Alberto Vazquez-Figueroa

Saud el Leopardo


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que otro lejano oasis que los jinetes evitaban, continuando inmutables bajo el ardiente sol, siempre con su estandarte al frente, como si tan solo persiguiesen un objetivo muy concreto.

      Y ese objetivo se presentó al fin en forma de una larga caravana de mulas que avanzaba cansinamente por la llanura, conducida por medio centenar de soldados fatigados y sudorosos, uno de los cuales portaba sin excesivo entusiasmo la bandera turca de la media luna y la estrella sobre fondo rojo.

      Como un violento y destructivo simún, profiriendo aullidos y levantando nubes de polvo, los jinetes se abatieron sobre los sorprendidos muleros, que de inmediato se aprestaron a la defensa obedeciendo las órdenes de un desconcertado capitán que les gritaba a voz en cuello que formaran un círculo con sus animales y dispararan sus armas.

      Algunos beduinos cayeron heridos, y varios camellos rodaron por la arena lanzando berridos de dolor al tiempo que las mulas escapaban despavoridas arrojando al suelo su carga.

      La batalla se generalizó, los soldados, mejor armados y con más abundancia de munición, parecieron inclinar por un momento la balanza a su favor, pero Ibn Saud cargó, alfanje en mano, seguido casi a la cola de su caballo por los decididos Omar y Jiluy. Rompieron las filas enemigas, sembraron el desconcierto, y apoyados al poco por el resto de los guerreros lograron que los turcos depusieran las armas.

      Los jinetes del desierto rodearon a los vencidos, que parecían temer las represalias y, sobre todo, parecían temer el afilado acero del alfanje de Ali, un negro gigantesco que había saltado rápidamente a tierra, y que se paseaba entre ellos con el arma firmemente empuñada dispuesto a cercenar cabezas.

      Al fin, el hercúleo verdugo se detuvo ante el oficial turco, que había resultado herido en un brazo, y alzó los ojos hacia Ibn Saud aguardando, con una simple mirada, su autorización para decapitarle.

      Su líder se lo denegó con un imperativo gesto:

      –Solo son soldados que han luchado como era su deber. Si no lo hubieran hecho merecerían ser ejecutados, pero al demostrar su valor merecen que los dejemos en libertad.

      Los turcos no daban crédito a lo que oían, y algunos se hincaron de rodillas tratando de besarle las sandalias en cuanto hubo descendido de su caballo, pero el saudita los rechazó sin aceptar su agradecimiento, limitándose a dirigirse al oficial herido con el fin de señalar:

      –Regresa a Estambul y cuéntale al califa que el príncipe Abdul-Aziz Ibn Saud ha vuelto con intención de reconquistar el reino de su padre. Adviértele que no debe continuar ayudando a mis eternos enemigos, los rashiditas, ni interponerse en mi camino, porque no descansaré hasta ver de nuevo la casa de Saud en el trono de mis antepasados. Si quiere vivir tranquilo que se olvide de Arabia.

      El agotado capitán le observó entre incrédulo y asombrado al tiempo que su vista recorría, uno por uno, los rostros de la minúscula tropa de beduinos, algunos heridos y todos pésimamente armados con viejos fusiles, espingardas casi prehistóricas, alfanjes y lanzas.

      –¿Y con este miserable ejército piensas enfrentarte al Imperio otomano? –acertó a murmurar apenas.

      –Con él, y con la ayuda de Alá –fue la seca respuesta. El oficial pareció ganar confianza ante la aparente seguridad de que no le iban a cortar la cabeza, por lo que poco a poco se irguió sin dejar de sujetarse el brazo herido.

      –Lo que es valor no te falta –admitió en un tono de auténtica sinceridad–. Pero vas a necesitar algo más que valor y la ayuda de Alá a la hora de emprender tan loca empresa. Por cada uno de tus seguidores, el califa cuenta con dos millones de hombres.

      –Pero por cada uno de esos millones de hombres yo cuento con mil millones de granos de arena, y puedes estar seguro de que ningún Ejército turco sabrá vencer a un ejército de arena.

      Los fabulosos cuentos de Las mil y una noches parecían haberse convertido en realidad visto que el palacio que se alzaba en el centro de la ciudad-fortaleza de Hail no desmerecería cuanto se aseguraba en las leyendas. De igual modo la fiesta que se estaba celebrando en el salón principal era digna de aquellas viejas historias que relatara tantos siglos atrás la princesa Sherezade al sultán Aarohum Al-Rashid, aunque en esta ocasión no se trataba de cientos, sino tan solo de un par de docenas de asistentes a la danza del vientre que interpretaba una hermosa bailarina de cabellos muy negros y provocativos ojos verdes. Todo era lujo, abundancia y casi inútil derroche de riquezas, y la más espectacular muestra de ese lujo y ese derroche la constituía sin lugar a dudas el jaique de seda negra recamado en oro y perlas del todopoderoso emir Mohamed Ibn Rashid, quien apenas superaba los cuarenta años de edad, pero al que una disoluta vida de relajamiento y placeres sin freno había envejecido en demasía pese a que aún no resultaba difícil adivinar que en otros tiempos debió de ser un hombre extraordinariamente fuerte, ágil, e incluso atractivo.

      Astucia y crueldad constituían, no obstante, los rasgos sobresalientes de quien se había auto-proclamado años atrás rey del Nedjed, un hábil e intrigante político que había sabido ganarse, a base de aparente sumisión y abundante falacia, la amistad de unos invasores otomanos a los que en realidad despreciaba.

      Pese a tal desprecio, uno de los más brillantes e inteligentes generales del Ejército turco se sentaba en aquellos momentos a su lado, compartiendo las delicias de su mesa y la belleza de las semidesnudas esclavas.

      La fiesta continuó hasta el momento en que la bailarina de los ojos verdes desapareció tras una cortina, lo que aprovechó el elegante general para comentar, como si no le diera mayor importancia al hecho:

      –Una cuadrilla de rebeldes beduinos, que por lo visto no respetan en absoluto tu autoridad, atacó hace tres días una de mis caravanas de aprovisionamiento.

      –Lo sé –fue la agria respuesta del dueño del palacio–. Las noticias corren con demasiada velocidad por el desierto. Sobre todo las malas.

      –¿Corrió también la noticia de que los mandaba Abdul-Aziz Ibn Saud? –insistió el otomano.

      –No, eso no lo sabía –admitió el emir visiblemente molesto.

      –Pues por lo visto el joven príncipe ha decidido abandonar su destierro en Kuwait en un intento de recuperar el trono que le arrebataste –recalcó el militar con marcada intención, al tiempo que observaba de reojo y casi burlonamente a su interlocutor.

      El rostro de Mohamed Ibn Rashid denotó un evidente disgusto, lo que cabía atribuir tanto al hecho de que hubiera ignorado la identidad del atacante, como a que en verdad le inquietara y, mucho, la nefasta noticia de que se trataba de un miembro de la aborrecida estirpe a la que había traicionado once años atrás.

      –¿El joven Abdul-Aziz? –inquirió intentando aparentar una indiferencia que no sentía–. Creo recordar que, cuando su padre escapó de Riad, Ibn Saud tendría casi diez años, por lo que ahora debe de tener...

      –Veintiuno –fue la seca y segura respuesta–. Pero los que le conocen aseguran que se ha convertido en una especie de gigante de dos metros de altura y un gran guerrero que ha jurado no descansar hasta clavar tu cabeza en una pica y expulsarnos a los turcos de Arabia.

      –¡El muy cretino no escarmienta! –masculló el emir entre dientes–. Ya lo intentó hace dos años, pero le obligué a regresar con el rabo entre las piernas a esconderse bajo la cama del emir de Kuwait. Y sabes muy bien que si no hubiera sido porque intervino la Armada inglesa habría acabado con ambos y en estos momentos yo ocuparía el trono de ese cretino de Mubarrak.

      –Por aquel entonces Ibn Saud se encontraba prácticamente solo, pero por lo que he conseguido averiguar ahora le siguen treinta hombres –le advirtió el otomano. Mohamed Ibn Rashid no pudo evitar una sonrisa de desprecio mientras hacía como que prestaba toda su atención a una nueva bailarina que acababa