que mencionó antes —dijo Walter—, eso de que no se puede llegar en coche…
Pensó que tal vez no lo había entendido bien cuando Raphael había hecho la presentación inicial.
—Quiero decir exactamente eso. El acceso al hotel es mediante un bote. No hay carreteras de entrada ni de salida. ¿Conoce la geografía de la región?
—Un poco —mintió Walter.
Jamás había estado tan al oeste. Su impresión de la Columbia Británica era de postal: ballenas que emergían de aguas azules, orillas verdes, barcos.
—Aquí —dijo Raphael mientras removía algunos papeles—. Echa un vistazo a este mapa.
El hotel se representaba como una estrella blanca en una ensenada en el extremo norte de la isla de Vancouver. El brazo de tierra casi partía la isla en dos.
—Es todo salvaje ahí arriba —explicó Raphael—, pero déjame que te cuente un secreto acerca de la naturaleza salvaje.
—Adelante.
—Muy poca gente que viaja hasta la naturaleza salvaje quiere experimentarla. Casi nadie, de hecho. —Raphael se echó hacia atrás en la silla con una pequeña sonrisa, a la espera de que Walter le preguntara qué quería decir, pero Walter se limitó a esperar—. Al menos, no el tipo de personas que se alojan en un hotel de cinco estrellas —prosiguió Raphael—. Nuestros clientes en Caiette quieren ver naturaleza salvaje, pero no quieren vivir en ella. Solo desean mirarla, idealmente a través de la ventana de un hotel de lujo. Quieren estar cerca de lo salvaje. Aquí ofrecemos… —tocó la estrella blanca con un dedo, y Walter admiró su manicura— un nivel de lujo extraordinario en un entorno inesperado. Hay un elemento de surrealismo en ello, con franqueza. Es una experiencia de cinco estrellas en un lugar donde el móvil no tiene cobertura.
—¿Cómo llevan a los clientes y las provisiones? —A Walter le costaba entender cuál era el atractivo de un lugar así. Era sin duda hermoso, pero muy inconveniente a nivel geográfico, y no estaba seguro de por qué el ejecutivo medio querría irse de vacaciones a un lugar sin cobertura.
—En un ferry rápido. Se tardan quince minutos desde el pueblo de Grace Harbour.
—Entiendo. Aparte de su obvia belleza natural —dijo Walter, que trataba de enfocarlo por otro lado—, ¿diría que existe un factor que diferencia este hotel del resto de sus competidores similares?
—Esperaba que me preguntaras eso. La respuesta es sí. Uno se siente fuera del tiempo y del espacio.
—¿Fuera del…?
—Es una metáfora, pero no muy desencaminada. —A Raphael le encantaba el hotel, saltaba a la vista—. La verdad es que hay una franja demográfica dispuesta a pagar mucho dinero para escapar durante un tiempo del mundo.
Más tarde, mientras caminaba de regreso a casa en la noche otoñal, escapar temporalmente del mundo era una idea en la que Walter no podía dejar de pensar. En ese entonces alquilaba un pequeño apartamento de una habitación en una calle que parecía quedar entre dos barrios. Era el apartamento más deprimente que había visto jamás y, por razones que se negaba a formular, por eso lo había escogido. En algún lugar de la ciudad, la bailarina de ballet con la que Walter había estado prometido hasta hacía dos meses se había ido a vivir con un abogado.
Walter hizo su habitual parada en la tienda de comestibles de camino a casa esa tarde, y la idea de volver a parar en el mismo sitio al día siguiente, y el día después, y el otro, lentos paseos por la zona de comida congelada intercalados con los turnos en el hotel donde llevaba trabajando una década, cada día un día más viejo mientras la ciudad se cernía sobre él, bueno, era insoportable, la verdad. Colocó un paquete de maíz congelado en su carrito. ¿Y si esa era la última vez que realizaba esa acción, allí, en esa tienda en concreto? Era un pensamiento atractivo.
Había estado con la bailarina de ballet durante doce años. No había adivinado que iban a romper. Había acordado con sus amigos que no debía realizar ningún movimiento precipitado. Pero en ese momento lo que quería era desaparecer y, para cuando llegó a la caja, se dio cuenta de que ya había tomado una decisión. Aceptó el puesto y se organizó; el día fijado, un mes más tarde, volaba a Vancouver y luego se subía en un vuelo hacia Nanaimo, en una avioneta de veinticuatro asientos que apenas alcanzó las nubes antes de volver a descender; se pasó la noche en un hotel y al día siguiente partió hacia el hotel Caiette. Podría haber ahorrado una cantidad de tiempo considerable si hubiera volado hacia uno de los pequeños aeropuertos más al norte, pero quería conocer un poco mejor la isla de Vancouver.
Era un frío día de noviembre y las nubes estaban bajas en el cielo. Condujo hacia el norte en un coche de alquiler gris a través de una serie de pueblos grises con un mar gris visible de forma intermitente a su derecha, un paisaje de árboles oscuros, de McDonald’s y almacenes de carretera bajo un cielo de plomo. Llegó por fin al pueblo de Port Hardy, donde las calles estaban apagadas bajo la lluvia, y se perdió un rato antes de encontrar el lugar donde debía depositar el coche de alquiler. Llamó al único servicio de taxis del pueblo y esperó media hora hasta que llegó un anciano con una camioneta destartalada que apestaba a cigarrillos.
—¿Va al hotel? —preguntó el conductor cuando Walter le pidió que lo llevara a Grace Harbour.
—Sí —respondió Walter, pero descubrió que no le apetecía especialmente conversar después de tantas horas de viaje en solitario. Condujeron en silencio a través del bosque hasta que llegaron al pueblo de Grace Harbour, tal como era: unas casas aquí y allá a lo largo de la carretera y la costa, barcos de pesca en el puerto, una tienda cerca de los muelles y un aparcamiento con algunos coches viejos. Vio a una mujer a través de los escaparates de la tienda, pero no había nadie más.
Las instrucciones de Walter eran que llamara al hotel para que mandaran la lancha. Su móvil no funcionaba allí, tal como le habían asegurado, pero había una cabina telefónica cerca del muelle. El hotel prometió enviar a alguien en una media hora. Walter colgó y salió al aire frío. Anochecía y el mundo se volvía monocromático, el agua pálida y vidriosa bajo el cielo oscurecido, las sombras que se acumulaban en el bosque. Ese lugar era completamente opuesto a Toronto, ¿y no era eso lo que quería? ¿Exactamente lo opuesto a su vida anterior? En algún lugar de la ciudad, al este, la bailarina y el abogado estarían en un restaurante, o caminando por la calle agarrados de la mano, o en la cama. «No pienses en eso. No pienses en eso». Walter esperó, atento, y durante un rato solo se oyó el suave lamer del agua contra el muelle y alguna que otra gaviota, hasta que en la distancia llegó la vibración de un motor fueraborda. Unos minutos más tarde vio la lancha, una mota blanca entre las oscuras lenguas del bosque, un juguete que se hizo poco a poco más grande hasta que llegó al muelle; el motor era obscenamente ruidoso en medio de tanto silencio, su estela salpicaba los pilones. La mujer que la conducía parecía tener unos veintitantos años y llevaba un uniforme parecido al de un marinero.
—Debes ser Walter. —Desembarcó en un único movimiento fluido y amarró la lancha al muelle—. Soy Melissa, del hotel. ¿Puedo ayudarte con tus maletas?
—Gracias —dijo.
Había algo llamativo en ella, un aire como de aparición. Se dio cuenta de que casi era feliz a medida que la lancha se alejaba del muelle. El viento frío acariciaba su rostro y sabía que era un viaje que no duraría más de quince minutos, pero tenía la absurda sensación de embarcarse en una aventura. Se movían muy rápido mientras la noche caía. Quería preguntarle a Melissa por el hotel, cuánto tiempo llevaba allí, pero el motor hacía muchísimo ruido. Cuando miró por encima de su hombro, la estela era un rastro de plata que llevaba hasta las luces desperdigadas de Grace Harbour.
Melissa los condujo alrededor de la península y el hotel apareció ante ellos, un palacio improbable encendido contra la oscuridad del bosque, y por primera vez Walter comprendió lo que Raphael quería decir cuando hablaba de un elemento de surrealismo. El edificio habría sido hermoso en cualquier parte, pero su situación allí lo convertía en algo incongruente, y esa incongruencia desempeñaba su