Cristina Morales

Terroristas modernos


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Castillejos. Avanzó sobre el crujido de la madera. Llegó. Más, dijo Plaza. Volvió el agrio olor a vino. ¿Estás temblando? ¿No te gusto? Cuando la agarró por la cintura, cuando iba a besarla, Castillejos estornudó. Plaza bufó un torrente de aire y se limpió el moco de la cara. ¿Tienes la sífilis? Castillejos retrocedió, aturdida, a punto de llorar, culpándose la boca. ¡Que si tienes la sífilis! No señor no, respondió, y rodó la primera lágrima. Vicente Plaza se restregó la mano en la pechera, se levantó tirando la silla y desapareció en lo hondo de la casa. No me haga usted daño, me voy ahora mismo, suplicaba Castillejos, y los estornudos interrumpían su ruego a la oscuridad. Me iré ahora mismo señor no me haga daño, repetía, cada vez más ininteligible, hasta convertirse en un rezo señor por favor no me haga daño, se arrodillaba en el suelo, cruzaba las manos. Apareció una luz y un chisporroteo. Ven, la llamó. ¡Señor, señor, por favor! ¡Que vengas! Castillejos anduvo pesando los talones, pisando la llorera. Plaza avivaba la lumbre en cuclillas y se dejó caer con el culo. Quítate esa ropa, está chorreando. Vas a ponerte mala. La voz de Vicente Plaza era siseante, firme en algunas sílabas y luego imprecisa, doblada. La llama creció hasta descubrir un salón desordenado a pesar de sus pocos muebles, una mesa, un canapé. Duerme donde quieras. Cierras la puerta cuando te vayas. Se le resbaló un codo al intentar levantarse, ronroneó, se levantó al fin. Entró en la oscuridad, regresó con las cosas de Castillejos y las tiró a sus pies. Cierras la puerta cuando te vayas, repitió, y desapareció por último.

      3

      Estimado señor diputado don Juan Antonio Yandiola:

      No reconocerá ni esta letra ni el lacre que la guarda, y por eso se hace necesaria, antes de avanzar sus intenciones, una presentación y una justificación por mi parte para que pueda usted leerlas confiando en el remitente.

      Soy Francisco Espoz y Mina, general de la División de Navarra, tío del bravísimo comandante del Corso Terrestre de Navarra Xabier Mina El Estudiante,

      >A Juan Antonio Yandiola se le redondeó la cara de sorpresa.

      hoy, como yo, exiliado. He sabido de su paradero de usted gracias a don Mariano Renovales, coronel de los Húsares de Palafox y brigadier de su ejército. Mi relación con el comandante Renovales procede de la guerra,

      ¿Mariano Renovales?, hizo memoria Yandiola.

      pues yo desde Navarra y él desde el Alto Aragón nos codeamos en más de un combate, en más de una emboscada y en más de una fiesta cuando el combate y la emboscada se decantaban de nuestro lado. El coronel Renovales tuvo la fortuna de no tener que exiliarse, aunque llamar fortuna a vivir en Madrid es demasiado decir, dadas las circunstancias.

      Renovales lo conoce a usted desde hace tiempo, porque él es natural de Arcentales y, según puso en mi conocimiento, usted lo es de San Esteban, y pertenecen ambos a dos de las familias más ilustres de las Vascongadas, unidas en abolengo, en negocios y en simpatía. Concretamente me habla el brigadier de una verbena celebrada en el todavía pacífico año de 1807, con ocasión de la feria de ganado de Galdames, de la cual guarda un vivo recuerdo por la grata impresión que le causó su imagen y su carácter de usted, ya erudito a los veintiún años, preparando su viaje a Méjico con una resolución y una madurez impropias de un joven de su edad. Renovales apoyó su candidatura de diputado a Cortes por Vizcaya, admira la labor que desempeñó en Cádiz y sus trabajos hacendísticos, admiración que comparto. Su “Plan de una visita general que convendría practicar en el reino de Nueva España” y su “Informe biográfico reservado anónimo” corrieron primero de mano en mano en Cádiz y de boca en boca en todo el mundo después. Como ve, el carácter reservado que usted quiso imprimirle no fue tal, pero si no fue así se debe precisamente a la elocuencia y a las verdades que el mismo plasma, con las cuales todos los liberales hemos querido ilustrarnos y las cuales hemos querido difundir, y puedo asegurarle que en Francia y en Inglaterra su academia resuena, señor Yandiola, como la de un avanzado economista. Lamento profundamente que no pueda usted gozar del crédito que las naciones extranjeras le brindan, estando como está bajo el yugo y la miseria del absolutismo.

      Sé lo que es vivir constantemente bajo sospecha, señor diputado, sin ser mi delito otro que la defensa de la libertad y la consecución de la justicia debida. Los tres mil quinientos hombres que lucharon bajo mi mando por la independencia de España y por el trono Borbón son tratados a día de hoy como bandoleros y asaltantes y yo mismo soy visto en mi propia tierra y por mis propios vecinos como el rey de los ladrones, en vez de como el rey de Navarra que en otra hora fui, nombrado por esos mismos vecinos.

      Al principio comprobé sorprendido que los franceses lo tratan a uno como abanderado de la libertad, título que ni en sueños había creído merecerme, pero que, visto desde la distancia en la que me encuentro, no es tan desatinado. Tanto usted como yo hicimos posible la carta magna que insufló en los españoles el primer aire de la nueva civilización, usted desde las tribunas y los papeles y yo desde los cerros y las plazas, y aunque el vil Fernando haya arrancado la flor que tímida pero brillantemente empezaba a brotar, la semilla sigue preñada bajo tierra. Sólo hace falta que un grupo de hombres decididos y patriotas la riegue, y con apenas unas gotas aparecerá el tallo. Entre esos hombres está usted, admirado Yandiola. Cádiz era bombardeada por el invasor mientras usted seguía discurriendo sus ponencias para las sesiones futuras, anotando en sus pliegos las arengas de libertad y ese hermoso verso llamado artículo dos: la nación española es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona.

      Los extremos de la sonrisilla le movieron la cabeza a Yandiola: Pero si yo no estuve en las Cortes Constituyentes.

      Pero por grande que sea la desdicha del emigrado, poco tiene que envidiarle en lo que a penalidades se refiere a la desdicha del que no puede emigrar. El señor Renovales me informa de que su familia de usted quedó bastante mal parada tras la guerra, me describe su precaria tesitura, no lejos de la que él mismo sufre. Madrid ha dejado de ser la capital

      ¿Renovales de Arcentales, Renovales de Arcentales…?, se inquirió, sin ver una cara, Yandiola.

      imperial que era para convertirse en un barrizal hediondo. ¡Con cuánto pesar he de dar la razón a los viajeros europeos cuando, a la vuelta de sus andanzas, comentan en los salones que España es el norte de África! En esos momentos la sangre me hierve, precisamente, como la de un abencerraje, y me entran ganas de responderles que quienes destrozaron nuestras iglesias, nuestros

      El trescientos treinta y nueve, no el dos, caray, pensó Yandiola. El que yo informé fue el trescientos treinta y nueve. El pensamiento se le sembró en los labios y habló: Nadie se acuerda del artículo trescientos treinta y nueve.

      jardines, nuestros conventos, nuestros mercados, nuestras escuelas, nuestros cuarteles, nuestros caminos y nuestros puentes fueron los franceses, quienes echaron sal en nuestros campos fueron los franceses, quienes envenenaron nuestros ganados y nuestras fuentes fueron los franceses. Y he aquí la miseria del exiliado, señor Yandiola, y es que uno tiene que callarse las verdades porque está de prestado, porque nunca sabe si su anfitrión es adicto a los Bonaparte o a los Borbones, porque nunca se sabe quién es de fiar y quién espía, y espía de qué facción, y lo que es más importante: porque nunca sabe uno si ha matado al hijo o al hermano o al padre o al nieto o al sobrino del francés con el que está hablando.

      No dejaba de sorprenderme en los primeros tiempos de mi emigración que el gobierno de Luis XVIII tratase con mucha más consideración a los afrancesados, seguidores de las usurpaciones de Napoleón y su familia contra la casa de los Borbones en todos los reinos que ocupaba en Europa, que a los que habíamos peleado a favor de ella y contra las usurpaciones de los Bonaparte. Y por otra parte, franceses hay también, y de alta categoría, que me aseguran que varios de los afrancesados españoles se prostituyen para Luis XVIII y para Fernando VII, haciéndose pasar por constitucionales, para espiar y delatar todo cuanto averiguan en materia de nuestras relaciones a un lado y a otro de los Pirineos.

      Y en esas estamos, señor Yandiola: usted de un lado de los Pirineos y yo del otro, así como mi sobrino, como el brigadier Renovales, como el Conde de Toreno, como Blanco White, como Calatrava y Quintana y Martínez de la Rosa, como Argüelles