Lord Dunsany

La hija del rey del País de los Elfos


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hallaba, entre chillidos de sorpresa y risas, que a Álveric le pareció encontrar cierta belleza insospechada en los ranúnculos y una gracia en las carretas que jamás había percibido antes. A cada momento, Lirazel clamaba con júbilo al descubrir algún tesoro terrenal cuya belleza Álveric nunca había notado. Y luego, al verla traer a nuestros campos una belleza más delicada que la de las rosas salvajes, se dio cuenta de que su corona de hielo se había derretido.

      Y fue así que Lirazel salió del palacio del que sólo se habla en canciones, más allá de los campos que no es menester describirles porque son los campos terrenales que conocemos y los tiempos cambian poco y durante periodos breves, y siguió a Álveric hasta su hogar aquella noche.

      Todo había cambiado en el castillo de Erl. En el umbral los recibió un guardián que Álveric conocía y que se sorprendió de verlos. En el vestíbulo y en la escalera se cruzaron con la servidumbre del castillo, que los miró con desconcierto. Álveric también los conocía, pero habían envejecido; entonces entendió que habían transcurrido diez años durante aquel día azul que pasó en el País de los Elfos.

      ¿Hay acaso alguien que no sepa que eso pasa en el País de los Elfos? Aun así, ¿quién no se habría sorprendido al presenciarlo, como le estaba ocurriendo a Álveric? Volteó a ver a Lirazel y le explicó que habían pasado diez o doce años. Pero fue como si un plebeyo que se hubiera casado con una princesa terrenal le hubiera dicho que había perdido seis peniques; el tiempo no tenía valor ni significado para Lirazel, a quien no le inquietó enterarse de la pérdida de una década. No imaginaba siquiera lo que el tiempo significa para nosotros.

      Le dijeron a Álveric que su padre había muerto hacía mucho, y alguien más le dijo que había muerto feliz, sin impacientarse, con la confianza de que Álveric cumpliría su cometido, pues el rey sabía un poco sobre cómo eran las cosas en el País de los Elfos y entendía que quienes viajan de un lado a otro de la frontera crepuscular tienen que poseer algo de esa calma onírica en la que yace el País de los Elfos.

      Aunque un poco tarde, llegó desde el valle el repiqueteo del herrero. Aquel herrero había sido el portavoz de quienes alguna vez se presentaron frente al señor de Erl en la larga habitación roja. Y todos esos hombres seguían vivos, pues, aunque el tiempo transcurría por el valle de Erl como transcurre por todos los campos que conocemos, transcurría despacio, no como en las ciudades.

      Después de eso, Álveric y Lirazel se dirigieron al santuario del sacerdote. Y, al encontrarlo, Álveric le pidió que los casara con ritos sacramentales. No obstante, cuando el sacerdote vio la belleza de Lirazel resplandecer entre los objetos ordinarios de su pequeño santuario, puesto que había decorado las paredes de su hogar con triques que en ocasiones adquiría en ferias, temió de inmediato que no proviniera de un linaje mortal. Por ende, cuando le preguntó de dónde venía y ella contestó alegremente que del País de los Elfos, el buen hombre se estrujó las manos y le explicó con toda franqueza que lo que habitaba en aquella tierra trascendía cualquier posible salvación. Pero ella sonrió, pues en el País de los Elfos siempre había sido feliz y ahora lo único que le importaba era Álveric. El sacerdote se enfrascó entonces en sus libros para descifrar qué debía hacerse.

      Durante largo rato leyó en un silencio que sólo su respiración rompía, mientras Álveric y Lirazel permanecían frente a él. Al fin encontró en su libro una especie de ceremonia para el matrimonio de una sirena que había abandonado el mar, aunque el buen libro no hablaba sobre el País de los Elfos. Pero dijo que con eso bastaría, pues las sirenas, al igual que los elfos, también trascendían la salvación. Así que mandó traer su campana y los cirios necesarios, y luego, mirando a Lirazel, la instó a renegar de su origen y a renunciar con solemnidad a todo lo relativo al País de los Elfos, mientras leía despacio las palabras que debían usarse para tan inusual unión.

      —Buen sacerdote —advirtió Lirazel—, nada de lo dicho en estos campos puede atravesar la barrera del País de los Elfos. Y es bueno que sea así, pues mi padre tiene tres runas que harían estallar este libro en respuesta a uno de sus encantos si alguna palabra atravesara la frontera crepuscular. No enunciaré ningún hechizo contra mi padre.

      —Pero no puedo casar a un hombre en ceremonia sacramental —contestó el sacerdote— con una testaruda que trasciende la salvación.

      Entonces Álveric le imploró y ella repitió las palabras del libro.

      —Aunque mi padre podría hacer estallar este hechizo con tan sólo evocar una de sus runas —añadió.

      Incluso así, al llegar la campana y los cirios, el buen hombre los enlazó en su humilde hogar con los ritos adecuados para las nupcias de una sirena que había abandonado el mar.

      V

      LA SABIDURÍA DEL PARLAMENTO DE ERL

      EN AQUELLOS DÍAS NUPCIALES, los hombres de Erl visitaban el castillo con frecuencia llevando consigo regalos y felicitaciones; mientras tanto, por las noches conversaban en sus hogares sobre las cosas buenas que anhelaban para el valle de Erl como desenlace de la sabia decisión de haber hablado con el viejo rey en su larga habitación roja.

      Estaban Narl, el herrero, quien había sido el líder; Guhic, un campesino de los prados de tréboles cercanos a Erl, a quien se le ocurrió la idea tras discutirla con su esposa; Nehic, conductor de carretas jaladas por caballos; cuatro vendedores de bueyes; Oth, un cazador de venados, y Vlel, el labrador en jefe. Todos ellos y tres hombres más se habían presentado ante el rey de Erl y le habían pedido que enviara a Álveric a aquella peregrinación. Y ahora conversaban sobre todo lo bueno que de ello saldría. Anhelaban que el valle de Erl fuera conocido entre los hombres, pues hasta entonces lo sentían como un desierto. Habían buscado en historias y leído libros sobre las praderas, pero rara vez encontraban mención alguna del valle que tanto amaban. Por lo tanto, un día Guhic alzó la voz y dijo:

      —Hagamos que en el futuro nuestra gente sea gobernada por un rey mágico, quien volverá famoso el nombre de nuestro valle. Así no habrá nadie que no haya oído hablar del valle de Erl.

      Y todos se regocijaron y formaron un parlamento; y los doce hombres se presentaron frente al rey de Erl. Y ocurrió lo que ya les he contado.

      Así que ahora departían con vasos de aguamiel sobre el futuro de Erl, su lugar entre los otros valles y la reputación que debía tener en el mundo. Solían reunirse en la enorme herrería de Narl, a donde Threl siempre llegaba tarde luego de trabajar en el bosque y donde todos bebían la aguamiel que Narl llevaba de un cuarto al fondo, hecha de la espesa y dulce miel de los tréboles. Después de estar un rato sentados en la cálida habitación, conversando acerca de la cotidianidad del valle y las tierras altas, los hombres enfocaban su atención en el futuro, como si miraran la gloria de Erl a través de una bruma dorada. Uno alababa a los bueyes, otro a los caballos, uno más la tierra fértil, y todos anhelaban el futuro en que las otras tierras reconocieran la superioridad del valle de Erl por encima de los otros valles.

      Y el tiempo, que trajo consigo esas noches, se las llevó a su paso tanto por el valle de Erl como por los campos que conocemos, y entonces llegaron de nuevo la primavera y la temporada de campanillas. Y un día, cuando las anémonas silvestres estaban en todo su esplendor, se anunció que Álveric y Lirazel habían tenido un hijo.

      Entonces, a la noche siguiente, toda la gente de Erl encendió una fogata en la colina y bailó a su alrededor, bebiendo aguamiel y regocijándose. Habían pasado el día entero arrastrando leños para la fogata desde un bosque cercano, y el resplandor de la hoguera se alcanzó a ver en otras tierras. Sólo en las montañas azules del País de los Elfos no se apreciaba su brillo, pues nada ahí se ve afectado por lo que ocurre de este lado.

      Y cuando descansaban de bailar en torno a las fogatas, se sentaban en el suelo a vaticinar sobre el futuro de Erl, cuando fuera gobernado por aquel hijo de Álveric, quien habría heredado la magia de su madre. Algunos afirmaron que los llevaría a la guerra, mientras que otros dijeron que favorecería la labranza, pero todos auguraron un mejor precio para sus