–se escandalizó Jiluy como si hubiera mencionado al propio demonio–. No pareces turca.
–No he dicho turca, mi señor; he dicho turkana –le contradijo ciertamente molesta la negra–. Mi tribu habita a orillas de un gran lago salado, el Turkana, al otro lado del Mar Rojo, en el interior de África. Y te aseguro que aquel desierto de piedras es mil veces más árido que este.
–Nunca he estado en África ni he oído hablar de ese lago o ese desierto, que dudo pueda ser más árido que este, pero me alegra que no seas turca –intervino de nuevo Abdul-Aziz Ibn Saud–. Aborrecemos a los turcos.
»¿Pero cómo es que te encuentras tan lejos de tu casa?
–Los traficantes de esclavos somalíes me raptaron de niña, me trajeron aquí y me vendieron a Malik, que por fortuna es un buen amo que nunca ha abusado de mí ni me ha maltratado.
–¡Lógico si le has traído tanta suerte! ¡De acuerdo! De ahora en adelante eres libre y adviértele al bueno de Malik que ha sido el mismísimo Abdul-Aziz Ibn Saud, primogénito de la casa de Saud, quien te ha regalado esa moneda y le ordena que te deje de inmediato en libertad o volveré y le rebanaré el pescuezo.
La muchacha intentó arrodillarse a besarle las sandalias, pero Ibn Saud se lo impidió con un gesto, obligándola a alzarse.
–¡No lo hagas! –le reconvino–. ¡Nunca vuelvas a hacer eso y empieza a comportarte como una mujer libre!
–¿Y cómo se comporta una mujer libre? –fue la inocente pregunta–. Primero mis padres y luego Malik me dijeron siempre lo que tenía que hacer. Creo, señor, que no sabré ser libre.
–Pues tendrás que aprender por ti misma, porque con frecuencia tomar las propias decisiones resulta mucho más difícil que permitir que otros las tomen por ti. –Hizo un gesto con la mano como pretendiendo indicar que se alejara al añadir–: Ve a donde quieras y busca por ti misma tu camino, pero procura que se encuentre lo más cerca posible de los caminos señalados por Alá.
La negra le miró fijamente a los ojos y se diría que su rostro comenzaba a transformarse; incluso su voz sonó distinta al señalar:
–Tú serás grande, mi señor. Como ya te he dicho, las mujeres turkanas sabemos cómo encontrar agua dondequiera que se esconda, y desde que llegué a esta tierra presiento que bajo mis pies hay algo, tal vez enormes manantiales, tal vez otra cosa diferente que no acierto a saber, pero que hará de ti un hombre poderoso entre los poderosos.
Todos los presentes permanecieron unos instantes un tanto desconcertados por unas palabras que habían sido pronunciadas con absoluto convencimiento.
Al fin, fue el propio Ibn Saud quien se decidió a hablar mientras se disponía a montar de nuevo en su caballo, y lo hizo tratando de tomárselo a broma.
–Me parece que lo que tienes no es baraka, muchacha, sino la cabeza llena de grillos, y aunque me divierte e interesa tu charla, casi mil hombres nos vienen pisando los talones y ha llegado la hora de poner tierra de por medio.
–Y por lo que veo estáis huyendo hacia Rub-al-Khali... –La turkana se inclinó y de la bolsa de cuero que se encontraba junto al viejo fusil extrajo un collar de conchas marinas que colocó en la palma de la mano de Ibn Saud–: ¡Toma! –dijo–. Te será muy útil en ese infierno.
–¿Qué es esto? –inquirió él, visiblemente molesto por el extraño obsequio–. ¿Magia de tu tribu? ¿Un amuleto? No puedo aceptarlo porque Alá siempre ha sido y siempre será mi único amuleto.
La hermosa negra negó con la cabeza, al tiempo que una leve sonrisa afloraba a sus labios.
–¡No! –replicó–. No se trata ni de magia ni de amuletos; no es más que un simple objeto que los miembros de mi tribu siempre llevamos con nosotros. Si en verdad te ves obligado a adentrarte en «La Media Luna Vacía» cuélgatelo del cuello y nunca te desprendas de él porque te salvará la vida.
–¿Cómo?
–Bastará con que lo dejes toda la noche al relente y justo antes del amanecer el hueco de cada concha aparecerá repleto de agua del rocío. Será suficiente como para llenar un pequeño cazo, y un auténtico hombre del desierto como tú es capaz de sobrevivir con eso.
Abdul-Aziz Ibn Saud, primogénito de una antigua estirpe de reyes, que había tenido a lo largo de su joven vida infinidad de cultos y sabios tutores, frunció el ceño, clavó con fuerza la mirada en los inmensos ojos de la turkana, que se la sostuvo entre divertida y desafiante, y comenzó a asentir apenas como si una vaga idea se estuviera abriendo paso a través de su mente.
–Tienes razón... –musitó al fin–, mucha razón. El agua del rocío llenará estas conchas. Me gustaría saber más cosas sobre las costumbres de tu pueblo porque tengo la impresión de que se puede aprender mucho de ellas, pero por desgracia este no es buen momento. ¡Nos vamos!
Con increíble agilidad trepó a su montura y partió al galope seguido por sus hombres.
La escultural esclava permaneció muy quieta observando absorta la nube de polvo que se perdía de vista en la distancia, y al poco volvió a la tarea de extraer agua del pozo mientras murmuraba por lo bajo:
–Será grande entre los grandes. Estoy segura, aunque no esté tan segura de que lo que en realidad hay debajo sea agua.
Rub-al-Khali, La Media Luna Vacía o Tierra Muerta, ofrecía, como su propio nombre indica, el más terrible y desolador de los aspectos.
En realidad no era más que una inmensa depresión de arena en forma de gigantesca media luna, la más caliente, seca y despiadada de las regiones del planeta, un desierto del tamaño de Francia, inmerso dentro de aquel otro enorme desierto que constituía la práctica totalidad de la península arábiga; un lugar en el que nadie se sentía capaz de adentrarse y que ningún ser humano había atravesado en su totalidad.
Sería necesario que transcurrieran aún más de treinta años antes de que el primer explorador estuviera en condiciones de atestiguar, sin otro documento válido que su propia vida, que había sido capaz de llegar en línea recta desde el Mar Rojo al Golfo Pérsico cruzando el ignoto corazón de Rub-al-Khali.
En el lenguaje de los beduinos africanos la palabra «Sahara» significa «Tierra que solo sirve para cruzarla». Sin embargo aquel gigantesco espacio de mil quinientos kilómetros de largo por ochocientos de ancho, que se extendía desde el Yemen al Golfo de Omán, territorio sin agua, vegetación, oasis, ni sombra de vida de ningún tipo, ni tan siquiera servía para cruzarlo.
Con cincuenta grados de temperatura al mediodía, noches heladas y constantes tormentas de arena, había sido, desde el comienzo de la historia, la «Tierra de la que nadie volvía nunca».
Y allí, al borde de Rub-al-Khali, se encontraba clavada ahora la verde bandera de las espadas, rodeada por medio centenar de jinetes que contemplaban, con mal disimulado horror, el terrible panorama que se abría ante ellos.
Ibn Saud aparecía con la mirada perdida en el desolado paisaje viéndose a sí mismo niño de no más de diez años, vagando con la piel y los labios cuarteados por la sed, los ojos casi ciegos y el paso vacilante, contemplando sin ver la figura de su padre, el depuesto emir Abdul Rahman, su madre y sus hermanos, que deambulaban como sombras perdidas y aplastadas por un sol de plomo que amenazaba con derretirlos.
Una de sus hermanas caía de bruces y el niño Ibn Saud se precipitaba hacia ella en un vano intento por ayudarla, mientras que el resto de la familia acudía tambaleándose y como entre sueños.
Se diría que los ojos del hombre curtido por mil avatares, y por lo general impasible, brillaban ahora con una extraña pena –tal vez una lágrima rebelde– ante la evocación de tan amargos recuerdos.
Al poco pareció volver a la realidad y, extendiendo el brazo con el fin de señalar el horizonte, su voz resonó más firme y bronca que nunca al dirigirse al abatido grupo de jinetes que le observaban en respetuoso silencio:
–¡Vedla!