Antonio R. Rubio Plo

Solidarios


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      ESTE LIBRO NO ES EXACTAMENTE una obra de semblanzas biográficas, aunque presente al lector, en mayor o menor medida, las trayectorias vitales de cinco personalidades del mundo actual. Proceden de países como Bielorrusia, Portugal, Chad, Italia y la República Democrática del Congo, pero esa diversidad de orígenes no es obstáculo para apreciar que se trata de hombres y mujeres de alcance universal. En un momento histórico de voces que arremeten contra la globalización, a la que acusan de sacrificar las esencias locales y nacionales, las personalidades de este libro representan, si se me permite el término, la “buena globalización”. Todo lo que nos aportan, en forma de libros, artículos, discursos o películas no es exclusivo de sus países ni de sus culturas. No son personas de horizontes limitados, ni en las fronteras ni en las mentalidades, porque su actividad ha tenido como foco de atención al ser humano corriente, sin hacer distinciones. Comparten la convicción de que la existencia humana no pueda concebirse sin los demás. Podría afirmarse que el recorrido vital de los protagonistas de este libro se ha caracterizado por la continua salida al encuentro de los otros.

      Frente a quienes se repliegan en sí mismos, abrumados por la inseguridad, y se recrean en la afirmación estéril de sus propias identidades, estas páginas pretenden recordar una vez más que los seres humanos no se acaban en sus intereses. La vida de cada uno solo alcanza su plenitud si se tiene en cuenta a los otros. Tolstoi subrayó que la historia se mueve más por los millones de seres anónimos que por los grandes hombres. Pero esto se ha olvidado demasiadas veces y se ha dado preferencia a soluciones reducidas a la política, y basadas, ante todo, en la voluntad de poder. Sin embargo, la política, entregada a sí misma y aprisionada por la ideología, solo puede engendrar una tiranía, en la que los otros son forzosamente excluidos.

      Algunas de las personalidades de esta obra han participado en política, aunque nunca la han considerado como su fin último. Otras, en cambio, se han mantenido al margen del compromiso político, pero siempre han puesto de relieve que la vida política y social debe asentarse en sólidos fundamentos éticos. En esto estarían plenamente de acuerdo la periodista, el político, el cineasta, el historiador y la profesora de filosofía, que encabezan cada uno de los capítulos siguientes.

      Presentaremos, en primer lugar, a Svetlana Alexievich, la historiadora y periodista que ha puesto voz a las pequeñas voces. Se trata de una mujer con gran capacidad de escuchar a las gentes sencillas, que le han relatado confiadamente sus sufrimientos y vivencias. Es maestra en el arte de la escucha, una gran expresión de generosidad que, según Dostoievski, no consiste tanto en dar como en compartir las cargas de los otros. Le sigue Antonio Guterres, secretario general de la ONU desde 2017, un político con inquietudes sociales desde muy joven. En la década que estuvo al frente del ACNUR, siempre subrayó que la diversidad cultural es una riqueza, y no una amenaza. Además, su defensa de la protección de los seres humanos debe mucho a su fe religiosa. En el tercer capítulo aparece el cineasta chadiano Mahamat Saleh Haroun, artífice de historias universales con un gran amor por los niños y la infancia. Ha sabido plasmar en sus películas el dolor de los pobres y los humildes, en contraste con la indiferencia de un mundo que vive ajeno a las realidades de África. El historiador y fundador de la Comunidad de Sant’Egidio, Andrea Riccardi, es el protagonista del siguiente capítulo, un hombre que trabaja por la paz a través de una reconocida labor de mediación en los conflictos armados. Su idea del diálogo es a la vez concreta y práctica: la búsqueda de lo que une por encima de lo que separa. Sant’Egidio vive como una amistad el servicio a los más pobres, pues sus miembros aspiran a ser maestros en el arte del encuentro. El capítulo final lo ocupa Antoinette Kankindi, profesora de ética y filosofía política, impulsora de actividades para la promoción de la mujer con un enfoque integral, pues recuerda que detrás de la mujer están los hijos, los familiares y la comunidad entera. Ese sentido comunitario contrasta con el individualismo, tantas veces importado de Occidente, que ciega a las personas y las hace indiferentes ante las necesidades de los demás.

      El libro pretende ser una invitación a tener fe en la gente corriente, lo que implica ver la vida más allá de uno mismo. Estamos en un momento de decepciones, en el que se acumulan los ídolos caídos entre personas que han gozado de prestigio y admiración. La pandemia del coronavirus ha incrementado el catálogo de las decepciones. Quizás sea la ocasión de fijarse más en la gente corriente. Esas personas, en apariencia anónimas e insignificantes, son las destinatarias de las miradas de cinco hombres y mujeres que han sabido hacerse cercanos a sus contemporáneos y han practicado, de palabra y de obra, la solidaridad.

      1.

      SVETLANA ALEXIEVICH. UNA HISTORIADORA DE LAS VOCES ANÓNIMAS

      Svetlana Alexievich (Ivano-Frankivsk, Ucrania, 1948). Escritora y periodista bielorrusa. Su estilo de narrativa coral mezcla periodismo, ensayo y literatura. Autora de obras sobre la Segunda Guerra Mundial, la intervención rusa en Afganistán, la Perestroika, la catástrofe de Chernóbil y las consecuencias de la caída de la URSS. Premios Ryzsard Kapuscinski (Polonia), Herder (Austria) y Médicis (Francia). Premio Nobel de Literatura en 2015, siendo la primera escritora de no ficción en recibir ese galardón.

      EL ALMA RUSA CREE EN LAS LÁGRIMAS

      A lo largo de la vida he ido aprendiendo a sustituir la lectura de las grandes biografías, que siempre tienen algo de mito, por los libros centrados en la gente corriente. He sustituido, en cierto modo, el romanticismo por el realismo, pero es un realismo que quiere creer en que hay siempre un lado bueno en las personas, y no me gusta ese realismo, o quizás naturalismo, desprovisto de compasión que hace que algunos escritores se parezcan más a entomólogos que a retratistas del alma humana. Por eso me fascinaron enseguida los libros de Svetlana Alexievich, que no conocía hasta que alcanzó el Premio Nobel de Literatura.

      Los recuerdos personales y las vivencias de otras personas, recogidas en su grabadora, forman un todo inseparable en la obra de Svetlana Alexievich. De hecho, no conoció directamente la gran guerra patriótica de 1941-45, pero los recuerdos de quienes la vivieron, particularmente las mujeres, la acompañaron desde muy pequeña. Una infinidad de mujeres perdió a sus padres, hermanos o maridos durante aquella guerra contra el Tercer Reich, y nunca los olvidaron. Les quedó para siempre un poso de profunda nostalgia de los hombres que nunca volverían a ver, y en los casos en que consiguieron recuperarlos, aunque dañados por heridas físicas o morales, no los abandonaron, sino que dedicaron el resto de sus vidas a cuidarlos.

      Las mujeres de aquel tiempo habían conocido la muerte muy de cerca. Cuando eran adolescentes y jóvenes vistieron el uniforme militar y empuñaron las armas, pero nunca renunciaron a su condición femenina. Soñaban con el día en que podrían llevar faldas, zapatos de tacón y pintalabios. No querían masculinizarse, pues sabían perfectamente que, pese al ideal igualitario del Estado soviético, las féminas tienen una psicología muy diferente a la de los varones. A este respecto, Alexievich escribe en La guerra no tiene rostro de mujer que las guerras son de los hombres. La mujer en las guerras desempeña otro papel. Sin embargo, esa afirmación molestaba a la ideología oficial, que la veía como sospechosa de negación del heroísmo en una guerra patriótica. No querían darse cuenta de que la compasión y las lágrimas equivalen a otra forma de heroísmo. Toda forma de piedad es una demostración de que los seres humanos no se mueven exclusivamente por motivos ideológicos. La ideología, o lo que pudiéramos llamar el cumplimiento del deber en abstracto, es incapaz de cerrar por completo los corazones. Semejante afirmación la verían algunos con desprecio por parecer una especie de invitación a la lágrima fácil. Pero las lágrimas no tenían nada de fáciles en una sociedad como la soviética, obligada a creer en las consignas oficiales.

      Esta reflexión me trae a la memoria una película, Moscú no cree en las lágrimas, el filme soviético de Vladimir Menshovh (n. 1939) que ganó el Oscar a la mejor película extranjera en 1980, una época en la que Estados Unidos y la Unión Soviética vivían momentos tensos en sus relaciones a causa de la invasión de Afganistán. No es un filme relacionado con la Segunda Guerra Mundial, sino que está ambientado a lo largo de los aproximadamente veinte años comprendidos entre el período de desestalinización de Jruschov y la época en que se rodó la película. Con guerra o sin guerra, la película demuestra que la sociedad real no es la de las consignas partidistas, sino