Fiódor Dostoyevski

Crimen y castigo


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para evitarlo? Y ¿con qué derecho podrás impedirlo? Tú les dedicarás toda tu existencia, todo tu futuro, pero cuando hayas finalizado los estudios y estés situado. Eso ya sabemos lo que significa: solamente son castillos en el aire... En este momento, de inmediato, ¿qué harás? Por lo tanto es en este instante cuando debes hacer algo, ¿no entiendes? ¿Y entonces qué es lo que haces? Las estás arruinando, ya que si te han podido enviar dinero ha sido porque una pidió un préstamo sobre su pensión y la otra un adelanto de su sueldo. Tú, futuro millonario imaginario, Zeus de fantasía que te arrogas el derecho de disponer de su destino, ¿cómo las librarás de los Atanasio Ivanovitch y de los Svidrigailof? Tu madre, en diez años, habrá tenido tiempo para perder la visión bordando, cosiendo y llorando, y la salud a fuerza de privaciones, miseria y carencias. ¿Y de Dunia qué me dices? ¡Vamos, intenta imaginarte lo que, dentro de diez años o en el transcurso de estos diez años, será tu hermana! ¿Has entendido?”.

      Haciéndose estas preguntas se atormentaba y, al mismo tiempo, sentía una especie de placer. No podían asombrarlo, porque no eran nuevas para él: eran antiguos asuntos familiares que ya le habían hecho padecer cruelmente, tanto, que su corazón estaba destrozado. Esta angustia que le atormentaba hacía ya mucho tiempo que había nacido en su alma. Después había ido creciendo, desarrollándose y recientemente daba la impresión de que se había abierto como una flor y adoptado la forma de una aterradora, fantástica y feroz pregunta que lo torturaba incesantemente y le exigía una respuesta de manera imperiosa.

      Como un relámpago había caído la carta de su madre sobre él. Era notorio que ya no había tiempo para quejas ni sufrimientos inútiles. No era momento de razonar sobre su incapacidad, sino que debía actuar de inmediato y lo más rápido posible. Costara lo que costara, tenía que tomar una decisión, una cualquiera. Tenía que hacer esto o...

      —¡Renunciar a la auténtica existencia! —dijo casi delirando—. Admitir el destino resignadamente, admitirlo tal como es y para siempre, asfixiar todas las aspiraciones, desistir de manera definitiva del derecho de actuar, de amar, de vivir...

      “¿Usted entiende lo que significa no tener adónde ir?”. Estas fueron las palabras que había pronunciado Marmeladof la víspera y de las que Raskolnikof se acordó repentinamente, porque “todo hombre debe tener un sitio adónde ir”.

      Se estremeció súbitamente. Una idea que el día anterior había atravesado su cabeza acababa de acudir de nuevo a su mente. Sin embargo, no era el regreso de este pensamiento lo que lo había hecho temblar. Sabía que la idea debía regresar, lo intuía, lo presentía, lo aguardaba. Pero no era exactamente la misma que la del día anterior. La diferencia consistía en que la de la víspera, igual a la de todo el último mes, solamente era un sueño, mientras que en este momento... en este momento se le manifestaba bajo una forma enigmática, nueva, amenazante. Lo notaba claramente. Sintió como si le golpearan la cabeza; ante su mirada se extendió una nube.

      Miró rápidamente a su alrededor como si buscara algo. Tenía la necesidad de sentarse. Su mirada deambulaba buscando un banco. En ese instante estaba en el bulevar K***, y a unos cien pasos de distancia vio el banco. Apresuró el paso cuanto pudo, pero cuando iba caminando le ocurrió un pequeño suceso que, durante unos minutos, llamó su atención. Se encontraba viendo el banco desde lejos cuando se dio cuenta de que a unos veinte pasos delante de él estaba una mujer a la que inicialmente no le prestó más atención que a todas las demás cosas que, hasta ese instante, había visto en su camino. ¡Cuántas veces llegaba a su casa sin recordar ni siquiera las calles que había transitado! Incluso se había habituado a caminar por la calle sin mirar nada. Sin embargo, en esa mujer había algo raro que asombraba desde el primer instante, y lentamente fue captando la atención de Raskolnikof. Inicialmente, esto sucedió contra su voluntad e incluso lo puso malhumorado, pero de inmediato la emoción que lo había dominado comenzó a cobrar una fuerza que iba en aumento. De repente le asaltó el deseo de intentar descubrir lo que hacía tan rara a esa mujer.

      A juzgar por las apariencias, debía ser, por supuesto, una joven, casi una adolescente. Llevaba la cabeza descubierta, sin sombrilla, pese al sol inclemente, y sin guantes, y al caminar balanceaba toscamente los brazos. Tenía un ligero vestido de seda, abrochado a medias, muy mal ajustado al cuerpo y con una rasgadura en el talle, en lo alto de la falda. A su espalda ondulaba un jirón de tela. Sobre los hombros llevaba una pañoleta y caminaba con paso indeciso e inseguro.

      La atención de Raskolnikof acabó por despertar completamente con este encuentro. Cuando llegaron al banco alcanzó a la joven, y ella, más que sentarse, se dejó caer y, echando hacia atrás la cabeza, cerró los ojos como si estuviera muy agotada. Cuando la observó de cerca, se dio cuenta de que su estado era debido a un exceso de alcohol. Esto era tan raro, que Raskolnikof se preguntó en el primer instante si no habría cometido un error. Estaba viendo un pequeño rostro casi de niña, de unos dieciséis años, quizá quince, un rostro adornado de cabellos rubios, bello, pero algo abotagado y congestionado. La muchacha parecía estar totalmente inconsciente; cruzó las piernas, adoptando una posición desvergonzada, y daba la impresión de que no se daba cuenta de que se encontraba en la calle.

      Raskolnikof no tomó asiento, pero tampoco quería irse. Se mantenía de pie frente a ella, indeciso.

      Ese bulevar, siempre tan poco frecuentado, se encontraba totalmente solitario a esa hora: era casi la una de la tarde. No obstante, a unos cuantos pasos de allí, en la orilla de la calzada, había un hombre que por una razón u otra parecía sentir un gran deseo de aproximarse a la joven. También había visto, indudablemente, a la muchacha antes de que llegara al banco y la siguió, pero Raskolnikof le impidió ejecutar sus planes. Veía con rabia al muchacho, aunque disimuladamente, de manera que Raskolnikof no lo notó, y aguardaba impacientemente el instante en que el harapiento muchacho le dejara libre el camino.

      Todo estaba totalmente claro. Ese hombre era un señor de unos treinta años de edad, fuerte, grueso y muy bien vestido, de piel roja y boca encarnada y pequeña, coronada por un bigote muy fino.

      Raskolnikof sintió una violenta furia cuando lo vio. Repentinamente lo asaltó el deseo de insultar a ese presumido.

      —Svidrigailof, dígame, ¿usted qué está buscando aquí? —dijo cerrando los puños y con una sonrisa sarcástica.

      —¿Esto qué significa? —respondió el interpelado arrogantemente, frunciendo el ceño y al tiempo que su rostro adquiría una expresión de enojo y sorpresa.

      —Esto lo que significa es: ¡Fuera de aquí!

      —Miserable, ¿cómo te atreves?...

      Alzó su fusta. Con los puños cerrados, Raskolnikof se abalanzó sobre él, sin darse cuenta de que su enemigo podía deshacerse fácilmente de dos hombres como él. Pero en este instante alguien lo sujetó por la espalda con mucha fuerza. Entre los dos rivales se interpuso un oficial de policía.

      —¡Señores, tranquilos! En los sitios públicos no se permiten peleas.

      Y al darse cuenta de su destrozado traje le preguntó a Raskolnikof:

      —¿A usted qué le sucede? ¿Cuál es su nombre?

      Con mucha atención, Raskolnikof lo observó. El policía tenía un noble rostro de soldado y tenía grandes patillas y bigotes. Sus ojos parecían llenos de inteligencia.

      —Justamente usted es el hombre que necesito —gritó el muchacho tomándolo del brazo—. Yo soy Raskolnikof, antiguo estudiante... Digo que lo necesito por usted —agregó dirigiéndose al otro—. Guardia, venga conmigo; quiero que vea algo...

      Y sin soltarle el brazo, llevó al policía al banco.

      —Venga... Vea... Está totalmente ebria. Se paseaba por el bulevar hace un instante. Solamente Dios sabe lo que será, pero por supuesto, no tiene apariencia de mujer de la vida alegre profesional. Yo pienso que la hicieron beber y, para abusar de ella, se han aprovechado de su borrachera. ¿Entiende usted? Luego la dejaron libre en este lamentable estado. Mire que su vestido está desgarrado y mal puesto. Ella misma no se ha vestido, sino que la vistieron. Esto es un trabajo de unas manos inexpertas, de unas manos masculinas; es evidente. Y ahora mire para ese lado.