Antonio R. Rubio Plo

Solidarios


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son tan grandes que no se entera de lo que está pasando. Oye a alguien decir que Jesús era capaz de devolver la vista a los ciegos y se pregunta si no podía también haberle curado su dolor. Luego se queda dormido. Ben Tobit es todo un ejemplo de insensibilidad. Pendientes de un dolor de muelas, muchos seres humanos no están a la altura de los grandes acontecimientos. ¿No pasó algo similar en Chernóbil?

      El accidente nuclear sirvió para acelerar la descomposición de la URSS. Según la autora, aquel país era una mezcla de prisión y de jardín de infancia, donde se entregaba al Estado la conciencia, el alma y el corazón. En la mentalidad soviética estaba muy presente la idea de sacrificio, de la muerte que da sentido a una vida. De este modo la muerte parece algo bello. Basta con dar un paso adelante y sacrificarse para ser encumbrado y reconocido a título póstumo. Alexievich se pregunta entonces: ¿dónde queda sitio para la gente inocente y desvalida? Pero hay otra pregunta de la escritora, que va más allá de los heroísmos: ¿por qué se ha originado esta catástrofe ecológica? Porque se ha vendido durante mucho tiempo la idea de vivir en un mundo hermoso y justo, en el que el hombre está por encima de todas las cosas. Por tanto, como el hombre era el dueño y señor de la creación, podía hacer lo que quisiera. Recientemente, la autora declaraba que las tecnologías nucleares se pueden rebelar en cualquier momento. Lo comprobó en su visita a Fukushima, en un Japón que parece ser uno de los países más desarrollados, pero lo cierto es que centenares de miles de personas fueron desalojadas de sus casas: «Militares, científicos y representantes del poder, todos estaban igual de perdidos. Ni el pueblo japonés ni nadie sabía qué estaba pasando».

      Voces de Chernóbil se merecía una gran adaptación cinematográfica, aunque ya había tenido algunas versiones para el teatro. En 2016 un filme de Luxemburgo, dirigido por Pol Crutchen, adaptó la obra de Svetlana Alexievich y fue seleccionada para el Oscar a la mejor película extranjera. El filme es, ante todo, un gran recitativo coral que evoca el sufrimiento de los hombres, mujeres y niños sometidos a la radiación. Me recuerda un poco a Stalker (1979) de Andrei Tarkovski (1932-1986), donde también aparece una “zona” desolada. En ella se encuentran construcciones oxidadas, abandonadas y perdidas en medio del bosque. La película de Crutchen contiene un gran simbolismo, pero, en mi opinión, no refleja el realismo, por no decir el humanismo, del libro de Svetlana Alexievich. En cambio, en 2019 HBO emitió una serie sobre Chernóbil, un proyecto en el que la propia autora no creía demasiado, si bien le ha impactado que la hayan podido ver millones de personas. Ha dicho al respecto que «la serie me gustó, a pesar de que sea hollywoodense, en el sentido de que hay una distinción muy clara entre buenos y malos, siendo por supuesto los rusos los malos… Pero mi libro iba del abismo que se abrió para nosotros y ese componente filosófico no sale en la serie». Alexievich expresó su disgusto con la productora porque todas las fuentes citadas estaban basadas en su libro, pero no tuvieron la valentía de ponerlo en los títulos de crédito. Solo cuando muchos periodistas a nivel mundial criticaron a HBO e hicieron presión, la escritora obtuvo el esperado reconocimiento.

      Mis preferencias cinematográficas sobre el tema van dirigidas, por el contrario, a The Door, un cortometraje de la realizadora irlandesa Juanita Wilson, que concurrió al Oscar en 2010. Se trata de la adaptación de un capítulo del libro, Monólogo acerca de una vida escrita en las puertas, una historia que a Wilson le recuerda a Gogol porque tiene la capacidad de mezclar lo real con lo fantástico. Allí se recoge el testimonio de Nikolai Fomich Kalugin, un padre de familia que se esfuerza en entender los acontecimientos que están más allá de la comprensión.

      La primera imagen del filme es la de una noria parada, que se ha convertido en uno de los símbolos más asociado a Chernóbil. En medio de un paisaje nevado Nikolai, encarnado por Igor Sigov, entra sigilosamente en una casa abandonada. Entonces escucha que alguien se acerca con una linterna y camina rápidamente en dirección a la puerta de la casa. Asustado, desmonta la puerta apresuradamente y sube con ella a una moto. Unos guardias le dan el alto, pero Nikolai consigue escapar. Luego escuchamos su voz de fondo que dice que ha robado la puerta de su propia casa. ¿Por qué lo ha hecho? En la obra se recuerda que la puerta simboliza todo lo perdido en Chernóbil: la infancia, la vida entera... No solo se ha perdido una ciudad, se ha perdido todo un mundo. La puerta es un símbolo de la propia vida, y en la madera se encuentran muescas que son retazos de la vida: el colegio, el servicio militar, la boda, el nacimiento de los hijos… Nikolai llevaba una vida tranquila, con un sueldo medio y vacaciones pagadas. Era una persona normal y de repente se convirtió en un hombre de Chernóbil.

      Nikolai tuvo que salir de su casa al tercer día del accidente con su mujer Anya y su hija de seis años, Katiusha. El cortometraje recuerda esos momentos y muestra a la niña intentando introducir a su gato en una maleta, pero el animal no se deja y Katiusha llora. Entretanto la radio da consignas para la evacuación, con la insistencia de no perder la calma y de no volver atrás a recoger los objetos personales. Vemos después imágenes de cómo Nikolai abraza a su esposa e hija mientras los soldados acompañan la salida de la población. El protagonista recuerda que la gente no era consciente de que todo lo que se llevaban podía ser una bomba de relojería. Nikolai refleja en su rostro una gran tristeza mientras su hija sigue jugando como ajena a todo.

      Un día Nikolai descubre una marca en el brazo de su hija, lo que le produce una cierta inquietud, y la niña se limita a preguntarle cuándo irá a buscar el gato que se dejaron en casa. La escena siguiente presenta a la niña en el hospital caminando por un pasillo de la mano de sus padres. Luego un médico observa muy serio a Anya, que mira a continuación al padre. Después la madre se pondrá a lavar la ropa de su hija. Nikolai apenas tiene fuerzas para mirar a su esposa.

      La escena final es el entierro de Anya, que será acostada sobre la puerta que el padre se trajo de su casa. Se sigue así una tradición de la que Nikolai fue puesto en antecedentes por su madre. El cadáver de la pequeña está vestido de blanco y el cortejo fúnebre avanza a través de la nieve encabezado por un pope ortodoxo que lleva un incensario y despliega un libro de oraciones. Los padres se quedan atrás solos y cogidos de la mano mientras la comitiva se aleja.

      The door es una auténtica joya del cortometraje. ¿Se habría podido hacer un filme más extenso y de mayor calidad con los principales monólogos de Voces de Chernóbil? Pienso que no. Este cortometraje con su espléndida fotografía y la sobriedad de sus diálogos resulta suficiente para mostrar de un modo verosímil los sentimientos de nostalgia y de pérdida experimentados porque quienes vivieron la catástrofe de Chernóbil.

      UN TIEMPO DE SEGUNDA MANO PARA LA LIBERTAD

      Los seis libros de Svetlana Alexievich se pueden reducir, según ella misma, a un único libro. Es, sobre todo, un libro acerca de la historia de una utopía, de cómo algunos querían construir sobre la tierra el reino de los cielos. El resultado fue un mar de sangre y millones de vidas humanas arruinadas.

      El final del hombre soviético (2013) arranca de la muerte del imperio de los soviets entre lágrimas y maldiciones, pero los argumentos sobre el socialismo no murieron con esa desaparición. El hombre soviético se resistió a morir. El propio padre de la autora creyó en el comunismo hasta el final de su vida, y muchos de sus amigos también. Llegaron incluso a admitir que, si bien habían conocido el estalinismo, este no era auténtico comunismo. El comunismo constituía toda la existencia de aquellas personas. El comunismo era una religión secular con su propia concepción del bien y del mal. Sus partidarios integraron tanto su ideal en la vida de las personas que resultaría casi imposible de arrancar. Otra interesante observación de Alexievich es que los simpatizantes del comunismo han contemplado la vida desde una barricada, que siempre es un lugar peligroso para el ser humano. Estar en una barricada hace que la vista quede dominada por la niebla. No hay matices, ni colores. Somos incapaces de distinguir al ser humano que tenemos enfrente, y así, no es fácil despertar a la realidad.

      Svetlana Alexievich vuelve en esta obra a sus paralelismos literarios, en este caso la novela El hombre anfibio (1928) de Alexander Beliaev (1884-1942), conocido como el Julio Verne ruso. Una peculiar criatura, Ictiandro, se aburre en la inmensidad del océano. Le gustaría ser como todos los seres humanos: vivir sobre la tierra y amar a una muchacha. Pero no será posible y morirá. Esta comparación sirve a la autora para subrayar la dificultad del paso del comunismo a la libertad. La mitificación de un ideal desemboca en el miedo a la verdad.