Iván López Casanova

Educar para la pluralidad


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que vivía en La Haya y viene algunos findes por aquí, pero al final lo hemos dejado ya que era muy difícil continuar, ella en La Haya y yo en Bruselas. Me estoy buscando otra para no comerme el coco…, aventurillas pasajeras. Juego mucho al fútbol: ya estoy en un equipo. Estoy tocando la guitarra, aprendiendo canciones de los Red Hot Chili Peppers muy bonitas, etc. A los porros todavía no he llegado. Ya sabes que aquí es la leche: fin de semana, fiesta en casa de alguien (los padres de vacaciones), bebidas, porros, tías de una noche, comas, ambulancias y hasta el fin de semana que viene… “Pas mal!” (traducción: ¡no está mal!) Pues a ese estado no he llegado todavía. ¿Llegaré algún día? Por eso busco una novia (aventurilla) para que no se me ocurra hacer esas cosas que me atraen un montón…

      ¿Cómo podemos prevenir el fracaso de la educación familiar en la adolescencia? Transcribo un párrafo de una carta real que retrata la crisis vital de un adolescente —con algún dato modificado, nada más−. Años atrás, esto podía suceder al mudarse a un país diferente. Ahora ocurre siempre en alguna medida al transitar durante la adolescencia desde el cálido ámbito familiar hasta la compleja y heterogénea sociedad.

      Me interesa la soledad del adolescente. Y escribo para que su padre y su madre aprendan a acompañarlo, acrecentando la comunicación y la proximidad familiar. Porque si no se sabe cómo abordar esa cercanía desde el punto de vista educativo, la formación familiar se resquebrajará al aproximarse la adolescencia, y los hijos cambiarán el nosotros de la familia por el nosotros de las vigencias juveniles impuestas social y comercialmente.

      Me importa el abordaje educativo de algo a lo que todas las familias sin excepción asisten hoy al llegar sus hijos a la adolescencia: el contraste entre los valores del hogar y los valores sociales dominantes. Esto es lo que ocurre precisamente durante ese tiempo y contribuye, precisamente, a la soledad de los hijos educados en valores. Y, aunque parezca mentira, sobre estas cuestiones educativas, tal vez las más decisivas para que culmine la formación familiar, no he encontrado casi nada escrito con la atención que merecen.

      Sorprendentemente, abundan los bienintencionados libros para educar mejor, pero muchos se centran en exceso en lo patológico, y olvidan que buena parte de la eficacia educativa depende de ser capaces de formar para amar y comprender la pluralidad del mundo social y cultural. De hecho, en la mayoría de estos trabajos ni siquiera aparece referida esta circunstancia fundamental. Pero insisto, los hijos necesitan una formación familiar para que solidifique y complete su edificio educativo cuando aterricen durante la adolescencia en un complejísimo mundo social.

      Porque es en ese mundo plural donde ellos construirán el grupo de amigos, así como el nido de relaciones que les permitirá abandonar la infancia. Y será en ese universo difícil y heterogéneo donde cuajará o se agrietará la formación familiar. Todo esto hace necesario enfocar la educación familiar, desde que los hijos son muy pequeños, hacia el objetivo fundamental de que cristalice adecuadamente en la adolescencia: ¿para qué una formación si, en un alto porcentaje, fracasa a los trece o catorce años?

      Las preguntas que nos planteamos, por ello, son las siguientes: ¿no habría que añadir la explicación de la pluralidad social y cultural como un eje formativo fundamental? ¿No debería explicarse a los hijos el mundo cultural que habitarán como objetivo primario y necesario del discurso educativo familiar?

      Este libro pretende ofrecer una contribución para paliar las carencias respecto de estas cuestiones en la literatura sobre educación, y aportar una respuesta para la formación familiar.

      Educar para la pluralidad designa la gestión educativa en las familias que tratan de formar a sus hijos en unos valores firmes, para vivir en la preciosa sociedad plural en la que han nacido sin renunciar a sus ideas, pero enseñándoles también a cohabitar con otras distintas. Se aprende así a distinguir la libertad y el relativismo, el perfil bello de una sociedad democrática y las manifestaciones de mediocre vulgaridad que se entremezclan en esas mismas colectividades.

      Por ello, educar para amar la pluralidad supone un proyecto educativo para que los hijos entiendan y respeten otras formas de pensar distintas a la recibida en familia, pero que exijan, a la vez, el mismo respeto hacia la propia. ¡Se pueden tener muchos amigos que no piensen como nosotros en este mundo plural! Precisamente, la belleza de las sociedades pluralistas nos permitirá sentirnos a gusto en su interior y nos hará detestar, además, las sociedades homogéneas y uniformadas.

      Me gustaría sugerir el símil del lenguaje. Educar sin los contenidos de la pluralidad se asemejaría al intento ridículo de formar a un niño enseñándole un idioma −moral−, y que, al salir a construir su grupo de amigos, cumpliendo con la tarea específica de la adolescencia, el chico comprobara que la mayoría habla en otras lenguas que no entiende: enseguida abandonaría el lenguaje aprendido para adquirir uno que le permita relacionarse. Así podemos ver qué importante resulta explicar desde la infancia que no solo se hablan otros lenguajes, sino también por qué hay que respetarlos; y, de igual modo, por qué el nuestro nos parece el mejor. Esto les hará ser muy agradecidos y les llevará a tratar de compartirlo con otras personas. Porque no todos los idiomas vitales son iguales: muchos de ellos incomunican a sus interlocutores y resultan pésimos de cara a la construcción de una vida feliz, aunque al principio no parezca tan evidente.

      Esta nueva perspectiva de la pluralidad implica revisar los temas clásicos de la educación familiar. Habrá que explicar bien los puntos de vista propios, pero también incluir, sin simplificaciones ni deformaciones, las exposiciones de los planteamientos ajenos. Es decir, poner el foco educativo en ambas cosmovisiones, para que los adolescentes no se desconcierten al contactar con otros modos de entender el mundo.

      De este modo serán capaces de comprender la voz de los demás, su relato; de aceptarlos como iguales; de tener confianza para discrepar y para participar en una comunidad en la que se comparten algunos valores y se disiente de otros. También aprenderán de los demás y asimilarán enfoques nuevos, pues no siempre chocarán con valores esenciales recibidos en casa. De paso, les servirá para paliar la fuerte tentación, tan típica del tiempo de la adolescencia, de mimetizarse con el ambiente para ser aceptados.

      Pero todo esto no es solo una reflexión teórica más o menos acertada. Porque estas ideas han nacido tras más de veinte años tratando muy de cerca con grupos de adolescentes. De todos estos años señalaría dos consideraciones importantes. La primera, por curioso que parezca, es que no he conocido a ningún adolescente con mal corazón: la existencia todavía no les ha ofrecido el rostro sucio e inmoral que, con el paso de los años, tal vez quiebre su inocencia. La segunda es que, con tal de no estar solos, los adolescentes son capaces de hacer cualquier locura, llegando incluso a grandes cotas de heroísmo para realizar acciones negativas.

      De nuevo, insisto: los adolescentes necesitan sentirse aceptados, ya que ese período de la vida consiste, precisamente, en