guaridas de los hombres —dijo el duende, y luego se sentó entre las hojas de pasto y las observó.
Al poco rato se acercó más y las observó de nuevo. No le agradaban la apariencia del humo ni la multitud de tejas; sin duda alguna, el olor era atroz. En el País de los Elfos se contaba cierta leyenda sobre la sabiduría de los hombres, pero cualquier respeto que aquella leyenda hubiera despertado en la mente de luz del duende se apagó en el instante en el que miró las abarrotadas casas. Y mientras las observaba, pasó por ahí una niña pequeña, de unos cuatro años, que iba por un sendero que atravesaba los campos de camino a su casa en Erl. Se miraron el uno al otro con los ojos muy abiertos.
—Hola —dijo la niña.
—Hola, hija de los hombres —contestó el duende. Ya no hablaba el idioma de los duendes sino el del País de los Elfos, aquella lengua grandiosa que debía usar cuando estaba frente al rey; y es que conocía el lenguaje del País de los Elfos, aunque nunca se usara en los hogares de los duendes, quienes preferían su propio idioma. En esos tiempos, aquella lengua también la hablaban los hombres, pues en ese entonces no había tantas y los elfos y la gente de Erl usaban la misma.
—¿Qué eres? —le preguntó la niña.
—Un duende del País de los Elfos —contestó el duende.
—Eso pensé —dijo la niña.
—¿A dónde vas, hija de hombre? —preguntó el duende.
—A las casas —respondió la niña.
—Pero no queremos ir ahí —dijo el duende.
—N-no —contestó la niña.
—Ven al País de los Elfos —dijo el duende.
La niña lo pensó un momento. Otros niños lo habían hecho, y los elfos siempre enviaban suplantadores en su lugar para que nadie los extrañara ni se enterara. Así que reflexionó un instante sobre las maravillas y la rebeldía del País de los Elfos, y luego sobre su propio hogar.
—N-no —contestó la niña.
—¿Por qué no? —dijo el duende.
—Mamá hizo rollos de mermelada esta mañana —dijo la niña. Y luego siguió su camino a casa con determinación. De no haber sido por la posibilidad de comer rollos de mermelada, se habría ido al País de los Elfos.
—¡Mermelada! —exclamó el duende con desprecio y pensó en las lagunas del País de los Elfos, las inmensas hojas de lirio que yacen lánguidas en sus solemnes superficies, los enormes lirios azules que se yerguen hacia la luz élfica, arriba de las profundidades de las verdes lagunas. ¡La niña había preferido la mermelada por encima de ellas!
Luego volvió a pensar en su deber, en el rollo de pergamino y la runa que había enviado el rey del País de los Elfos a su hija. Había sostenido el pergamino con la mano izquierda mientras corría y en la boca mientras daba piruetas sobre los ranúnculos. ¿Estaría la princesa ahí?, pensó. ¿O tendrían los hombres otras guaridas? Conforme se fue haciendo de noche, se fue aproximando más y más a los hogares, para poder escuchar sin ser visto.
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