Emily St. John Mandel

El hotel de cristal


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la abuela—. ¿No sería mejor para Vincent si consiguieras un trabajo cerca de aquí?

      —No hay trabajo cerca de aquí —la contradijo él—. Nada con lo que pueda ganarme la vida, en cualquier caso.

      —¿Y el nuevo hotel?

      —El nuevo hotel estará en obras durante al menos otro año, y no sé nada de construcción. Pero, mira, no es solo… —Se quedó callado un momento con los ojos fijos en su té—. Aparte de las consideraciones financieras, no estoy seguro de que vivir aquí sea lo mejor para Vincent. Cada vez que mira el agua…

      Dejó la frase ahí. Y Paul pensó, cuando papá dijo eso, que iba en la columna de lo bueno que pensara primero en Vincent, que su primer pensamiento no fuera para el maldito brazo de tierra lleno de fantasmas que intentaba no mirar a través de la ventana de la cocina, sino para la chica que escuchaba por el respiradero, en el piso de arriba.

      —Voy a comprobar cómo está Vincent —dijo Paul.

      Le gustaba la manera en que lo miraban, «¡mira cómo ha madurado Paul!», y sentía disgusto hacia sí mismo por fijarse en eso. En lo alto de la escalera, casi le falló el valor, pero al final lo hizo, llamó suavemente a la puerta del dormitorio de Vincent y entró cuando nadie le contestó. No había entrado en esa habitación en mucho tiempo y le llamó la atención lo desvencijada que estaba; se sintió avergonzado por notarlo y también por Vincent, aunque ¿quizá ella no se fijaba en eso? No estaba claro. Su cama era más vieja que ella y la pintura se desconchaba del cabezal, para abrir el cajón superior de la cómoda tenía que tirar de una cuerda, las cortinas habían sido sábanas antes. Quizá nada de eso la preocupaba. Estaba sentada con las piernas cruzadas cerca del respiradero, como era de esperar.

      —¿Te importa si me siento aquí contigo? —preguntó. Ella asintió. «Esto podría funcionar —pensó Paul—. Podría ser un buen hermano para ella».

      —No deberías estar en el onceavo curso —dijo ella—. Lo he calculado.

      Dios. Hubo un relámpago de dolor que debía reconocer, porque su hermana de trece años se había fijado en algo que le había pasado por alto a su propio padre.

      —Estoy repitiendo curso.

      —¿Repites onceavo?

      —Casi no fui a clase la primera vez. Pasé un tiempo en rehabilitación el año pasado.

      —¿Por qué?

      —Tenía un problema con las drogas.

      Le gustó ser honesto al respecto.

      —¿Tienes un problema con las drogas porque tus padres se separaron? —preguntó, en un tono de auténtica curiosidad, y, llegado a este punto, quiso alejarse desesperadamente de ella, así que se levantó y se quitó el polvo de los tejanos. Su habitación estaba sucia.

      —No tengo un problema con las drogas. Lo tenía. Ahora todo eso quedó atrás.

      —Pero fumas maría en tu habitación —apuntó ella.

      —La maría no es heroína. Son completamente diferentes.

      —¿Heroína? —Abrió mucho los ojos.

      —Bueno, tengo muchos deberes.

      «No odio a Vincent —se dijo—, Vincent jamás ha sido el problema, jamás he odiado a Vincent, solo he odiado la idea de Vincent». Una especie de mantra que sentía la necesidad de repetirse a intervalos, porque, cuando Paul era muy joven y sus padres aún estaban casados, papá se enamoró de la joven poeta hippie que vivía en la misma calle, que rápidamente se quedó embarazada de Vincent, y, al cabo de un mes, Paul y la madre de Paul se habían ido de Caiette, «abandonaron esa sórdida telenovela», como ella había dicho, y Paul se pasó el resto de su niñez en los suburbios de Toronto, viajando a la Columbia Británica los veranos y cada dos Navidades, una infancia de volar solo por encima de la pradera y las montañas con un cartel de menor no acompañado que colgaba de su cuello, mientras Vincent vivía todo el tiempo con sus dos progenitores, hasta hacía dos semanas.

      La dejó en su habitación y volvió a la estancia donde dormía (la misma donde se alojaba de niño, pero que en su ausencia habían convertido en trastero y ya no le parecía su habitación), sus manos temblaban, le acuciaba la infelicidad, y se preparó un porro y lo fumó con cuidado por la ventana, pero el viento empujaba el humo hacia dentro, hasta que al final alguien llamó a su puerta. Cuando Paul abrió, papá estaba ahí y lo miraba con una expresión de insoportable decepción y, al final de la semana, Paul volvió a Toronto.

      La siguiente vez que vio a Vincent fue el último día de 1999, cuando cogió el autobús hacia el centro desde el aeropuerto acompañado de los Conciertos de Brandeburgo, que escuchó en su discman. Encontró la dirección de Vincent en el peor barrio que había visto en su vida, un edificio hecho polvo situado frente a un pequeño parque donde los drogadictos se paseaban tropezando como extras en una película de zombis. Mientras Paul esperaba a que Vincent abriese la puerta, trató de no mirarlos y de no pensar en la preferencia general de consumir heroína; no el sórdido negocio de intentar conseguir más y enfermar, sino la sustancia en sí, el estado en que el mundo está perfectamente bien. Melissa abrió la puerta.

      —Oh —exclamó—. ¡Eh! Tienes el mismo aspecto. Entra.

      Eso, en cierto modo, lo tranquilizó. Se sintió marcado, como si los detalles de la muerte de Charlie Wu estuvieran tatuados en su piel. Melissa no tenía el mismo aspecto exactamente. Estaba claro que se había metido a fondo en el mundo de las raves. Llevaba pantalones azules de piel sintética y una sudadera estampada con los colores del arcoíris, y su pelo, teñido de color rosa, estaba recogido en el mismo tipo de coletas que recordaba que Vincent llevaba cuando tenía cinco o seis años. Melissa lo acompañó escaleras abajo hasta uno de los peores apartamentos en los que había entrado jamás, un sótano semiacabado con manchas de humedad en las paredes de cemento. Vincent estaba preparando café en una diminuta cocina.

      —Eh —saludó—. Qué bueno verte.

      —Lo mismo digo —respondió.

      La última vez que había visto a Vincent tenía el pelo azul y hacía un grafiti en una ventana de la escuela, pero parecía haberse retirado de ese precipicio en particular. No tenía aspecto de ser una fiestera o, si lo era, se vestía para la ocasión solo cuando había raves. Llevaba tejanos y un jersey gris, y el pelo largo y oscuro a la altura de los hombros. Melissa hablaba demasiado rápido, pero siempre lo había hecho, ¿verdad? La recordaba más nerviosa de pequeña. Observó a Vincent con atención, en busca de señales, pero parecía una persona reservada, centrada, alguien que se comportaba con cuidado y evitaba el campo de minas. ¿Cómo había llegado a ser de esa manera y Paul así? Esa pregunta tenía todas las características del tipo de pensamiento circular que se suponía que debía evitar (¿por qué tú eres tú?), pero no podía detener la espiral. «Jamás has odiado a Vincent, recuérdalo. No es culpa suya que no tenga los mismos problemas que tú». Se sentaron en un salón con motas de polvo del tamaño de un puño, Paul y Vincent instalados en un sofá que aparentaba tener más de treinta años y Melissa en una tumbona de plástico de jardín mugrienta, y trataron de sacar temas de conversación, pero se producían pausas silenciosas, así que se limitaron a beber café soluble y evitaron mirarse a los ojos.

      —¿Tienes hambre? —preguntó Vincent—. No tenemos gran cosa, pero puedo prepararte una tostada o un sándwich de atún.

      —Nah, no tengo apetito. Gracias.

      —Gracias a Dios —repuso Melissa—. Son los últimos cuatro días antes de cobrar y mañana toca pagar el alquiler, así que probablemente las opciones son pan o atún en lata.

      —Si te hace falta ir a comprar tan desesperadamente, ¿por qué no echas mano del dinero para cervezas? —inquirió Vincent.

      —Voy a fingir que no te he oído.

      —Cuando llegue el siguiente cheque, tengo que recordar