Antonio R. Rubio Plo

Solidarios


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carentes de ideales sublimes. Lo pequeño, lo insignificante, las preocupaciones ordinarias se convirtieron desde ahora en lo grande. Lo importante era tener dinero, y no haber leído la filosofía de Hegel, para extraer conclusiones.

      ¿Qué se entiende por libertad en la Rusia postsoviética? En la época comunista los ciudadanos la entendían como la ausencia del miedo, pero además crecieron en medio de la escasez y el racionamiento. Tras el fin del comunismo, la persona supuestamente más libre sería la que tiene la capacidad de elegir y comprar la mayor cantidad de productos en una tienda. Los representantes de las nuevas generaciones difundirán además la idea de la libertad interior, su libertad íntima, por no decir su privacidad, y le darán un valor absoluto. No tienen miedo a dar rienda suelta a sus propios instintos y deseos. Por el contrario, esperan conseguir mucho dinero para alcanzarlos. Pero lo cierto es, como afirma Alexievich, que la democracia no se importa como el petróleo o el gas, el chocolate suizo o los plátanos. Si no hay personas libres, tampoco existe la democracia.

      Este concepto tan limitado de libertad sirve a Svetlana Alexievich para reflexionar acerca de la leyenda del Gran Inquisidor de Dostoievski, inserta en Los hermanos Karamazov. En la ciudad de Sevilla, el Gran Inquisidor reconoce en un prisionero a Jesús que ha vuelto a la tierra, pero le reprocha que haya venido a molestar a los hombres. La principal crítica del juez es que Dios haya dotado de libertad al hombre. Todo habría ido mejor si Cristo hubiera tomado la espada del César y proporcionado al ser humano un amor en el que depositar su conciencia. Así habría sido feliz, aunque fuera una felicidad sin libertad. La conclusión del Gran Inquisidor es que únicamente debe reinar sobre los hombres aquel que sea dueño de sus conciencias y tenga su pan en las manos, aquel que les convenza de no serán verdaderamente libres hasta que no le hayan confiado su libertad. Un texto de Dostoievski que es válido para todos los tiempos.

      Más de un cuarto de siglo después de la caída del comunismo soviético, la gente aprecia el contraste de las desigualdades, la pobreza y la riqueza arrogante. Lo vemos en otros testimonios del libro de Alexievich. Algunos jóvenes se refugian en la nostalgia de lo que no conocieron y se visten con camisetas del Lenin y Che Guevara. Esos muchachos no consideran la revolución como un error. La revolución era una fiesta, todo el mundo era feliz y hay que celebrar perpetuamente la gran guerra patriótica. El sistema soviético ciertamente se construyó sobre sangre, pero, en la opinión de algunos, esto representaba la prueba de que era sólido como una roca. Otros expresan su admiración por Stalin, que para ellos es un gran patriota. En Internet florecen las páginas salpicadas de nostalgia. En todos ellas se saca la conclusión de que Rusia es un gran imperio que debe ser regido con mano de hierro y que existe una vía rusa específica para organizar la política. No se necesitan antiguos disidentes en la política y en el gobierno al estilo de un Vaclav Havel o un Andrei Sajarov. Tales personas no sirven para gobernar a Rusia. Lo que se requiere es un zar, un padre, un secretario general, un presidente… Un hombre de hierro. Ese hombre es ahora Vladimir Putin, dotado de tanto poder como el antiguo secretario general, pero ya no es comunista. Enarbola las banderas del nacionalismo y la fe ortodoxa, pero no la del marxismo-leninismo.

      Svetlana Alexievich contempla a las que considera sus dos patrias, Rusia y Bielorrusia, con una mirada de desolación. Ve en ellas, especialmente en Rusia, una cierta histeria militarista como en los años de la URSS. Sus habitantes tienen la conciencia de ser personas humilladas por Occidente. Tal es el mensaje transmitido por sus gobiernos, y así no resulta difícil ver enemigos de todas partes. Las esperanzas de la perestroika de Gorbachov se desvanecieron progresivamente, aunque por un instante trajeron el espejismo de que estos países podían “normalizarse” e incorporarse al mundo occidental. En aquel momento, y en los primeros años del gobierno de Yeltsin, había continuas alabanzas a la democracia liberal y a la economía de mercado. Sin embargo, no fue eso lo que triunfó en Rusia sino un capitalismo de oligarcas y un mayor empobrecimiento de la gente. Esto explica que en poco tiempo el liberalismo político y el económico perdieran su atractivo. Cayó el sistema comunista, pero nunca habría un juicio de Núremberg para los comunistas, tal y como recalca un entrevistado en el libro, pues esos mismos comunistas son los que tomaron el poder. Muchos exmiembros del partido poseen ahora villas en Chipre o en Miami.

      La Nobel bielorrusa señala además que Tolstoi sería una figura incómoda en la Rusia actual. La mayoría de los rusos seguiría dispuesta a leer sus relatos, pero rechazaría su filosofía: la de que la Historia se mueve más por los millones de seres anónimos que por los grandes hombres. Una infinidad de rusos siguen sin comprender esto. Tolstoi coincide con Alexievich en dar da protagonismo a las voces anónimas. La autora acierta plenamente al afirmar que, en Rusia, durante la la época de Yeltsin, empezó una vida en el estilo de Chejov, con personajes grises y sin historia, pues los valores del pasado fueron arrastrados por una corriente impetuosa, la que se llevó a un régimen por delante. Llegó así el tiempo de los nuevos ricos, más preocupados por el lujo que por cualquier tipo de moral. Solo tenían ojos para sus casas suntuosas o sus nuevos automóviles. Particularmente opino que muchos rusos de hoy se sentirían identificados con la obra teatral póstuma de Anton Chejov, El jardín de los cerezos. En ella, Ermolai Lopajin, nieto de un siervo y convertido ahora en un rico comerciante, se propone adquirir una gran finca, en cuyo centro existe un amplio jardín con cerezos, para construir en ella casas de vacaciones para el verano, aunque esto suponga talar el jardín. Los aristócratas propietarios de la finca están arruinados y serán incapaces de hacer nada para impedirlo. La comparación me parece adecuada, pues para muchas personas el Estado soviético era su jardín y sería destruido por unos arribistas sin escrúpulos, los oligarcas de la época de Yeltsin.

      Algunos de los entrevistados en el libro de Svetlana Alexievich se quejan de la falta de ideales en la sociedad. La única aspiración de la mayoría es la de trabajar para hacer dinero. Y una vez más la autora escudriña en las fuentes de la literatura rusa para encontrar similitudes e inspiraciones. Evoca el teatro de Alexander Ostrovski (1823-1886), que retrató magistralmente a la pequeña burguesía de mediados del siglo XIX. Sus personajes proceden de la vida misma, inspirados en casos contenidos en los archivos judiciales en que trabajó el escritor. Se trata de comerciantes y pequeños burgueses, dotados de un desmesurado afán de lucro, rebosantes de oscurantismo y rudeza. Su soberbia y arrogancia les hace desaprensivos y mendaces, y tienen el dinero como único fin. Esta clase de personajes abundan en la Rusia postsoviética sin apenas oposición, pues se trata de una sociedad replegada en sí misma. Este símil permite a Alexievich establecer otro paralelismo con Oblomov (1854), la novela más conocida de Iván Goncharov (1812-1891). Es un personaje que encarna la pereza y la apatía, que espera un milagro tumbado en un diván.

      Svetlana Alexievich tiene la influencia de los grandes escritores rusos del siglo XIX. Comparte con ellos la búsqueda de la verdad y la tentativa de comprensión de los acontecimientos del presente, si bien nadie logra comprenderlos del todo. Para quien conozca su historia y admire su cultura, Rusia no merece el calificativo despectivo de mongol inerte que le diera Karl Marx. Estoy convencido de que, por encima del barniz de las ideologías, afloran a menudo las raíces cristianas de Rusia, y esta vigencia conlleva un permanente salir de sí mismo, una dinámica de entrega y relación. Tal es la actitud de la mayoría de los testigos que viven en los libros de Alexievich. En esas obras hablan las pobres gentes, los insignificantes, los que no han diseñado la historia oficial… Todos ellos muestran su cercanía y fragilidad al lector. De sus vidas y testimonios pueden surgir vínculos de fraternidad y de amor, mucho más auténticos que todas las utopías políticas y sociales.

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