Antonio R. Rubio Plo

Solidarios


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      El alma rusa no podría entenderse sin su grandiosa literatura, cuya lectura hace que las palabras cobren vida y se encarnen en historias capaces de llegarnos al corazón. Uno de los personajes de Los muchachos del zinc confiesa que no ha podido contener las lágrimas al leer Mumu, un relato de Iván Turgueniev. Es una historia triste, la de Gerasim, un siervo sordomudo, que no consigue el amor de Tatiana y cuyo único consuelo es un perro, Mumu, al que salva de morir ahogado, pero su patrona le obligará a deshacerse del animal. Alexievich desearía que este cuento tuviera un final feliz, pero hay que resignarse porque la vida ordinaria contiene enormes rasgos de crueldad. El que un soldado en Afganistán lea esta triste historia es un ejemplo de que la humanidad no se ha perdido del todo. El problema surge cuando el Estado pretende silenciar los horrores de la guerra con el culto a los héroes, presuntamente dotados de un voluntarismo capaz de superar todos los obstáculos. A este respecto, Svetlana Alexievich rememora a Boris Polevoi (1908-1981), un piloto que perdió las piernas en la Segunda Guerra Mundial y que relató su experiencia en La historia de un hombre auténtico, una obra transformada en ópera en 1948 por Prokofiev. Esta música no agradó al poder soviético porque en sus notas encontraba excesivas disonancias. Las autoridades estalinistas querían más lirismo, pues los héroes oficiales tienen que transmitir emoción a las masas.

      Fuera de los dogmas ideológicos oficiales no hay salvación. Esto es algo que también encontramos en Los muchachos del zinc. La autora presenta el testimonio de un joven teniente que tenía colgado en el dormitorio un retrato de Romain Rolland recortado de una revista. Un coronel le preguntó si la URSS no tenía suficientes héroes como para preferir a un extranjero. Lo más sorprendente que el coronel no sabía nada de Rolland, e ignoraba que este escritor francés pacifista (1866-1944), admirador de Gandhi y Tolstoi, fue incapaz de admitir las atrocidades del estalinismo. Antes bien, publicó en 1935 un artículo laudatorio en el diario comunista L’Humanité para refutar las acusaciones contra Stalin. ¿Habría mantenido el coronel el retrato de Rolland de haber conocido estos detalles? No sabemos, aunque lo que es seguro es que no le habría agradado lo que el escritor expresó en privado tras un viaje a la URSS en 1937: el reconocimiento de que era un régimen de la más absoluta arbitrariedad, pero nunca lo expresó en público porque no quería dar argumentos a los enemigos del poder soviético. Sin embargo, lo que sorprende más todavía en la citada anécdota es que el coronel sugiriera al teniente sustituir la imagen de Rolland por la de Marx, “uno de los nuestros”. La réplica del subordinado en el sentido de que Marx era alemán, sería castigada con dos días de arresto.

      Svetlana Akexievich señala en su libro que los excombatientes de Afganistán estaban condenados a la inadaptación. Recuerdo todavía las confidencias de una asistenta ucraniana, interna por un tiempo en mi casa. Me contó que su marido, Igor, había sido enviado a luchar a Afganistán. Sobrevivió a la experiencia, pero nunca volvería a ser la misma persona. A los efectos anímicos de una guerra se les suele llamar fatiga de combate, aunque para tenerla no es necesario haber combatido sino haber presenciado toda clase de atrocidades. Inestabilidad emocional, histeria, trastornos del sueño, apatía… Son tan solo unos síntomas de lo que puede experimentar un excombatiente durante toda su vida. Por si fuera poco, a los excombatientes de aquel conflicto no se les recibió como héroes sino con total desconfianza porque eran los supervivientes de una derrota, de la retirada de una guerra que se convirtió en el Vietnam de los soviéticos. La situación recuerda a otro momento de la historia de Rusia: el retorno de los supervivientes de la guerra ruso-japonesa de 1904. Lo describió muy bien Valentín Pikul (1928-1990), autor de novelas populares y uno de los escritores más leídos en la década de 1970. Precisamente en 1986, cuando el conflicto afgano estaba estancado, publicó la novela histórica Tengo el honor, que es la confesión de un oficial del Estado Mayor ruso, un militar que se avergüenza de su uniforme y prefiere salir a la calle vestido de civil. Ni los inválidos ni los mutilados despiertan compasión. Prefieren decir que tuvieron un accidente a reconocer que perdieron sus miembros en una guerra en la que los rusos fueron derrotados por los japoneses. No cabe duda de que los lectores de la obra relacionaban enseguida la trama con el conflicto afgano.

      ENTRE EL AMOR Y LA TIERRA ENVENENADA

      Voces de Chernóbil es el libro más atípico de Svetlana Alexeivich, publicado en 1997. Recoge los testimonios de quienes sufrieron un acontecimiento inesperado e inconcebible en una URSS considerada como uno de los hitos del progreso humano, entendido, claro está, como progreso técnico. El 26 de abril de 1986, el accidente de la central de Chernóbil, situada en Ucrania, golpeó en gran medida a Bielorrusia, un país agrícola en el que no existían centrales nucleares. La catástrofe se cebó especialmente con los campesinos y afectó a 485 aldeas y pueblos y a 2 100 000 personas, entre ellas 70 000 niños. El territorio bielorruso sufrió el 70 % de la contaminación, con un 26 % de los bosques más la mitad de sus praderas.

      Voces de Chernóbil no es una crónica de guerra ni de unos héroes de armas. Sin embargo, hubo héroes, los hombres que salvaron a su país y al resto de Europa porque evitaron la explosión de otros tres reactores nucleares. En Chernóbil no hubo guerra, aunque la muerte llegó del mismo modo incierto e implacable. Se trataba de una muerte que estaba siempre presente al resultar clamorosa la ausencia de seres humanos en relación con el paisaje y los objetos. ¿Tenían conciencia esos héroes de lo que les había pasado a las personas que tuvieron que salir apresuradamente de sus hogares? Por mucho que estuviera envenenada por la radiación, aquella no dejaba de ser su tierra, y se explica que no quisieran llevarse sus pertenencias. A este respecto, Svetlana Alexievich recuerda el monólogo de Pierre Bezhukov, en las páginas finales de Guerra y paz. Tras la derrota de Napoleón en Rusia, en la que él ha participado, el mundo ha cambiado para siempre, aunque Pierre seguirá comportándose como de costumbre: riñendo a su cochero y refunfuñando. Es un ejemplo de que los recuerdos son frágiles, efímeros, conjeturas sobre uno mismo. No son tanto, conocimientos sino sentimientos. Por lo demás, la autora se asombra de que, después de Chernóbil, en una sociedad oficialmente atea y materialista muchas personas se pusieron a filosofar.

      Este libro es quizás el ejemplo más logrado de la autora sobre la vida cotidiana del alma, de sus sentimientos y pensamientos… Chernóbil afectó a los cuerpos de las personas, pero no pudo terminar con sus sentimientos. Resulta muy llamativo el ejemplo de una mujer, casada hacía poco tiempo, y cuyo marido estaba afectado por la radiación. El personal sanitario le insistía en que ya no era su marido, pues se había convertido en un elemento radioactivo con gran poder de contaminación. Pese a todas las advertencias, se empeñó en abrazarlo y quedarse junto a la cabecera de su cama. Alexievich subraya que solo el amor es capaz de infundir vida y esperanza. A este respecto, una profesora de una escuela de arte, que además era directora teatral, señaló a la escritora que lo que realmente le daba miedo es que en nuestra vida el miedo ocupe el lugar del amor.

      En Voces de Chernóbil se da preferencia al testimonio de los campesinos, ancianos en su mayor parte, capaces de transmitir algo nuevo precisamente por su sabiduría ancestral. Es mucho más interesante lo que ellos cuentan que el conjunto de lo aportado por científicos, médicos o políticos. Tampoco será decisiva la presencia de hombres armados y uniformados para defenderse de las pequeñas partículas invisibles portadoras de la muerte. No se podía vencer al átomo con métodos convencionales, pero algunos políticos persistieron en las consignas habituales de su ideología: buscar culpables, pues, según ellos, el accidente lo habrían provocado espías y terroristas de los servicios secretos occidentales. Llevados por su inconsciencia de la gravedad de los acontecimientos, hay incluso quienes se preguntaron si lo más urgente era suspender o no los actos oficiales de la festividad del 1º de mayo.

      No faltan en el libro los paralelismos con la literatura rusa. Tras conversar con algunos supervivientes, Svetlana Alexievich evoca a Leonid Andreiev (1871-1919), el principal representante del expresionismo ruso. Se fija en el cuento Lázaro, el personaje evangélico que nunca será como los demás hombres después de que Cristo le hubiera resucitado. Según Andreiev, Lázaro es un ser oscuro, desprovisto de voluntad y de energía, indiferente al mundo que le rodea, y que tan solo se ocupa de contemplar el sol durante el día e ir en su busca cuando desaparece por la noche. Así se sentían algunos testigos de la catástrofe de Chernóbil. Otro relato del mismo autor lleva por título Ben Tovit. Se trata de un comerciante de Jerusalén, un hombre