Alberto Vazquez-Figueroa

Saud el Leopardo


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vencidos o internarnos en ese infierno y esperar un momento más propicio.

      Uno de los hombres que parecían comandar a los recién llegados de los jaiques a rayas, un beduino de piel muy oscura y cara de águila, protestó de inmediato:

      –Rub-al-Khali siempre ha sido, en efecto, la muerte segura, príncipe; nadie puede sobrevivir una semana ahí dentro, y tú lo sabes.

      –Yo estuve de niño, sobreviví casi un mes y por eso os digo: no garantizo ni botín ni victorias, tan solo calor, hambre, sed y privaciones. Seguiré adelante, pero no puedo forzaros a imitarme: quienes prefieran volver a casa, que se vayan.

      Los beduinos se consultaron con la mirada y algunos contemplaron una vez más la tierra que les espantaba. Grande era sin duda el amor que sentían por su príncipe y grande su deseo de seguirle, pero mayor era el temor que les infundía Rub-al-Khali.

      Ibn Saud había sido sincero y les constaba, porque no existía posibilidad alguna de victoria, no quedaba esperanza de gloria, botín, justicia, venganza, ni nada de cuanto impulsaba a un beduino a embarcarse en una lucha armada, y ello les obligaba a desistir, por lo que bruscamente una voz anónima gritó:

      –¡Volvamos!

      Más de la mitad de los jinetes obligaron a dar media vuelta a sus monturas y se alejaron al galope por donde habían venido.

      Observando con amargura y tristeza a los que desertaban quedaron Mohamed, su primo Jiluy, Omar, Ali, Turki y poco menos de una treintena de los más fieles, la mayoría de aquellos que formaron parte del primer ataque a los turcos.

      Al poco, Ibn Saud saltó a tierra y cuando los demás le imitaron extrajo su alfanje, pareció presentarlo como ofrenda entre las dos manos y enfatizó:

      –Al igual que el Profeta les pidió a sus hombres en Akaba en sus peores momentos, yo os pido ahora que juréis sobre esta espada que me seréis fieles, pase lo que pase.

      Jiluy fue el primero en arrodillarse y extender la mano sobre la reluciente hoja al tiempo que exclamaba:

      –Juro, mi señor, que te seguiré hasta la muerte con la ayuda de Alá, sea cual sea el sacrificio que me pidas.

      Le imitaron en segundo y tercer lugar Mohamed y Omar, y luego, uno por uno, todos los presentes se postraron a cumplir con el rito que les uniría a su príncipe hasta el fin de los días.

      El halcón perseguía con saña a la asustada paloma que intentaba desesperadamente escapar a la muerte, pero el ave de presa, más rápida y más fuerte, se abatió al poco sobre ella y de un solo golpe la obligó a precipitarse al suelo con un aleteo agónico, estrellándola contra una pequeña acacia espinosa en la que quedó clavada.

      Luego, fiel, sumiso y perfectamente adiestrado, voló victorioso hasta el brazo de su amo, Mohamed Ibn Rashid, que le acarició satisfecho mientras sonreía a su numerosa corte de aduladores.

      –Saeta ha demostrado una vez más ser el mejor halcón de Arabia –señaló, seguro de lo que decía–. Y todos sabemos que ser el mejor halcón de Arabia significa ser el mejor del mundo.

      Se interrumpió al advertir que un hombre cubierto de polvo y armado hasta los dientes aparecía tras la mayor de las tiendas de campaña, montando un caballo sudoroso, por lo que aguardó con mal fingida indiferencia a que se pusiera a su altura.

      –¡Y bien, Ajlam! –quiso saber–, ¿dónde está la cabeza del cachorro de los sauditas, al que Saitan el Apedreado confunda?

      El llamado Ajlam, un beduino fuerte como un toro y de mirada fiera, saltó a tierra, se inclinó respetuosamente y respondió con la cabeza gacha:

      –Le perseguí, señor, como ordenaste. Le empujé hasta Rub-al-Khali, en cuyos límites casi la mitad de sus hombres desertaron, pero él y su pequeño grupo se adentraron en aquel infierno. Dejé allí a medio millar de ajmans y xanmars, y vine yo mismo a traerte la noticia: dos semanas largas hace ya que se perdieron de vista en el arenal y aún no han salido. ¡Dales por muertos!

      No cabía duda de que la noticia satisfacía sobremanera tanto a Mohamed Ibn Rashid como a su corte, por lo que quien se había autoproclamado injustamente rey del Nedjed hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

      –¡Buen servicio, mi querido Ajlam! ¡Muy buen servicio! En recompensa te nombro gobernador de sus territorios y señor de la fortaleza de Riad. ¡Y que el sol blanquee los huesos del último de esa maldita casta!

      El desierto es su cuna

      y la noche es su hermana,

      se alimenta del aire

      y una duna es su cama.

      El sol no le castiga

      y el viento no le abrasa,

      pues saben que es Saud

      quien ha vuelto a su casa.

      El inclemente y cruel sol de Rub-al-Khali blanqueaba los huesos de un camello y no muy lejos otro pataleaba con los últimos estertores de la agonía mientras las aves de rapiña sobrevolaban en círculos, atentas a la muerte que sabían que iba a llegar de un momento a otro.

      El corazón de La Media Luna Vacía no se parecía en verdad a ningún otro desierto del planeta, pues no había nada en él y era como una inmensa playa de onduladas dunas de baja altura. Un amarillo mar infinito, sin una roca, un matojo y ni siquiera una montaña de piedra o arena capaz de proporcionar una mínima esperanza de sombra.

      Nada.

      Y en el centro de esa nada se podía distinguir a un triste puñado de hombres apenas protegidos por minúsculos toldos que habían alzado con ayuda de jaiques, mantas, fusiles y lanzas

      Se morían de sed.

      No se movían, no hablaban y se diría que casi ni siquiera respiraban, como si sus resecas bocas fuesen incapaces de emitir un sonido o tuvieran miedo de consumir sus escasas y casi inexistentes fuerzas.

      Cada noche desenvainaban sus alfanjes, sus gumías y sus lanzas extendiéndolas sobre un paño y cada amanecer lamían las gotas de rocío que se habían fijado sobre las hojas, lo que constituía el único líquido que consumirían a lo largo de la jornada.

      Abdul-Aziz Ibn Saud había aprendido el truco de muy niño, cuando en su huida de las huestes de Ibn Rashid su familia había sido acogida por los murras, una tribu de seres de apariencia infrahumana que habitaban en los bordes de la Tierra Muerta, adonde les habían ido empujando a través de los siglos tribus mucho más poderosas que les habían arrebatado poco a poco los pozos y las escasas zonas de cultivo.

      Los murras podrían ser considerados una reliquia del pasado surgida directamente de la prehistoria, llegados tal vez del corazón del continente negro a través del estrecho de Bab-el-Mandeb, y que al enfrentarse a la inmensidad del desierto arábigo y sus belicosos pobladores se fueron debilitando y degenerando hasta convertirse en un mísero grupúsculo que huía de cualquier tipo de contacto con los de su especie.

      Sucios hasta lo inconcebible puesto que a lo largo de sus vidas nunca habían dispuesto del agua suficiente ni tan siquiera para lavarse una mano, las tribus «vecinas», que por lo general montaban sus campamentos a más de cien kilómetros de distancia, les consideraban «intocables», persiguiéndolos como a auténticas alimañas en cuanto los distinguían en la distancia.

      Sobrevivían a base de lagartos que asaban sobre piedras recalentadas por el violento sol del mediodía, ratones del desierto, gusanos, insectos y toda clase de matojos, alimentos que habrían enviado a la tumba a cualquier otro ser humano, mientras que, de tanto en tanto, se lanzaban a la aventura de recorrer cientos de kilómetros con el fin de robarle un cordero a un