Emily St. John Mandel

El hotel de cristal


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versión del mundo en la que salía con Annika y en muchos sentidos era una persona de éxito, aun si la universidad no era el lugar para él. Podía dedicarse a las ventas de nuevo, tomárselo más en serio que la otra vez, ganarse la vida de un modo decente.

      «Mire —le explicó al psicólogo de Utah, veinte años más adelante—, es obvio que he tenido tiempo para reflexionar, y por supuesto que me doy cuenta de que pensar así era una locura y muy egoísta, pero ella era tan guapa que pensé: “Es mi salvación”, quiero decir mi salvación ante la idea de sentirme un fracasado…».

      «Es ahora o nunca», pensó Paul, y se acercó a la barra envuelto en una armadura de valor.

      —Eh —lo saludó Theo—. Tú. Eres ese tío.

      —¡Seguí tu consejo! —dijo Paul.

      —¿Qué consejo? —preguntó Charlie.

      —El System, los martes.

      —Ah, sí —aseguró Charlie—. Sí, claro.

      —Qué bueno verte, tío —añadió Theo, y Paul se sintió bien. Les sonrió a todos y se concentró especialmente en Annika.

      —Hola —saludó ella, y no fue descortés, pero, aun así, lo dijo con irritante cautela, como si esperara que todos los que la miraban le pidieran para salir, aunque, por supuesto, era lo que Paul pensaba hacer.

      Charlie le estaba contando algo a Theo, que se inclinaba para escucharlo mejor. (Breve retrato de Charlie Wu: un tipo bajito con gafas y un corte de pelo genérico, apropiado para la oficina, vestido con una camisa blanca y tejanos, de pie con las manos en los bolsillos y la luz reflejándose en sus lentes, de modo que Paul no le veía los ojos).

      —Oye —le dijo Paul a Annika. Esta lo miró—. Sé que no me conoces, pero creo que eres realmente guapa y me preguntaba si me permitirías que te invitase a cenar alguna vez.

      —No, gracias —respondió ella.

      La atención de Theo pasó de Charlie a Paul, a quien observaba de cerca, como si estuviera preocupado ante la necesidad de intervenir, y Paul comprendió: la velada había ido bien hasta que él había llegado. Paul era el problema. Charlie se limpiaba las gafas, aparentemente ajeno a todo, y movía la cabeza al ritmo de la música mientras pulía sus lentes.

      Paul se obligó a sonreír y se encogió de hombros.

      —Vale —aseguró—, no hay problema, no pasa nada, pensé que no había ningún mal en preguntar.

      —Claro, siempre se puede preguntar —corroboró Annika.

      —¿Os va el éxtasis? —preguntó Paul.

      «No lo sé —le aseguró al psicólogo veinte años después—, a decir verdad, no sé en qué pensaba, en mi memoria tengo un terrible vacío mental, no sabía lo que iba a decir antes de abrir la boca…».

      —No es que me vaya a mí —añadió Paul, porque en ese momento todos lo miraban—. Quiero decir que me parece todo bien, es solo que no me va del todo, pero mi hermana me ha dado esto. —Y enseñó la bolsita en la palma de su mano—. No quiero venderlas, eso tampoco me va, pero me parece un desperdicio tirarlas por el lavabo, por eso preguntaba.

      Annika sonrió.

      —Creo que probé esas la semana pasada —aseguró—. Tenían el mismo color.

      «Queda claro por qué nunca he contado esto —le dijo Paul al psicólogo veinte años después del System Soundbar—. Pero no sabía que las pastillas eran malas. Pensé que simplemente había reaccionado mal, ya sabe, como si mi organismo ya estuviera mal porque había dejado los opioides, no que cada persona que se las tomara fuera a enfermar de forma automática, y mucho menos…».

      —Pues nada, si las queréis, son vuestras —dijo a esa banda que, como todos los demás grupos que había conocido en su vida, iba a rechazarlo, y Annika sonrió y aceptó la bolsita—. Nos vemos —añadió Paul, que se dirigió a todos, pero a ella en especial, porque a veces «no, gracias» quiere decir «no ahora mismo, pero quizá después», aunque las pastillas, las pastillas, las pastillas…

      —Gracias —respondió ella.

      «Bueno, la manera en que reaccionó… —le contó Paul al psicólogo—. Ya veo cómo me está mirando usted, pero de verdad pensé que habría probado las mismas pastillas la semana anterior, como aseguró, y la manera en la que sonrió me hizo pensar que el viaje había sido bueno, que obviamente le habían gustado, así que lo que me había pasado a mí cuando las probé parecía una reacción rara, como dije, no algo que necesariamente… Mire, sé que me estoy repitiendo, pero necesito que comprenda que no podía preverlo, sé cómo suena, pero no tenía ni idea de…».

      Después de que Paul se fuera, Annika se tomó una pastilla y le dio las otras dos a Charlie, cuyo corazón se detuvo media hora después en la pista de baile.

       2

      Es fácil, en retrospectiva, burlarse de la histeria del año 2000. ¿Quién se acuerda de eso ahora? Pero en ese entonces el riesgo de colapso parecía real. A medianoche del 1 de enero de 2000, decían los expertos, las centrales nucleares podían sumirse en el desastre, mientras que los ordenadores, afectados por el efecto 2000, desatarían oleadas de misiles sobre los océanos. La red colapsaría, los aviones se caerían del cielo. Pero para Paul, el mundo ya se había venido abajo, así que tres días después de la muerte de Charlie Wu estaba de pie al lado de una cabina telefónica en el vestíbulo de llegadas del aeropuerto de Vancouver y trataba de conectar con su media hermana, Vincent. Tenía suficiente dinero para volar hasta Toronto, pero nada más, así que todo su plan consistía en ponerse en manos de su tía Shauna y suplicar su ayuda; en sus difusos recuerdos de infancia, la tía Shauna poseía una casa enorme con numerosas habitaciones de invitados. Aunque no había visto a Vincent en cinco años, desde que ella tenía trece y él dieciocho, y la madre de Vincent acababa de morir; y no había visto a Shauna desde que tenía, ¿qué?, ¿once años? Pensaba en todo eso mientras el teléfono sonaba sin parar en la casa de su tía. Una pareja pasó a su lado con camisetas conjuntadas que decían «sal de fiesta como si fuera 1999» y solo entonces recordó que era Nochevieja. Las últimas setenta y dos horas habían sido casi alucinatorias. No había dormido demasiado. No parecía que su tía tuviera contestador automático. Había un directorio telefónico en la estantería bajo el teléfono público, y allí encontró el bufete de abogados donde trabajaba.

      —Paul —dijo ella cuando hubo pasado a través del filtro de su secretaria—. Qué sorpresa más agradable. —Su tono era amable y cauteloso. ¿Cuánto sabía? Supuso que lo habrían mencionado en las conversaciones a lo largo de los años. «¿Paul? Bueno, vuelve a estar en rehabilitación. Sí, es la sexta vez».

      —Siento molestarte en el trabajo. —Paul sintió un hormigueo detrás de los ojos. Estaba extremadamente, infinitamente arrepentido por todo. (Y trataba de no pensar en Charlie Wu sobre una camilla de urgencias en el System Soundbar, con un brazo colgando inerte a un lado).

      —No es ningún problema. ¿Llamabas para saludar o…?

      —Trato de localizar a Vincent —respondió Paul—, y por algún motivo no me coge el teléfono que tengo de tu casa, así que me preguntaba si tiene una línea propia o…

      —Se mudó hará cosa de un año. —La estudiada neutralidad en la voz de su tía sugería que la separación no había sido amigable.

      —¿Hace un año? ¿A los dieciséis?

      —Diecisiete —precisó su tía, como si eso fuera distinto—. Se fue a vivir con una amiga suya de Caiette, una chica que acababa de llegar a la ciudad. Estaba más cerca de su trabajo.

      —¿Tienes su número?

      Sí, lo tenía.

      —Si la ves, salúdala de mi parte —dijo.

      —¿No estás en contacto con ella?

      —Me