Fiódor Dostoyevski

Crimen y castigo


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plato cubierto con una servilleta la familia llevaba el pastel de los fallecidos, sobre el que, formada con pasas, había una cruz. Raskolnikof amaba esta iglesia, sus antiguas imágenes desprovistas de ornamentos, y también a su anciano sacerdote de temblorosa cabeza. Próxima a la lápida de su abuela había un pequeño sepulcro, el de su hermano menor, fallecido a los seis meses y al que no podía recordar, ya que no lo conoció. Porque se lo habían dicho era que sabía que había tenido un hermano. Y cada vez que visitaba el cementerio, se santiguaba piadosamente ante el pequeño sepulcro, se inclinaba respetuosamente y lo besaba.

      He aquí el sueño.

      Camina con su padre por el sendero que lleva al camposanto. Pasan por delante de la cantina. Dirige una mirada de terror al local sin soltar la mano de su padre. Mira una aglomeración de burguesas engalanadas, campesinas con sus esposos y todo tipo de personas del pueblo. Todos están borrachos; todos entonan melodías. Frente a la puerta hay un vehículo muy extraño, una de esas inmensas carretas de las que habitualmente tiran robustos corceles y que se usan para el traslado de barriles de vino y todo tipo de mercancías. Raskolnikof se extasiaba mirando estos bellos caballos de recias patas y largas crines, que, con paso cauteloso y natural y sin cansancio alguno, arrastraban auténticas montañas de carga. Incluso se diría que andaban con más facilidad enganchados a estos inmensos vehículos que libres.

      No obstante —cosa rara—, entre sus varas la pesada carreta tiene un jamelgo de una delgadez deplorable, uno de esos caballos de aldeano que él ha mirado en muchas ocasiones arrastrando enormes carretadas de madera o de heno y que los mujiks desloman a golpes, llegando incluso a golpearlos en los ojos y en la boca cuando los desdichados animales se esfuerzan inútilmente por sacar el vehículo de un aprieto. Era un niño y este espectáculo llenaba sus ojos de lágrimas cuando lo presenciaba desde la ventana de su casa, de la que su madre se apresuraba a alejarlo.

      De repente se escucha gran algarabía en la cantina, de donde se ve salir, entre gritos y cantos, un grupo de voluminosos mujiks borrachos, vistiendo camisas azules y rojas, llevando la balalaika en la mano y la casaca colgada de forma descuidada en el hombro.

      —¡Suban, suban todos! —grita un hombre a un joven de cuello grueso, rostro regordete y piel de un rojo de zanahoria—. Los llevaré a todos. ¡Suban!

      Estas palabras producen risas e insultos.

      —¿Crees que ese esmirriado rocín podrá con nosotros?

      —Mikolka, ¿perdiste la cabeza? ¡Enganchar un animalillo así a semejante vehículo!

      —Amigos, ¿no les parece que ese caballejo tiene por lo menos veinte años?

      —¡Suban! ¡Los llevaré a todos! —gritó Mikolka nuevamente.

      Y es quien sube a la carreta primero. Toma las riendas e instala en el asiento su enorme cuerpo.

      —El caballo bayo —dice en voz alta—, Mathiev se lo llevó hace poco, y para mí esta bestia es una auténtica pesadilla. Les juro que me gusta pegarle. El pienso que come no se lo gana. ¡Vamos, suban! Haré que galope, les aseguro que haré que galope.

      Sujeta el látigo y con evidente placer, se prepara a azotar al pobre animalito.

      —Ya lo escuchan: dice que harán que galope. ¡Arriba, ánimo! —dijo una voz burlona entre la muchedumbre.

      —¿Qué dice? ¿Galopar? Este animal no ha galopado por lo menos hace diez meses.

      —Por lo menos los llevará a buena marcha.

      —¡Amigos, no lo compadezcan! ¡Tomen cada uno un látigo! ¡Eso, esta calamidad lo que necesita son muchos y buenos latigazos!

      Entre bromas y risas, todos suben a la carreta de Mikolka. Ya se encuentran seis arriba y aun queda espacio libre. Debido a eso, hacen subir a una campesina de rostro rojizo, con muchas cuentas de colores en el tocado y con muchos bordados en el vestido. Entre risas burlonas, parte y come avellanas incesantemente.

      La multitud que está alrededor de la carreta también ríe. Y, realmente, ¿cómo no reírse ante la sola idea de que tan esquelético caballo pueda llevar semejante carga al galope? Para ayudar a Mikolka, dos de los muchachos que están en la carreta toman los látigos. Se escucha el grito de ¡arre! Y, con todas sus fuerzas, el caballo tira. Pero no solamente no logra galopar, sino que apenas puede andar al paso. Gime, patalea, encorva el lomo bajo la lluvia de latigazos. En la carreta y entre la muchedumbre que la ve marchar se redoblan las risas. Mikolka se enoja y se ensaña con el pobre caballo, empeñado en verlo galopar.

      —¡Hermanos, permítanme subir también a mí! —grita un muchacho, seducido por el feliz espectáculo.

      —¡Sube! ¡Suban! —grita Mikolka—. ¡Nos llevará a todos! A fuerza de golpes yo lo forzaré... ¡Latigazos! ¡Muchos latigazos!

      La furia lo ciega hasta el punto de que ya ni siquiera sabe con qué golpearlo para dañarlo más.

      —Papá, papaíto —dice Rodia—. ¿Por qué están haciendo eso? ¿Por qué torturan a ese desdichado caballito?

      —Vámonos, vámonos —contesta el padre—. Están ebrios... De esa manera se entretienen, los muy estúpidos... Marchémonos..., no mires...

      Y trata de llevárselo. Pero el pequeño se suelta de su mano y corre hacia la carreta, fuera de sí. El infeliz caballito ya está extenuado. Se para, jadea; después comienza a tirar de nuevo... Ya está a punto de desfallecer.

      —¡Péguenle hasta matarlo! —ruge Mikolka—. ¡Precisamente eso es lo que tenemos que hacer! ¡Yo los ayudo!

      —¡Eres un demonio, tú no eres cristiano! —grita un anciano entre la muchedumbre.

      Y otra voz agrega:

      —¿Acaso dónde se ha visto enganchar a un pequeño animal así a una carreta como esa?

      —¡Lo vas a asesinar! —grita un tercero.

      —¡Váyanse al demonio! Este animal es mío y con él puedo hacer lo que quiera. ¡Suban, suban todos! ¡Lo haré galopar!

      De repente, la voz de Mikolka es ahogada por un coro de carcajadas. Aunque casi muerto por la lluvia de golpes, el caballo perdió la paciencia y comenzó a cocear. Hasta el anciano, sin poder dominarse, participa de la alegría colectiva. Realmente la cosa no es para menos: ¡un caballo que apenas se puede sostener sobre sus patas dando coces!...

      De la masa de espectadores dos jóvenes se distinguen, cada uno empuña un látigo y comienzan a pegarle al pobre caballito, uno por la derecha y otro por la izquierda.

      —Péguenle en los ojos, en el hocico, ¡denle con fuerza en los ojos! —grita Mikolka.

      —¡Compañeros, cantemos una melodía! —dice una voz en la carreta—. Todos tienen que repetir el estribillo.

      Los mujiks entonan una melodía grosera haciéndose acompañar por un tamboril. Se silba el estribillo. La campesina continúa riendo con ironía y partiendo avellanas.

      Rodia se aproxima al caballo y se sitúa frente a él. De esa forma puede ver cómo lo golpean en los ojos..., ¡en los ojos!... Llora amargamente. Se le oprime el corazón. Sus lágrimas ruedan. Con el látigo, uno de los verdugos le roza el rostro. Él ni siquiera lo nota. Grita, se retuerce las manos, corre hacia el anciano de barba blanca, que mueve la cabeza y parece condenar la acción. Una mujer lo toma de la mano y trata de llevárselo. Pero él se logra escapar y regresa junto al caballo, que, pese a haber llegado al límite de sus fuerzas, trata todavía de cocear.

      —¡Qué te lleve el demonio! —grita Mikolka, consumido por la rabia.

      Lanza el látigo, se inclina y toma un grueso palo del fondo de la carreta. Sosteniéndolo por un extremo con ambas manos, lo alza trabajosamente sobre el lomo del caballo.

      —¡Lo vas a asesinar! —grita uno de los asistentes.

      —Seguro que lo asesina —dice otro.

      —¿Pero es que acaso no es mío? —gruñe Mikolka.