Cristina Morales

Terroristas modernos


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da las órdenes a todos, quién está en la cabeza. No lo sé, porque de superiores sólo conozco a mi ángulo, pero yo deduzco que hay gente del mismísimo palacio. No hay que temer si nos hacen presos porque hay muchos agarres para que nos suelten y nos socorran. Hay dinero para todo. José Vargas coge el último taco de jamón y su pañuelo, y a la par que come se lo anuda y dice ¿me deja preguntarle una cosa? Cómo no. Por qué me escoge usted a mí. Lasso, al haber concluido el trabajo encomendado, al sentirse liberado piensa esto es el liberalismo, soy un liberal, y es sincero sin transiciones. Me lo recomendaron a usted por sanguinario. José Vargas sonríe como la mujer que se esfuerza en no sonreír cuando la piropean por la calle. Pues si no tiene usted nada más que decirme, dice con un regusto coqueto, me marcho. Nada más, responde Lasso levantándose y tendiéndole una mano. Vargas apenas aprieta. Se gira en dirección a la puerta, espera a que Diego Lasso le abra, se dicen gracias y salen. ¿Sale usted también?, se interesa Vargas. No, es que la puerta de la calle hay que abrirla y cerrarla. Ah. No hay portero en esta casa, dice Lasso. ¿Y en la suya?, añadiría en una salvaje fantasía de insolencia que consistiría en humillar la falta de hogar de un mendigo, que lo asemejaría a Vicente Plaza ahora que Lasso se sabe líder, pero apelando a su recién estrenada autoridad, se censura. En la mía tampoco, responde Vargas sin dar más explicaciones y sin necesidad de que Lasso sea insolente, dejándolo por ello íntimamente sonrojado.

      Está bien, Dieguito, están bien los pronunciamientos. No me pierdo yo a Fernando jurando la Pepa mientras monta a la Pepa, y en ese momento recuerda que tiene a una mujer encerrada en casa, lo lee en su cabeza: una mujer encerrada en casa y cincuenta duros cerca del rabo. Coge la bolsa, el cuchillo y la pelliza, dice muy rico todo y baja las escaleras de dos en dos. Diego Lasso está contento. Enjuaga la copa y prepara un nuevo plato de jamón y queso para cuando lleve a José Vargas a medianoche.

      8

      En cuclillas y con la boca goteando sangre en el regazo, Castillejos le ofrece a Plaza la toalla que tenía puesta a secar al lado de la chimenea. La pulsación de la herida la seda. Sin apenas fuerzas ha ido de la cocina al salón y se ha agachado, mirándose la suave percusión de lunares de sangre que se expanden en el vestido. La toalla se desparrama por la mano floja, la mano se apoya en el codo débil, el codo en muslo y Castillejos dice tome, capitán, con su amabilidad instintiva.

      Vicente Plaza saca una botella de anís y se rocía la cabeza. Le escuece en más puntos de los que le duelen. Coge la toalla, se seca y deja el anís junto a Castillejos. Va a su cuarto y llena una palangana. Se enjuaga el pelo y se lava, moja una esquina de la toalla y se la pasa por las axilas y el cuello. Descansa en la jofaina, reposa la toalla en la nuca. Oye, llama a Castillejos. Ven a limpiarte. Está más adormecida porque le ha llegado como un himno de paz el sonido del agua acompañado de los suspiros y las exclamaciones de alivio de Vicente Plaza, por eso y porque empieza a perder mucha sangre. Eh, insiste Plaza. Regresa él a la cocina y al agacharse a su lado se marea un poco, las brechas de la cabeza le bullen. Se asoma por el hueco que forma el tronco doblado de Castillejos y le busca la mirada, y encuentra los ojos cerrados y la cara pálida. Le aprieta las mejillas con una mano y la zarandea eh, eh. El cuello de Castillejos cede y las rodillas dejan de sostenerse, golpean el suelo. Vicente Plaza la agarra por la cintura, se quita la toalla del hombro y le limpia la boca, restregándole la sangre, y descubre el labio superior abierto. Le echa la cabeza hacia atrás, coge la botella y le derrama en la boca un chorro cristalino. Catalina Castillejos espabila y tose en la cara de Vicente Plaza, gime roncamente y deja caer en el vestido una baba de sangre y anís. Las roturas de la piel refulgen al contacto con el alcohol y se define una veta ancha y curva desde más arriba de la boca. Vicente Plaza empapa de anís la toalla y la posa sobre la herida de ella, que se queja ahogadamente, le arde el tabique nasal y le pica la garganta. Ahora ve Plaza a Castillejos. Ve los ojos verdes y las intensas ojeras, ve la frente ancha, la nariz algo combada, las cejas despeinadas, la calidad del hilo de su vestido que trasluce la puntilla de las enaguas. La respiración de Castillejos va calmándose y sus pupilas dejan de vagar. Se detienen en las suyas. Vicente Plaza retira la toalla y susurra estás mejor. Castillejos responde mejor, mejor, tosiendo entremedias, con cara de asco porque le ha vuelto el sabor a sangre y anís. Toma, escupe, y le pone la toalla en las manos y la endereza, dejándola sentada. Ella apenas deposita un silbido en la toalla. Agua, pide. Mejor enjuágate con el anís, para las heridas de dentro, dice Plaza, y le alcanza la botella. Castillejos se recoge el pelo detrás de las orejas, posa la abertura en el labio inferior y da un traguito, aprieta los ojos, tose de nuevo. No lo tragues, métete un buche largo pero no tragues, le dice Plaza. Espera, te traigo un cacharro, espera, y de un salto se levanta y trae del dormitorio la palangana donde flotan islotes de saliva y leche. Castillejos chupa la botella y estira el cuello. Con los ojos apretados agita el líquido dentro de la boca, un poco más, dice Plaza. Se le salen dos hilillos por los labios apretados, y dos lágrimas. Se vuelca sobre la vasija y escupe rosado y dulzón, salpicándose a ella y a Plaza, y regurgita. Venga, vomita, la anima. Con una mano le sujeta el barreño y con otra la melena, pesada de sudor y de algo de barro seco y de perfume que todavía emana. Desciende una flema temblorosa hasta sumergirse en el mejunje, y Castillejos eructa. ¿Ya? Agua, responde ella. Vicente Plaza suelta la palangana y la melena, se vuelve a levantar y trae un botijo. Le ayuda a beber sosteniendo la base e inclinándolo. Castillejos se aferra a las asas, se atrae el pitorro a la boca y engulle el agua sonoramente, se le derrama por el pecho y dirige el botijo y la mano de Plaza para que le moje la frente, la dirige de nuevo para seguir bebiendo. Ya, respira Castillejos con gozo de saciedad. Gracias. Su sonrisa está agotada pero alcanza a enseñar los dientes vueltos marrones, y brilla Castillejos empapada.

      Vicente Plaza se levanta y dice no tengo nada para comer. Ya lo sé, responde Castillejos, y también se levanta. Hace frío, dice Plaza, y ella asiente. Vamos a un café. No tengo dinero. Ya lo sé, responde Plaza, y Castillejos piensa en la mantilla que no encuentra en su baúl, pero no dice nada. Cámbiate y vamos a un café. Vicente Plaza recoge la toalla del suelo, engurruñada y apestosa, y dice en el dormitorio hay unos trapos. No son tan exquisitos como esto pero están limpios. Y una jarra de agua entera. La tiro, ¿no? ¿El qué?, pregunta Castillejos. La toalla, dice Plaza, ¿o quieres lavarla? No no, sí, si… ya de exquisita tiene poco. Castillejos coge el baúlte ayudo, pregunta Plaza, y ella se acuerda de la mantilla. Pesa poco, responde ella, y se mete en la habitación. Aunque retiene el chorro para que no se adivine lo que está haciendo, Vicente Plaza la oye orinar. El tintineo en la escupidera se extiende unos segundos largos y en su discurrir Vicente Plaza presencia el salón oscureciéndose y la tarde invernal recostándose como plomo sobre las casas. Aísla en el silencio las percusiones de la orina contra el recipiente y de los coches contra los adoquines, pero luego sólo la orina y luego sólo las bisagras del baúl, el trajín de las capas de ropa ajustándose al cuerpo de Castillejos, el cepillo rascando los nudos del pelo, su tos. Ve a su hija cuando creciera o a su esposa cuando se conocieron. Reconoce los gestos domésticos de una mujer: el roce de su trasiego, su gratitud hacia los muebles, el gesto altivo frente a la desatención. Enciende unas cuantas velas y se abotona hasta arriba la camisa. Tira la toalla de Castillejos por la ventana, se abrocha el dolmán y se pone la pelliza a un hombro. Pasa la mano por encima del pantalón y aprieta la bolsa de dinero. Espera de pie, atento, imaginándola. Castillejos abre la puerta y Plaza la reconoce: una mujer bonita. Vicente Plaza, capitán de húsares de Castilla la Vieja, visitador y comandante general de rentas, cesante, claro. Natural de Cebico de la Torre, Valladolid, que no me he presentado, dice, y reverencia escuetamente. Catalina Castillejos de Alhamar, dice Castillejos en una corta flexión de rodillas, y duda si añadir propietaria de doce hectáreas de olivos. Tasa las ventajas y los inconvenientes de su presentación. Propietaria de doce hectáreas de olivos, resuelve. Vicente Plaza acaba de descubrir su acento acatarrado y difícil. Mucho gusto. Igualmente. Castillejos se balancea en el sitio, poniéndose un poco de puntillas y rebotando en los talones. ¿Cómo se encuentra su labio? Ella se lo toca y reprime una mueca dolorida. Mejor, gracias. A Plaza lo asalta la culpa y mira a los lados para evitar la mirada de Castillejos, aunque esa mirada no contiene ni reproche ni abatimiento sino un destello ansioso. ¿Y usted? Mejor, mejor, responde. Me alegro, dice ella, que también siente vergüenza y por eso mira abajo, aunque tampoco hay insulto en la mirada de Plaza. Pero porque sus ojos se rehúyen tienen que masticar el remordimiento a la vez que los bizcochos,