Cristina Morales

Terroristas modernos


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abandona contra el muro y lo invade una serena suficiencia. También se conoce a sí mismo. Su resignación es sabia: no avanza porque no puede. Cuando intenta explorar más allá, se paraliza. No lamenta sus fracasos. Se reprocha el intento de desafiar sus propias leyes, de buscar aventuras, aunque esta vez estuvo a punto de atreverse. Agarrar a la novicia Julia Fuentes de la muñeca, dejar que los cofrades doblaran la esquina y llevársela a su casa. Su casa, sí, porque las mensualidades ya están pagadas y el niño de la casera durmiendo. Pero no lo hizo. Se consuela pensando que la casa también será suya mañana y pasado mañana y lo que le queda a febrero. Planearé una huida o un paseo, piensa, pero se arrepiente. Precisamente hoy Fuentes venía la última, a bastante distancia del resto de la comitiva. Es como si hubiera adivinado lo de llevársela a casa, pero en seguida desecha ese pensamiento por inverosímil y concluye que simplemente la novicia estaba ansiosa.

      Llegó cuando las campanas de San Antonio doblaban a entierro. La gente bajaba las escalinatas formando una mancha oscura que la novicia atravesó deprisa, persignándose y murmurando. El hábito blanco se frotaba con los abrigos negros y se abría paso sin esfuerzo. Los dos últimos cuerpos se separaron y Julia Fuentes siguió caminando, ahora expandida y ondulada, sujetándose los faldones, hacia el rincón de penumbra de José Vargas. Se ha muerto un rico, dijo al arrodillarse, y él se estiró y vio el ataúd penetrando en la masa y acallándola. La cara de Fuentes estaba encendida y bullía dentro del óvalo blanco. Deslizó un dedo dentro de la cofia para refrescarse el cuello. José Vargas le acarició las mejillas con la palma abierta y ella la acompañó arremetiendo con suaves cabezadas. Hoy no traigo nada, dijo Fuentes. Vargas encogió los hombros quitándole importancia.

      El paso fúnebre asediaba la calle. Hacía retroceder a los coches de caballos y ladrar fuerte a los perros; detenía a los transeúntes. Maldita sea, era el momento, se repite José Vargas. Hace media hora, cuando la sonrisa temblona de Fuentes le mostraba sus dientes sobrepuestos, también sabía que era el momento y lo único que hizo fue arrullarse en la posibilidad, en el tenso gusto y en su nombre, Julia, Julia, repetía a la vez que ella se estiraba sobre las rodillas y estampaba un beso largo y húmedo en su frente. Lo taladró como una bala tierna y le estalló en el cerebro, volviéndolo líquido. Julia, sí, le dijo Fuentes al entrecejo de José Vargas, tú José, y el momento se esfumó. Los ojos saltones de la novicia revolotearon por el rostro de José Vargas y por la calle. Ya estarán preguntando por mí, dijo. En paz por la decepción Vargas dijo sí, y con la clara conciencia de que la oportunidad había pasado y de que ya no tenía nada que perder, fue cobarde y le besó ruidosamente las manos. Fuentes gimió y las retiró, y se fue trotando de alegría.

      Los mendigos comen huevos cocidos y pan duro. A la pedigüeña se le ha caído el bocado al suelo cuando decía dios se lo pague. Recoge el pedazo, le sacude la tierra y se lo mete otra vez en la boca. La moneda está caliente porque Diego Lasso la llevaba en el bolsillo interior del chaleco y la mujer, al guardarla también en el costado, siente alivio. Es como una pequeña brasa. Los reales de José Vargas están fríos porque están prácticamente intactos. Desde que Diego Lasso le diera la bolsa la noche anterior ha permanecido atada a su cintura, traqueteando como una alforja. Sólo los sacó por la mañana para comprar una botella de marrasquino, y a media tarde, cuando fue a pagarle la mensualidad a la casera.

      Subió los dos pisos y esperó unos segundos antes de llamar. Reconoció el lloriqueo del niño que grita mensualidad entre el de los demás hermanos. El dinero pesaba en la bolsa y en su cabeza, en sus músculos y en sus párpados. Le hacía moverse lenta y gravemente, el suelo tiraba de sus articulaciones como sedal. Lo invadió un sopor dulce porque había almorzado dos veces, una en casa de Arnaldo Cuesta y otra con Mateo Arruchi.

      Ana Luisa Gil miraba a José Vargas desde el fondo de la casa con los brazos cruzados. Los dos hombres cuchicheaban alrededor de una tabla de madera apoyada sobre dos tocones. Cuando José Vargas le dijo en el umbral de la puerta que quería tratar con él un asunto de importancia, le propuso salir a dar un paseo porque su mujer estaba en casa y la casa sólo tenía una pieza. José Vargas respondió la calle no es segura y las mujeres no tienen entendimiento para esto. Cuesta dio un paso atrás diciendo Ana Luisa, un amigo de la guerra. José Vargas entró y dijo señora. La casa oscura olía a caldo de pollo.

      Hasta ministros, Arnaldo, hay hasta ministros, decía, y Arnaldo Cuesta se rascaba la barba. ¿Y cuánto tiempo hace que no montas a caballo? ¿No tienes ganas? En la cara de Cuesta se izó media sonrisa y dijo decían que era buen jinete. José Vargas le devolvió el gesto diciendo matabas franceses pero curabas las heridas de sus caballos. Arnaldo Cuesta rio hacia abajo y dijo una vez nos comimos uno. ¡Y lo que sufriste, Arnaldo!, exclamó José Vargas zarandeándole. ¡Todo Trujillo de fiesta porque cenábamos el caballo del enemigo y a ti la pena no te dejaba tragar! Ana Luisa Gil meneaba el puchero y las ráfagas calientes que recorrían la estancia excitaban a José Vargas, hablaba más efusivo. Pues tú podrías dirigir la caballería, dijo, y Arnaldo Cuesta respondió ese caballo sirvió a los invasores y a nosotros sin traicionar a ninguno. De eso sólo son capaces los animales. José Vargas dio un golpecito en la madera y repitió dirigir una caballería, ¿eh?, ¡cualquier cosa!, arqueando las cejas, arremetiendo con su mirada a Cuesta. Me gustaría, dijo, y con el pecho quemado preguntó ¿llegará el dinero pronto? El pequeño oleaje del puchero se detuvo. Esa misma noche se premiará a los fieles con dinero y con los bienes que haya en palacio. Dos mil reales lo menos, Arnaldo, concluyó Vargas. Arnaldo Cuesta dijo es arriesgado. Sí. Por eso he venido en busca tuya. Arnaldo Cuesta se rascó la barba más fuerte y provocó una nevada de partículas. Ofreció su mano nerviosa a José Vargas, que la recibió y la aplacó con su mugre tibia.

      Arnaldo Cuesta ordenó a su esposa sírvenos. Ana Luisa Gil retiró el cocido del fuego y lo puso en el centro de la mesa. Trajo dos platos y dos vasos que colocó cuidadosamente. Los tres guardaron silencio mientras llenaba y vaciaba el cucharón y volcaba el tonelillo de vino. Dejó un pequeño círculo blanco en el fondo de la olla, dio cuatro pasos hasta la cama, se sentó y bebió la sopa en cuatro sorbos. Se enjuagó la boca con ellos antes de tragarlos. Se dejó el cacharro caliente en el regazo, pegado a la barriga, mientras su marido y José Vargas almorzaban. Cuando terminaron retiró los platos y los llevó a la tina del agua. Antes de sumergirlos rebañó con el dedo un resto de tocino.

      Mateo Arruchi se sacudió las manos en los pantalones levantando una nube de harina. Al abrazarse, José Vargas envolvió con la capa su cuerpo delgado, como si lo acunara o lo devorara, y le dijo estás guapo, ¿eh? Cuando se separaron, Mateo Arruchi lo había impregnado de polvo blanco y pidió perdón, perdón, ha sido la alegría que me has dado, padrino, y diciéndolo lo palmoteaba para limpiarle. Vargas le agarró las manos. Cómo va el negocio, preguntó. Arruchi se bajó las mangas de la camisa y se apoyó en el mostrador. No llega trigo. Ya va el bollo grande por tres reales y medio. Vamos, que yo puedo comer porque el patrón es bueno. José Vargas miró al fondo. Dos hombres colorados trabajaban apresuradamente y en silencio. Estamos con un encargo de pasteles, aclaró Arruchi. En su voz brillante, en el recinto claro y perfumado de masas frescas o tostadas, la palabra pasteles adquirió el poder de una invitación, una tenaza para los deseos. José Vargas se acercó a Mateo Arruchi, lo cogió de un hombro y con un temblor le susurró están dando tres mil reales a quien simpatice con una trama contra el gobierno. Uno de los tahoneros gritó Mateo, despacha rápido y vente. Arruchi le dijo a Vargas espérame, salgo en media hora. Fue detrás del mostrador, se agachó y sacó un pan redondo y rugoso. Ten, es de la hornada de esta mañana, dijo dando un saltito, y remangándose de nuevo entró en la panadería. José Vargas le guiñó con esfuerzo, arrancó un pico de la corteza y lo mordisqueó. Salió, atravesó la plaza y se sentó en la fuente seca. Agarró el pan con las dos manos y dio un gran bocado. Se aflojó la cuerda de la cintura y deslizó la arandela de una cantimplora. Dio un trago largo al marrasquino y, para enfriar la garganta, volvió a hurgar en la miga y a engullirla.

      Mazapanes, padrino. El tahonero es buena persona y nos da los dulces que salen mal, dijo Mateo Arruchi abriendo el paquetito. José Vargas cogió una flor con los pétalos hundidos y animó a Mateo Arruchi a acompañarle. Ahora que te vas a juntar con masones tienes que comer y beber como ellos, y le ofreció licor. Mateo Arruchi dijo no con vergüenza, pero gracias. Es que mi barriga… No me sienta bien el azúcar. Unos cólicos terribles, dijo, y le entró