Cristina Morales

Terroristas modernos


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de Richart.

      Blas Velázquez: Primo político de Richart por ser el marido de su prima carnal Ramona Pont (Moneta) y padre de José Velázquez. Encubridor de Richart.

      Jan Hipolit Wisniewski: Excapitán del ejército polaco en la Guerra de Independencia, aliado de las tropas napoleónicas. Está integrado en las altas esferas de la conspiración, aunque se desconocen sus ángulos inferiores y superiores.

      Marqués de Santa Cruz: Encargado del vestuario de los conspiradores y de la decoración del baile. Está integrado en las altas esferas de la conspiración, aunque se desconocen sus ángulos inferiores y superiores.

      I

      NACIMIENTO DEL ESTADO MODERNO:

      DE LA CONSPIRACIÓN LIBERAL AL TERRORISMO CONSTITUCIONAL. CIUDADANOS INDIGNADOS

      1

      La razón era una sola. El notario. Porque el notario era un liberal de los primeros, era amigo de los de la Constitución. Pasó las fiebres en Cádiz. El notario odiaba a Fernando séptimo y no le importaba jugarse el puesto porque tenía buenos amigos, los de la Constitución, que podrían colocarlo en una capital liberal, en la misma Zaragoza. Por eso se pasaba por los cojones los decretos de marzo de 1814 y no los aplicaba. Si le venía un terrateniente que no quería pagarle el diezmo a la Iglesia, le hacía un papel diciendo que no tenía medios suficientes para mantener a su familia y lo excusaba del diezmo. Si le venía un criollo diciendo que no le dejaban ejercer de médico por criollo, el notario le hacía un papel diciendo que su padre y su madre eran españoles y que la negrura le venía de los bisabuelos, y que ganó una medalla en Bailén. Si le llegaba una mujer diciendo que era la mayor de cinco hermanos, todos machos, y que el padre en su testamento la había ignorado, el notario hacía un papel que decía que la hermana mayor se hacía cargo de toda la herencia porque también se tenía que hacer cargo de los cuatro hermanos, y con viento fresco el mayorazgo.

      Esa era la razón. Que el notario le había bailado el agua a Catalina Castillejos, que Castillejos se iba a quedar con doce hectáreas de olivos y él con ninguna. No se da cuenta el notario de que convertir el mayorazgo en mayorazgo de hembra también es injusto, es una injusticia pero moderna, que puestos a ser avanzados habría que dividir la tierra en partes iguales. De eso me doy cuenta hasta yo, que me importan una mierda la Constitución, Napoleón y el rey. Eso es porque la pretende, y pretendiéndola se queda él también con las doce hectáreas de olivos. Qué ama más el notario: la Constitución del doce o las doce hectáreas. Esa es la razón, el notario, porque a su hermana la adora. La ha abandonado en la taberna y ha enfilado el camino al Escorial solo con el mozo y el cochero. El cochero no ha tirado del caballo inmediatamente. Ha mirado antes a los lados y ha preguntado por la señorita, y en respuesta ha recibido la misma orden, más vigorosa y aguda, de que arranque. El mozo, sentado frente a él, lo ha mirado con una interrogación pavorosa. El hermano no ha soportado la censura y lo ha mandado al pescante. A ver si la lluvia te quita esa cara de retrasado, le grita, y se repite la única razón, el notario, sin pensar ni en lo que le dirá al padre ni en que se arrepentirá, ni en que dentro de una semana, cuando cierre el trato en Valladolid, volverá a por Castillejos desesperado y culpable porque la adora, de verdad que la adora.

      2

      Tú come tranquila que está diluviando. Ya aparejamos nosotros el coche. Le dejó el baúl afuera del mesón con la esperanza de que lo viera antes que nadie, y veinte napoleones entre la ropa. Catalina Castillejos terminó de cenar y fue al establo. Llamó al hermano preguntando su nombre, luego al mozo y al cochero, y sólo oyó el resoplido de una yegua y la lluvia a sus espaldas. Era cálido el establo. Salió y gritó Ángel, Migue, Filo, Migue, en mitad de la tormenta y de la plaza. Migue, Migueli. Vio un desorden por el suelo y perdió la prisa de estar mojándose. Reconoció los objetos como pistas escabrosas e inverosímiles, hasta que divisó su baúl saqueado. Agarrada a una camisa pensó nos han robado, los han matado, y corrió adentro. Los caballeros que estaban conmigo, ¿los ha visto usted? Cuáles. Un señorito recio algo más alto que yo, rubiasco, con terno azul, no, verde, con terno verde y con un mozo así flaco y otroah sí, la interrumpió el mesonero. Lo suyo lo han dejado pagado, no debe usted nada. ¿Que se han ido? El mesonero evitaba interesarse por ahorrarse la molestia del socorro. Sí señora. ¿Los ha visto usted irse? Sí señora, mi zagal les ha acompañado al establo y les ha cobrado la alfalfa, concluyó. ¿No le han dicho nada al chico antes de irse, ni a usted? ¿Dónde está el chico que le pregunte? No señora, no le han dicho nada al chico, volvió a concluir. ¿Es ese de ahí? ¡Eh! Oye, ¿no te han dejado un recado para mí los señores que se acaban de ir? Cuáles. Unos con un coche grande, como una diligencia pequeña. De cuántos caballos. De cuatro. Pardos. Sí. No, ningún recado. ¿Estás seguro? Sí señora. Tres pardos y uno más gris. ¿Con una mancha en la oreja el gris? ¡Exactamente! Ningún recado. ¿Y estaban normales o nerviosos? Muy normales y muy calmos, uno medio dormido. ¿El señorito iba medio dormido? No, señora, un caballo. El chico se acercó a Castillejos y susurró el señorito tenía prisa por irse, porque no me ha dado lugar ni a devolverle el cambio.

      Depuso cualquier estrategia. El límite de la mente de Catalina Castillejos era su frente: esperaré aquí. Volvió a la lluvia y se puso a doblar la ropa mojada sobre el regazo mojado. Pero con qué dinero, pensó. Pasó la mano por el interior del baúl, sacudió la ropa que acababa de doblar, recorrió el baúl de nuevo. Esperaré aquí. El pensamiento seguro, de ida y vuelta, el muro de contención de los demás, acabó por derrumbarse. Pero con qué dinero. ¡Con qué dinero espero, ladrones!, dijo, y luego gritó con qué dinero, hijos de puta. Mal dolor te diera, ni un olivo vas a ver, ni una aceituna hijo de puta, y lloraba y se dejaba conducir por los brazos del mesonero niña, me espantas la gente. La llevó adentro, la sentó en una banqueta poco visible, le dio una manta y le soltó sus cosas a los pies. Esperas a que escampe y te vas.

      Se hundía en las yemas de los dedos las varillas despuntadas de uno de sus corsés. Recordó la letra del cliente de Ciudad Real, tan amplia, tan bien separada, una caligrafía francesa que ella alabó. El de Ciudad Real cerró la compra por mi simpatía y por lo guapa que iba esa mañana. Recordó lo rojo que se puso su hermano y lo que le temblaron las manos cuando le pidió que le apretara el corsé, y ella tenía que decirle más fuerte, hombre. Ese recuerdo le espabiló un hijo de puta, a ver lo que eres capaz tú de vender con esa cara de malfollao, putero de mierda, te ahogues en aceite, masticó. Vio entonces a Vicente Plaza viéndola. Levantó la cabeza y vio a más hombres mirándola. Se le acercó uno y desde la mano cuajada de anillos le preguntó cuánto. Castillejos enderezó la espalda y apretó el corsé contra el corsé. Si quieres un anillo vas a tener que ser buena, ¿eh? Castillejos hizo una bola de sus cosas, se deslizó hasta el extremo de la banca y Vicente Plaza se le plantó delante. ¿Adónde vas? La pregunta se estampó en la frente de Castillejos como un sello: adónde voy. Yo te doy más, continuó Plaza. La hizo retroceder en la tabla de madera, se sentó a su lado y al otro le dijo vete. Eh que yo he llegado antque te vayas, ordenó Plaza, y el hombre obedeció quejoso. Se habrán creído estos bandoleros violaviejas¡que te estoy escuchando, te estoy escuchando! ¡A joderla!, replicó. ¡Cuestión de minutos!, se rio Plaza, y atrajo las risas de otras mesas. Hablar no hablas, pero maldices como el demonio, le dijo Plaza a Castillejos. Igual que un músculo se pone tenso, Castillejos puso la mente compacta: chaquetilla y dolmán desabrochados, colbac tiñoso, fajín flojo, peste a vino, cartuchera vacía. ¿Te vienes o no? Mente compacta: cartuchera vacía. Respondió sí con la cabeza.

      Quítate eso de encima, por lo que más quieras, dijo Vicente Plaza sacándose las botas, ya en su silla, en su casa, en un tercer piso. Castillejos no supo dónde soltar la manta. Buscó la mirada de Plaza para que le indicara pero sólo le encontró la nuez prominente proyectando su pequeña sombra en la piel tersa. Posó la manta en el suelo, frente a sí y junto al baúl, a modo de frontera. Plaza vio el abrazo quieto de Castillejos entre el bulto de ropas y su cuerpo y le dijo suelta eso, está hecho un asco. Ven. Castillejos sumó el hatillo a la vana trinchera. Lo hizo despacio,