
—Aquí ha habido magia —dijo el rey del País de los Elfos.
Y aunque sólo tenía tres runas que podían lograr tal cosa, y aunque sólo podía enunciarlas una única vez, y una de ellas ya estaba escrita en pergamino para traer a su hija a casa, enunció la segunda de sus runas más mágicas sobre aquel caballero antiguo que su magia había creado hacía mucho. En el silencio posterior a las últimas palabras de la runa, las fisuras en la armadura que brillaba como la luna se cerraron de inmediato con un chasquido, la espesa sangre oscura se desvaneció y el caballero renacido se puso de pie. Al rey del País de los Elfos le quedaba una única runa, que era más poderosa que cualquier magia conocida.
Los otros tres caballeros yacían muertos; al no tener alma, su magia volvió de nuevo a la mente de su amo.
Volvió entonces al palacio, después de enviar al último de sus guardias a buscar un duende.
Los duendes de piel oscura y sesenta o noventa centímetros de estatura eran una tribu gnómica que habitaba en el País de los Elfos. Tan pronto inició la conmoción en el salón del trono del que sólo se habla en canciones, el duende, iluminado por el trono, se presentó erguido en sus sesenta centímetros de estatura ante su rey, y éste le entregó el pergamino con la runa escrita en él y dijo:
—Ve deprisa en aquella dirección y atraviesa el fin de nuestra tierra hasta que llegues a los campos que nadie conoce aquí, y encuentra a la princesa Lirazel, que está en las guaridas de los hombres, y entrégale esta runa para que la lea. Entonces todo estará bien.
Y el duende se fue deprisa.
Con pasos agigantados, no tardó en encontrarse frente a la extensa frontera crepuscular. Y entonces todo en el País de los Elfos se quedó quieto, y, en aquel espléndido trono del que sólo se habla en canciones, permaneció sentado y quieto el viejo rey, sufriendo en silencio.
VII
LA APARICIÓN DEL DUENDE
TAN PRONTO COMO EL DUENDE LLEGÓ a la frontera crepuscular, la cruzó con destreza; no obstante, se asomó con cautela a los campos que conocemos por temor a los perros. Tras escabullirse con sigilo lejos de aquellas densas