Cristina Morales

Terroristas modernos


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original de los iluministas es que nosotros y el resto de conjurados utilizamos los eslabones, además de para el tráfico de información, para el de dinero. Con idéntico secreto los vértices superiores entregan dinero a sus dos inferiores para los gastos y las recompensas que la trama vaya exigiendo, de manera que no se generan envidias. Cuantos más triángulos tiene un conjurado por debajo, más dinero maneja. Juzgue usted por la cantidad que le entrego a qué altura se encuentra.

      Yandiola se rio: La altura de mil reales. ¿Puestos uno sobre otro?

      En adelante me comunicaré con usted cada cinco o seis días por este mismo medio pero con mensajeros distintos cada vez, en primer lugar porque toda precaución es poca, y además porque la distancia que nos separa mataría a cualquier jinete, por experto que fuera, si se le obliga a ir y venir de París a Madrid cada semana. Si necesitara comunicarme algún dato vital para el asunto, o informarme acerca de la marcha del mismo, no dude en entregarle una carta al emisario que yo le mande, pues es de mi gusto facilitarle las cosas, señor diputado, unido al hecho de que mis emisarios me harán llegar sus mensajes mucho más rápidamente y con más garantías que cualquier otro que usted pueda pagar.

      Feliz de poder contar con un hombre de su talla se despide

      Francisco Espoz y Mina

      Se quitó las lentes y al frotarse los ojos le picaron más porque le quedaban briznas de tabaco en los dedos. Blasfemó automática y quedamente. Dobló la carta hasta convertirla en un cuadrado que se metió en el calzón. El tacto del papel era más amable que su ropa y se acarició con él la barriga hundida, dando una calada al cigarro. Expulsó el humo en una tos larga como un montón de clavos viejos. Apagó el cigarro a medias en el marco de la ventana, se enroscó en la manta que llevaba sobre los hombros y antes de quedarse dormido se aseguró de que la talega seguía hincándosele en el muslo.

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      Castillejos se despierta tibia, con peso en los costados, y quiere algo caliente. Sopa, vino, leche, un baño. Robar leche no es robar, le dirá Vicente Plaza por la tarde, cuando la vea husmeando en su despensa. Castillejos dará un respingo y al girarse encontrará a Vicente Plaza que se le acerca y le busca el vientre por debajo de la blusa. Pero robar una mantilla de encaje sí es robar. Devuélvamela, dirá ella retirándole la mano. Para qué necesitas tú una mantilla tan fina, zorra, susurrará él no con voz, con vaho, en la oreja de Catalina Castillejos. Para que no se la ponga usted a falta de chaqueta, maricón, responderá ella con el vello del cogote de punta, y mientras estará acariciando la jarra de leche. Plaza ya le habrá encontrado el vientre y se lo apretará a la vez que se mete la otra mano dentro del pantalón. Castillejos agarrará el recipiente, dejará que Plaza se recline sobre su espalda y ella, con la boca entreabierta y las aletas de la nariz dilatadas, levantará la jarra, tanteará la mejilla de Plaza, dejará que le chupe los dedos y entonces se la romperá en la cabeza. Plaza retrocederá pero alcanzará a Castillejos antes de que le dé tiempo a salir corriendo, le pegará un puñetazo en la cara y los dos caerán al suelo. Castillejos hundirá la cabeza en las rodillas, gemirá y se mareará al percibir el olor, el color y el sabor de su propia sangre. La sangre empezará a discurrir por la sien y por la frente de Plaza y se mezclará con la leche que le gotea por el pelo, las patillas, la nariz, las cejas y las cuencas de los ojos, y los riachuelos rosados seguirán las curvas a un lado y otro de la mandíbula. Hasta la barbilla llegarán y de allí se precipitarán al pecho como un rosario de nácar al que se le salen las cuentas. Niña, no llores. Estaba agria.

      Esa tarde sabrá Castillejos que robar leche no es robar pero ahora no lo sabe y se queda con las ganas. Le laten las sienes, la saliva encuentra estrecho el paso de la garganta y a la garganta se le clava la saliva. Está blanda Castillejos y por eso nota más duro el suelo. Una urgencia la despereza. Tarda unos momentos en ubicarse y al abrir los ojos se gira hacia el catre de al lado para despertar a su hermano porque hay que ir a cerrar el trato de Valladolid. Al no encontrarlo, al ver a su alrededor la poca ropa que no le robaron extendida en las sillas y en el suelo, los botines comidos de barro y el corsé destrozado, al verse a sí misma en paños, reacciona. Hijos de la gran puta, bastardos, os lleven los diablos os coja la inquisición por marranos judíos gitanos boabdiles.

      Tiene vergüenza y frío y al toser le vienen mocos. Se levanta del canapé, escupe en la chimenea y decide irse antes de que Plaza la vea: Vendo el baúl, junto diez napoleones y me voy, vendo la mantilla de bordado granadino, así la vendo, de bordado granadino, carísimo, finísimo, y me voy a mi casa. La resolución le disipa el cansancio. Se pone la enagua arrugada, sacude el vestido que está menos húmedo y al ajustárselo le da un escalofrío y empiezan a castañearle los dientes. Cuando está subiéndose las medias se da cuenta de que están llenas de enganchones y de que se le han puesto las uñas moradas. Se detiene y se mira: Pordiosera. Quién va a querer este vestido sucio y este corsé deformado, piensa, en Madrid que hablan tan bien todos, y cuando se está agachando para cogerlo y abrazarlo y romper a llorar, alguien llama a la puerta. Duda si es Vicente Plaza golpeando alguna puerta interior de la casa, pidiendo permiso para pasar, o si es alguien desde fuera. Llaman de nuevo, más fuerte y con más insistencia y su voz acompaña a los nudillos: Vicente, soy yo. Castillejos intenta apretarse los cordones del corsé agitándose como si quisiera echar a volar, pero sólo consigue darse pellizcos en la espalda. También se quiere poner las medias y recoger sus cosas, todo al mismo tiempo, y en eso tropieza con la silla y con el fuelle de la chimenea. Te estoy oyendo, sal, dicen desde el otro lado, y sube el volumen. ¡Mi capitán, son más de las diez! Castillejos congela la mirada en el recodo por donde se metió anoche Vicente Plaza y espera que salga y no se acuerde de ella y la eche. ¡Vicente, joder!, dicen, y golpean con el puño. ¡Vicente! Ya voy, joder, ya voy, responde Plaza desde su habitación. Castillejos se pega a la pared y se abraza al corpiño abierto. Plaza camina con los hombros ligeramente hacia atrás, lleva el torso desnudo y se está colocando una navaja oxidada dentro del fajín, y no repara en Catalina Castillejos. Ya voy, hostias. Descorre los dos cerrojos y al darse la vuelta la ve. Dice ah, tú, y vuelve a su habitación.

      Diego Lasso entra y Castillejos hunde de inmediato la barbilla. Lasso echa uno de los dos cerrojos y le habla a Plaza desde el salón. ¿Desde cuándo te traes las furcias a casa? Desde que no me da la gana pagarle al Cosme un cuartucho para una chupadita. Al oírlo se le agudiza el frío a Castillejos, como si Vicente Plaza le estuviera acariciando la nuca con la navaja. Se relame los labios, succiona dentro de la boca y pasea la lengua por el paladar buscando un sabor ajeno o una pista, pero traga saliva y sólo se cerciora del dolor de garganta. Date prisa. Ya sabes cómo se pone Preciados los sábados por la mañana. No me gusta estar fuera de casa con tanta gente merodeando. Vicente Plaza se pasea por la habitación remetiéndose la camisa, canturrea. ¡Que te des prisa! Tu puta madre, Dieguito. Contento tienes que estar de esperarme a mí un sábado. Se da el visto bueno en el espejo y va al salón, sobrepasa a Lasso y se balancea hasta Castillejos. Apestas, Vicente. Pues cómprame perfume francés, gilipollas. ¿A que a ti no te parece que apeste? ¡Dilo alto que se entere el teniente de húsares de Castilla la Vieja! No señor no apesta usted, dice Castillejos con una sola bocanada de aire. ¿Ves? Una dama de esta categoría no se habría dignado a venirse conmigo si no oliera a rosas. Vicente, vamos, dice Lasso, y Vicente Plaza pone un pie detrás de otro, dobla las rodillas, ladea la cabeza y exclama en falsete a sus órdenes, mi teniente. Así se queda y explica así se saluda cuando uno huele a rosas y continúa niña, qué modales son esos, saluda al teniente Lasso que nos honra con su levita deshilachada y sus botas de suela de esparto. Castillejos se separa de la pared, se queda un paso por detrás de Vicente Plaza y saluda. Ahí no van las manos, guapa, le indica, de qué corte de Napoleón te has escapado. Plaza se yergue y descubre los cordones embrollados en la espalda de Castillejos. Señor es que se me cae el corsé si estiro los brazos. Plaza declama ¡oh! ¡La dama necesita ayuda para vestirse! ¡Haga el favor, don Diego, de prestarnos su doncella! Diego Lasso chista una sonrisa y dice vamos tarde. Plaza desliza un dedo por la espalda desnuda y sale. ¿Ahí la vas a dejar?, pregunta Lasso. Total, si lo único que puede robar es leche, responde Plaza. Castillejos escucha la cerradura tragándose los pestillos, suelta el aire y deja caer los brazos.

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