Fiódor Dostoyevski

Crimen y castigo


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a los pequeños, pues si Sonia no les dio de comer, no sé..., yo no sé cómo habrán logrado..., no sé, no sé... Pero no me dan temor los golpes... Señor, le aseguro que los golpes no solamente no me hacen daño, sino que me dan un placer... Sin ellos no podría estar. Prefiero que me pegue... De esa manera se desahoga... Sí, es mejor que me pegue... Ya llegamos... Edificio Kozel... Kozel es un hombre rico, un cerrajero alemán... Acompáñeme a mi cuarto.

      Atravesaron el patio y comenzaron a ascender hacia el cuarto piso. Cada vez más oscura estaba la escalera. Ya eran las once de la noche, y aunque en esa época del año no hubiera, por así decirlo, noche en Petersburgo, la verdad es que la parte alta de la escalera estaba sumergida en la más profunda oscuridad y llena de sombras.

      Estaba abierta la ahumada puertecilla que daba al último rellano. Un cabo de vela le daba luz a un cuartucho miserable que de largo medía unos diez pasos. Con una sola mirada se le podía abarcar desde el vestíbulo. El más grande desorden reinaba en él. Por todos lados colgaban cosas, particularmente ropas de pequeños. Una cortina llena de agujeros escondía uno de los dos rincones más alejados de la puerta. Tras la cortina, indudablemente, estaba una cama. En el resto del cuarto solamente se podían ver dos sillas y un hule hecho jirones cubriendo un viejo sofá. Frente a él había una mesa de cocina, no menos vieja, de madera blanca.

      En una palmatoria de hierro, sobre esta mesa, ardía el cabo de vela. Marmeladof tenía, pues, alquilado un cuarto completo y no solamente un rincón, pero comunicaba con otros cuartos y era como un pasillo. Estaba entreabierta la puerta que daba a los cuartos, mejor dicho, a las jaulas, del piso de Amalia Lipevechsel. Se escuchaban voces y diferentes ruidos. A cada instante estallaban las risas. Allí había, sin duda, personas que tomaban el té y jugaban a las cartas. En ocasiones llegaban trozos de frases groseras al cuarto de Marmeladof.

      Inmediatamente, Raskolnikof reconoció a Catalina Ivanovna. Era una mujer espantosamente flaca, alta, esbelta y fina, con un cabello castaño, todavía hermoso. Sus pómulos estaban llenos de manchas rojas, como había dicho Marmeladof. Se paseaba por el cuarto con los labios resecos, la respiración rápida y entrecortada, y oprimiéndose el pecho de manera convulsiva con las manos. Había en sus ojos un brillo febril y sus ojos tenían una dura fijeza. Esa cara trastornada de tuberculosa provocaba, a la luz vacilante y mortecina del cabo de vela casi consumido, una dolorosa impresión.

      Raskolnikof supuso que debía tener unos treinta años y que la edad de Marmeladof superaba mucho a la de su esposa. Ella no se dio cuenta de la presencia de los dos hombres. Daba la impresión de que estaba hundida en un estado de consternación que no le permitía mirar y escuchar.

      Era absolutamente irrespirable la atmósfera del cuarto, pero la ventana se encontraba cerrada. Llegaban olores repugnantes de la escalera, pero estaba abierta la puerta del piso. En fin, la puerta interior, solamente entreabierta, permitía pasar espesas nubes de humo de cigarro que le producían tos a Catalina Ivanovna; pero de cerrar esta puerta ella no se había preocupado.

      Una pequeña de seis años, la hija menor, estaba dormida sentada en el suelo, con la cabeza apoyada en el sofá y el cuerpo doblado. Su hermanito, que tenía un año más que ella, lloraba desconsoladamente en un rincón y el llanto estremecía todo su cuerpo. Probablemente su madre le acababa de pegar. Una niña de nueve años, la mayor de todos, alta y delgada como una cerilla, tenía una camisa agujereada y, sobre los hombros desnudos, una capa de paño, que indudablemente le quedaba bien dos años atrás, pero que en este momento apenas le llegaba a las rodillas. Estaba junto a su hermanito y, con su descarnado brazo, le rodeaba el cuello. Mientras, seguía a su madre con una mirada temerosa a través de sus grandes y oscuros ojos, que parecían todavía más grandes en su enjuto y pequeño rostro.

      Marmeladof no entró en el piso: se puso de rodillas ante el umbral y empujó a Raskolnikof hacia el interior. Distraídamente, Catalina Ivanovna se detuvo cuando vio frente a ella a ese extraño y, regresando a la realidad momentáneamente, parecía preguntarse: ¿Este hombre qué está haciendo aquí? Pero indudablemente se imaginó de inmediato que iba a cruzar el cuarto para dirigirse a otro. Entonces iba a cerrar la puerta de entrada y gritó cuando vio a su esposo de rodillas en el umbral.

      —¿Ya estás aquí? —dijo, rabiosa—. ¿Ya has regresado? ¿Dónde tienes el dinero? ¡Monstruo, canalla! ¿En los bolsillos qué te queda? ¡Esta no es la ropa! ¿Qué hiciste con ella? ¡Habla! ¿Dónde tienes el dinero?

      Ávidamente comenzó a registrarle. De inmediato, Marmeladof extendió los brazos, mansamente, para facilitarle la actividad de escudriñar en sus bolsillos. Encima no tenía ni un kopek.

      —¿Dónde tienes el dinero? —continuó gritando la mujer—. ¡Señor! ¿Será posible que se lo haya tomado todo? ¡En el baúl quedaban doce rublos!

      Cogió a su esposo por los cabellos en un arrebato de furia y lo forzó a entrar a punta de tirones. Marmeladof intentaba aminorar su esfuerzo arrastrándose, de rodillas, humilde y dócilmente tras ella.

      —¡Para mí es un placer, no un sufrimiento! ¡Amigo mío, un placer! —exclamaba al tiempo que su esposa lo agarraba del cabello y lo zarandeaba.

      Finalmente, su frente dio contra el entarimado. La niña que estaba durmiendo en el suelo se despertó y estalló en llanto. De pie en su rincón, el niño no pudo aguantar la escena: nuevamente comenzó a gritar, a temblar y, estremecido y lleno de pánico, se lanzó en brazos de su hermana. La niña mayor temblaba como una hoja.

      —¡Se lo ha bebido todo, todo! —gritaba la pobre mujer llena de desesperación—. ¡Y este traje no es suyo! ¡Están muertos de hambre! —señalaba a los pequeños, se retorcía los brazos—. ¡Maldita existencia!

      De repente se dirigió a Raskolnikof.

      —¿Y a ti no te avergüenza? ¡Vienes de la cantina! ¡Estabas bebiendo con él! ¡Vete de aquí!

      Callado, el muchacho se apresuró a irse. Acababa de abrirse la puerta interior y se iban asomando rostros cínicos y burlones, bajo el gorro encasquetado y llevando en la boca la pipa o el cigarrillo. Unos llevaban batas caseras; otros, trajes de verano ligeros hasta rayar en la indecencia. Unos tenían las cartas en la mano. Cuando escucharon a Marmeladof decir que los tirones de cabello eran para él una delicia se echaron a reír con todas sus ganas. Algunos entraron en el cuarto. Finalmente se escuchó una voz silbante, de mal agüero. Era, en persona, Amalia Ivanovna Lipevechsel que entre los curiosos se abrió paso para restituir el orden a su modo y apurar, por centésima ocasión, a la desgraciada mujer, cruelmente y con palabras ofensivas, a abandonar el cuarto al día siguiente.

      Raskolnikof, antes de salir, tuvo tiempo de llevarse la mano al bolsillo, tomar las monedas que le sobraban del rublo que cambió en la cantina y dejarlas, sin que lo vieran, en el alféizar de la ventana. Luego, cuando estuvo en la escalera, se arrepintió de su generosidad y casi estuvo a punto de subir nuevamente.

      Pensó: “¡Pero qué estupidez cometí! Ellos cuentan con Sonia, y yo no tengo nadie que me ayude”.

      Después se dijo que ya no podía regresar a recoger el dinero y que, aunque hubiese podido, no lo habría hecho, y decidió volver a casa.

      “Sonia requiere cremas —continuó diciéndose, con una risita irónica, al tiempo que caminaba por la calle—. Es una limpieza que cuesta mucho dinero. Sonia, quizá ahora está sin un kopek, ya que depende de la suerte esta caza de hombres, igual que la de los animales. Tendrían que apretarse el cinturón sin mi dinero. Igual les sucede con Sonia. Han hallado en ella una auténtica mina. Y se están aprovechando... Sí, se están aprovechando. Se han habituado. Inicialmente derramaron unas pocas lagrimitas, pero después se habituaron. ¡Miseria humana! A todo se acostumbra uno”.

      Quedó absorto. De repente, instintivamente, dijo:

      —Sin embargo, ¿y si esto no es cierto? ¿Y si los seres humanos no son unos miserables, o, por lo menos, todos los seres humanos? Entonces habría que aceptar que los prejuicios, los temores inútiles, nos someten y que, ante nadie ni ante nada, uno no debe paralizarse. ¡Lo que hay que hacer es actuar!

      Capítulo III

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