Cristina Morales

Terroristas modernos


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se pone al lado de Lasso y, al lado de Castillejos, Plaza, quien mira al techo y a los lados y perezosamente se suma a la oración qui ex Patre Filióque prócedit, negando de incredulidad con la cabeza y aplanando los picos de la escarapela. Al otro lado de la iglesia identifica la chaqueta de dragón de Francisco Esbri, todavía amarilla brillante, y cuando está a punto de atravesar el pasillo e ir a buscarlo un pudor molesto lo hace esperar a que acabe el credo. Se inclina para llamar a Lasso desde la mejilla izquierda de Castillejos, y Lasso se inclina a la altura de la mejilla derecha. Qué sorpresa verlo en misa, capitán. Vicente Plaza susurra he visto a Esbri. Voy a decirle lo de la conspiración ¡ssh!, exclama ahogadamente Lasso. ¿No te dije que yo no puedo conocer a tus ángulos? Castillejos pega los codos al cuerpo porque Vicente Plaza y Diego Lasso se van acercando más el uno al otro y la comprimen, la miran de reojo, y ella intenta no perderse en la página. ¿Que no puedes conocer qué? ¡Los ángulos tuyos! ¡Yo no puedo conocer a Esbri!, susurra Lasso. ¿Cómo que no conoces a Esbri, atontado? El espartero del sitio de Valencia, el que se juntó con los dragones. Diego Lasso contiene la rabia cerrando los ojos y después dice no le digas nada de mí a Francisco Esbri, ¿estamos? Resurrectiónem mortuórum et ventura saéculi amén, dice Castillejos, y ha terminado de rezar antes que nadie. Bueno, que te quedes con esta, dice Vicente Plaza, que voy a lo de los ángulos. También me ha parecido ver a Garcés, y en ese momento Diego Lasso se tapa los oídos y vuelve a ponerse recto, y así aprovecho y hablo con los dos hoy mismo, concluye Plaza, añade ¿pero qué te pasa? Y sale del banco. Anda pegado a la pared de hornacinas huecas. Castillejos ha abstraído el eco de las espuelas del pedimos a nuestro señor Jesucristo por la pacificación de las Américas y la condenación de los traidores, te rogamos, óyenos, y se ha sentido por segunda vez en dos días abandonada, pero ahora piensa esto es una aventura, esto es una novela, y hasta el hambre la estimula. Se une a la plegaria con energía y sonríe a Diego Lasso te rogamos, óyenos. Diego Lasso también ruega animado. No se puede creer que Vicente Plaza lo invite a una puta tan fina.

      José Vargas está sentado en la penúltima fila. El aire que ha movido Vicente Plaza al pasar por su lado le ha devuelto un olor a tierra y a hierro que lo ha sacado del ensueño del latín te ígitur, clementíssime Páter, y ha retomado su inspección. Por los huecos que quedan entre las cabezas busca conocidos. Ya ha descartado a unos cuantos porque van con niños y a otros porque van solos. A otros porque se han dado cuenta de que los estaba mirando. A otros porque fueron amigos y los conocen bien. Finalmente, pegado a la capilla expoliada, ve las espaldas de Arnaldo Cuesta y de su mujer que se contraen para la consagración del pan.

      Castillejos enfoca y desenfoca la cordillera de nudillos del reclinatorio. Mira arriba con la boca entreabierta como en señal de súplica, pero lo que está es observando los techos planos, las columnas cuadradas, las paredes desconchadas y los lienzos ennegrecidos, y se pregunta dónde está la grandeza del Señor. Cuando divisó el edificio al final de la calle ya pensó que lo mismo podía ser una iglesia o un granero, con esos ladrillos pequeños y oscuros y la campana al descubierto. Le dan pena las pequeñas imágenes de escayola, la penumbra de los candelabros y las vidrieras y el retablo dorado pero sin brillo, echado hacia delante como si pendiera de una puntilla mal clavada. Le resulta todo tan accesible: los santos son muñecos, la forja es de pasta, el celebrante una marioneta, los fieles una serie repetida de hileras recortables, y ella está en una de esas hileras; la iglesia entera de cartón. Madrid le parece fácil. Vicente Plaza va hacia Francisco Esbri durante el Padre Nuestro. La gente lo recita más fuerte y con ritmo y Vicente Plaza marca los acentos con sus metálicos pasos, espoleando el rezo. Castillejos escucha las espuelas y es como escuchar un sonajero. Hic est enim cáliz sánguinis mei, dice el cura levantando el cáliz, y José Vargas levanta su cantimplora. In mei memóriam faciétis, concluye el cura y bebe. José Vargas da por bendecido el marrasquino y bebe también.

      Lasso está detrás de Castillejos haciendo cola. Observa su perfil roto por la boca y especula por qué le habrá pegado Vicente Plaza, tan dama como la ve, e imaginándose resistencias y malas contestaciones empieza a desearla y a desear que acabe la misa. Cuando llega su turno Castillejos levanta los ojos al cura, responde amén y de hambre devora la hostia. Támtum ergo sacraméntum venerémur cernúi se mezcla con el tumulto ordenado de gente yendo a los pies del altar o volviendo a su asiento. José Vargas repara una última vez en Arnaldo Cuesta y sale de la iglesia. Se aposta al otro lado de la calle y aguarda dando unos tragos. A Castillejos le gusta el acento tan claro de Diego Lasso rezando, sin omisiones fonéticas, y piensa a la salida pienso decirle que habla mejor que el cura. Se da cuenta de su atrevimiento y se santigua tres veces seguidas, pero ahora que ya han salido y han dado una vuelta por el patio trasero buscando a Vicente Plaza, ahora que corroboran que lo han perdido de vista, entre un par de lápidas Castillejos se sonroja para decir ¿sabe? Habla usted latín mejor que el cura. Diego Lasso se sonroja también y dice Diego Lasso, teniente de húsares de Castilla la Vieja. Ya, responde Castillejos. Lo conocí a usted ayer. Catalina Castillejos de Alhamar, propietaria de doce hectáreas de olivos al este de Sierra Elvira. Diego Lasso piensa está loca, y decide seguirle el juego: Es la hora del aperitivo. Tengo jamón, queso y vino, ha dicho Lasso. ¿Que lo tiene? En mi casa, ha respondido Lasso, y acceder a acompañarlo ha sido para Castillejos el hambre y para Lasso prostitución, y así ha sido fácil entenderse. José Vargas ha esperado que Arnaldo Cuesta y su mujer doblen la esquina para empezar a seguirlos. Los ve entrar en la casa baja y marrón y espera todavía a que den la una y media, y entonces espera a que las campanadas se extingan por completo. Llama y abre Arnaldo Cuesta, y sale un olor a caldo de pollo. Se besan y se palmean. José Vargas le dice quiero tratar contigo un asunto de importancia.

      Doña Catalina. Este es el parque de artillería de los héroes Daoíz y Velarde. Oh, responde Castillejos. Por allí abajo venían tres mil franceses y por allí ocho mil, por la calle de San Bernardo. ¿Esa?, señala Castillejos. Esa. Y esta es la Puerta del Sol. Aquí fue la carnicería de los mamelucos. El primer campo de batalla de la guerra. Los valerosos supervivientes que intentaron huir cayeron bajo las balas y las bayonetas de Murat. Usted debía ser un niño, dice Castillejos. ¿Vio todo eso? No, porque era yo zagal y vivía en Villadiego de León, pero puedo imaginármelo y, permítame la expresión, se me ponen los pelos de punta. ¿A usted no? A mí también, responde Castillejos. Violando a las mujeres en plena calle, delante de sus hijos y sus maridos, añade Lasso, y Castillejos le aprieta el brazo y niega con la cabeza. Disculpe si la impresiono, señorita. No, no se preocupe. Lo que pasó, pasó. Estas cosas hay que saberlas. Castillejos desliza el asa de su bolsito hasta el codo y usa la mano de visera. Dice sale el sol en la Puerta del Sol, y se ríe para adentro. Diego Lasso dice el dos de mayo también hacía sol. Menos mal, responde Castillejos. Se callan hasta que les da la sombra de la calle Preciados y Castillejos dice don Diego de Villadiego, y se ríe otra vez con su risa cuidadosa y seca. Lasso de Garcilaso, recuerda él sin importarle que ella pueda no entender el chiste.

      A Diego Lasso se le acelera el pulso en el rellano y tarda en encontrar la llave. Mientras tanto Castillejos se asoma por el hueco de la escalera, azorada por la subida de los cuatro pisos, pero más azorada por la sensación de respirar hondo a través de un tronco sin comprimir, sin corsé, y es casi como si se alimentara. Adelante. Castillejos abarca toda la sala de un golpe de vista y exclama con sorpresa, con su aire libre desde el estómago, es una buhardilla. Diego Lasso la adelanta y deja el sombrero encima de la mesa. Y esto es jamón y esto es queso, y colocando por último la jarra dice y esto es vino. Esto es un vaso. Catalina Castillejos se está divirtiendo y espera que Diego Lasso le diga esto es una silla, siéntase y coma. Esto es una silla, dice Diego Lasso retirándola. Se pone detrás de ella y dice, señalándole el culo, esto son unas posaderas. Coloca las manos en sus hombros, hace un poco de presión y dice esto es sentarse, y la sienta. Castillejos de puro nerviosa se está riendo y le está doliendo la herida, así que se serena y se quita los guantes. Diego Lasso le mira los huesecillos de las muñecas y las uñas de mugre. Castillejos dice esto es un dedo índice, esto es un dedo pulgar, esto es coger y esto es comer. Esto es masticar, dice, y se tapa la boca de pronto, con un gemidito. Diego Lasso se desabrocha el abrigo y la acompaña. Le sirve vino y dice esto es vino. Ya lo has dicho, responde Castillejos bebiendo. Diego Lasso siente el duelo y la mira a los ojos. Castillejos le sostiene la mirada más o menos, la desvía lo justo hacia el plato. Entonces Lasso le guiña y le saca la lengua y ella se sobresalta, derrama un poco y él dice ¡eso es mancharse de vino!