Emily St. John Mandel

El hotel de cristal


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y las sombras se agolpaban en la periferia.

      —La tía Shauna te manda recuerdos —soltó Paul al cabo de un rato.

      —Ella está bien —dijo Vincent, en respuesta a una pregunta que Paul no había formulado—, pero probablemente no estaba capacitada para acoger a una adolescente traumatizada de trece años.

      —Por lo que me dijo, parecía que habías dejado la escuela.

      —Sí, el instituto era tedioso.

      —¿Por eso te fuiste?

      —Más o menos —admitió—. Parece que sacar solo buenas notas no es lo mismo que estar lo bastante motivado para arrastrarte a la escuela cada mañana.

      No supo qué responder a eso. Como siempre, no estaba seguro de cuál debía ser su papel. ¿Se suponía que debía aconsejarle que regresara al instituto? No estaba en posición de decirle a nadie qué debía hacer. El funeral de Charlie Wu era hoy. Era del todo imposible que Charlie Wu estuviera de pie en el rincón más oscuro de la habitación, pero no sentía la necesidad de mirar en esa dirección.

      —¿Vas al instituto? —le preguntó a Melissa.

      —Voy a ir a la Universidad de Columbia en otoño.

      —Genial, felicidades. Es una buena universidad.

      Melissa levantó su taza de café.

      —Brindo por una vida de deuda estudiantil —aseguró.

      —Viva. —Paul levantó su taza también y no la miró a los ojos. La madre de Paul había costeado sus gastos universitarios.

      —Tenemos que salir a bailar esta noche —dijo Melissa finalmente—. He pensado en un par de sitios.

      —Sé de gente que se ha encerrado en cabañas remotas con víveres por si nuestra civilización se desmorona —apuntó Vincent.

      —Eso parece mucha molestia —opinó Paul.

      —¿Esperas en secreto que la civilización colapse —preguntó Melissa—, solo para que pase algo?

      Más tarde esa noche se metieron en el coche desvencijado de Melissa y condujeron hasta un club. Vincent no tenía edad legal, pero el portero optó por no fijarse, porque, cuando tienes dieciocho años y eres guapa, todas las puertas se abren para ti, o al menos eso le pareció a Paul mientras la veía revolotear frente a él. El portero escudriñó la identificación de Paul y lo miró con atención, y a Paul le dieron ganas de hacer una observación tajante, pero optó por no hacerlo. El nuevo siglo era una nueva oportunidad, eso había decidido. Si sobrevivían al efecto 2000, si el mundo no se acababa, estaba decidido a ser mejor. Y, si sobrevivían al efecto 2000, esperaba no volver a oír jamás la expresión «efecto 2000». En el guardarropa, Paul vio que Vincent llevaba una prenda brillante que en realidad solo era la mitad de una camiseta, la parte delantera era normal, pero no tenía espalda, solo dos tiras que se anudaban en un lazo por debajo de sus omoplatos desnudos, lo que hacía que su espalda pareciera vulnerable.

      —Necesito una bebida —soltó Melissa, así que Paul la acompañó hasta el bar, donde pidieron cerveza en lugar de licor fuerte y se la tomaron con calma (porque eran adultos responsables) y, cuando volvió a mirar hacia la pista, Vincent ya estaba bailando sola, con los ojos cerrados, o quizá miraba al suelo, sola en un sentido muy fundamental: «perdida en su pequeño mundo» era la frase que la madre de Vincent utilizaba siempre que alguien trataba de captar su atención mientras leía un libro o se quedaba mirando al infinito.

      —Está en Babia —dijo Melissa, en realidad casi lo gritó, porque la música era más tranquila cerca de la barra, pero no estaba lo bastante baja para hablar.

      —Siempre ha sido así —gritó Paul como respuesta.

      —Bueno, lo que le pasó a su madre habría vuelto loco a cualquiera —gritó Melissa, que posiblemente no lo había oído bien—. Fue tan trágico que…

      Paul no oyó la última palabra, pero no le hacía falta. Se quedaron callados un instante, reflexionando sobre Vincent y también sobre su tragedia, que era una entidad distinta. Pero Vincent no le parecía una figura trágica, sino una persona que quería una vida más o menos normal, una persona centrada con un trabajo a tiempo completo de camarera en el hotel Vancouver, y, por lo tanto, se sentía un poco incómodo a su alrededor.

      Después de tomarse dos cervezas se unió a ella en la pista y le sonrió. Quería decirle: «Estoy intentándolo, de verdad. Todo está saliendo mal, pero el nuevo siglo va a ser distinto». No bebió ni comió nada excepto la cerveza y bailó mucho durante un rato sin estar bajo la influencia de nada, bueno, de casi nada, porque la cerveza no cuenta, hasta que levantó la vista y vio a Charlie Wu entre el gentío y la noche dejó de latir por un instante. Paul se quedó helado. Por supuesto que no era Charlie Wu, por supuesto que solo era un chico cualquiera que se parecía un poco a él, un chico con un corte de pelo similar y gafas que reflejaban las luces, pero la estampa era tan asombrosa que no pudo quedarse ni un segundo más allí, ni siquiera para decirles a Vincent y Melissa que se iba, así que salió a trompicones a la calle y ahí lo encontraron media hora más tarde, temblando bajo una farola. Nada, les dijo, es solo que no le gustaba la música y de repente necesitaba aire fresco, ¿no les había dicho que a veces le daba un poco de claustrofobia cuando estaba con mucha gente?, y, además, también tenía mucha hambre. Veinte minutos más tarde estaban mirando los menús en una cafetería veinticuatro horas donde todos los demás clientes estaban bebidos. La luz era tan fuerte que era posible asegurarse de que no había visto un fantasma. Todos los demás se parecían bajo la luz estroboscópica. Hay doppelgängers en todas partes.

      —¿Por qué has venido para el Año Nuevo? —preguntó Melissa. No había sido muy preciso acerca de cuánto tiempo pensaba quedarse—. ¿No son mejores las discotecas de Toronto?

      —De hecho, voy a mudarme aquí —explicó Paul.

      Vincent levantó la mirada del menú.

      —¿Por qué? —preguntó.

      —Simplemente necesitaba un cambio de escenario.

      —¿Tienes problemas de algún tipo? —preguntó Melissa.

      —Sí —respondió él—, algunos.

      —Bueno, venga —dijo Melissa—, ahora tienes que contárnoslo.

      —Había una partida de éxtasis en mal estado. Parecía que iban a echarme la culpa.

      «Bueno, porque no había motivo para no ser en cierto modo honesto —le explicó al psicólogo en Utah, en 2019—. Por supuesto que no les dije nada más, pero ya sabía que podría escapar. Estaba en un periodo de prueba académica, así que no era raro que desapareciese de la escuela. Paul debe ser uno de los nombres más comunes en todo el mundo, y era el único que la gente de Baltica conocía…».

      —Guau —exclamó Melissa—. Eso es horrible.

      Y él pensó: «No tienes ni idea de cuánto». No pudo evitar fijarse en que Vincent no parecía estar interesada en el tema. Había vuelto a concentrarse en su menú sin hacer ningún comentario. Ninguna de las posibilidades era buena: o Paul no le importaba en absoluto, o que estuviera en un aprieto era algo que esperaba de él, o bien estaba acostumbrada a tener problemas ella también. «No odio a Vincent —se repitió en silencio—, solo odio la increíble buena suerte de Vincent por ser Vincent en lugar de ser yo, solo odio que Vincent pueda dejar la escuela e instalarse en un barrio terrible y, aun así, que milagrosamente esté bien, como si las leyes de la gravedad y de la desgracia no la afectasen». Cuando terminaron de comer sus hamburguesas, Melissa miró el reloj de muñeca, una cosa de plástico enorme y digital que parecía más apropiada para un crío.

      —Las once y catorce —dijo Melissa—. Aún tenemos cuarenta y cuatro minutos que matar antes de que se acabe el mundo.

      —Cuarenta y seis minutos —matizó Paul.

      —No creo que vaya a terminar —opinó