Rob Harrell

Guiño


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el chico más grande de mi curso. Y, sin duda, el más simplón. He oído lo que se cuenta por ahí, que es malo o que está chiflado, o ambas cosas a la vez, y la verdad es que me aterra pensar que debo sentarme a su lado. Un encuentro con Jimmy es como enfrentar a un oso pardo. Una simple palabra equivocada puede ponerlo de muy mal humor, y eso es lo último que uno quiere que suceda.

      Me enteré de que en quinto grado le dio a un niño un coscorrón tan fuerte que tuvieron que llevarlo al hospital. Y el año pasado cuentan que se enfrentó con uno de secundaria por una apuesta de un juego de futbol americano o algo así.

      Con total destreza, la lengua de Jimmy ajusta una enorme esfera de goma de mascar (seguramente sabor uva, de esa que promocionan beisbolistas) mientras piensa un momento. Siempre está masticando una grandísima pelota de esa cosa. Es asqueroso. La boca se le ve toda húmeda y babeante cuando masca, y luego termina dejando esas plastas donde quiera que se le ocurra, una vez que se aburre. He pisado un par de esas plastas de Jimmy, como se conocen en la escuela, y me he llegado a sentar en alguna.

      Para empeorar lo asqueroso de la situación, perdón pero es inevitable, carga adonde quiera que vaya con una pequeña botella que era de jugo y que ahora usa para escupir. No sé si pensará que lo que tiene en la boca es tabaco de mascar, o si tiene algún problema de salivación, pero es lo más repugnante del mundo. Hasta he tenido pesadillas con eso.

      —Peor para ti. ¿Y ese rayo para el cáncer te hizo cagarte en los calzones o algo así?

      Siento que toda mi sangre se ha ido a mis orejas y me arden, y puedo sentir que Sarah se mantiene atenta a nuestra conversación.

      —No, para nada —se me quiebra la voz—. Claro que no.

      —Ajá. Y qué hay de tu orina… ¿Brilla en la oscuridad? He oído que puede pasar.

      Esto es más difícil que enhebrar una aguja. No debo enfurecer al oso, y tengo que mantener la dignidad frente a Sarah.

      —No… no que yo haya notado.

      —Ahh… qué mal —resopla, y vuelve a masticar su pelota de goma azucarada. Mueve la plasta enorme otra vez hacia la parte frontal de su boca. Ya ha perdido por completo el interés en mí.

      Sarah sigue mirando hacia atrás, con las hojas en la mano. ¿Estará viéndome la cicatriz? ¿Mi ojo medio bizco? Muevo la cabeza para salir de su vista, por si acaso.

      —Bueno, gracias por esto. Utilicé todas mis hojas en… —levanta una gruesa pila de volantes impresos y me entrega uno—, el concurso de talentos de Navidad. Será en diciembre. Al final del año. ¿Quizá puedes dibujar a algunos de tus personajes frente a todos, en el escenario, o algo así?

      Tomo el volante e intento imaginar cómo sería eso: yo, dibujando ante la vista de todos, mientras ellos se mueren de aburrimiento y bostezan en primera fila.

      De sólo pensarlo, me sonrojo hasta ponerme muy colorado.

      Soy un dibujante, no un artista. Hay una gran diferencia entre ambos. Mamá era una artista. Ilustradora, en realidad. Trabajaba ilustrando libros para niños y revistas y otras cosas antes de enfermarse. Era endiabladamente buena en lo que hacía, y tenemos sus obras por toda la casa.

      En realidad, no es que yo sea malo. Los personajes a los que Sarah se refiere son Baticerdo y Batitrasero. Hace un par de años dejé mi pequeña huella en la historia del arte de mi escuela, cuando mi dibujo de Batitrasero logró mandarme por primera y única vez a la oficina del director.

      Hago tiras cómicas algo tontas sobre las aventuras que viven, pero desde ese encuentro con el director, me concentro más en Baticerdo. Así corro menos riesgos.

      De hecho, tengo una libreta de dibujo donde hago la mayor parte de mis cómics de Baticerdo. O también dibujos de cosas varias. Y bocetos más serios de objetos verdaderos. Mamá los llamaba dibujos de la vida. Pero ésos no se los muestro a nadie. Ni siquiera a Abby. O a papá. Los tengo en ese maltratado cartapacio que perteneció a mamá. Lo encontré entre sus cosas, unos años después de su muerte. No recuerdo mucho su muerte. Ni tampoco a ella, sinceramente. Pero ese cartapacio significa mucho para mí.

      Se siente como algo muy personal, así que lo mantengo en ese estado. Para mí y nadie más.

      O tal vez lo que sucede es que me preocupa que alguien diga que mis dibujos son muy malos.

      Sea como sea, me siento impresionado porque mis garabatos hayan sido detectados por el radar de Sarah Kennedy, que siempre parecía muy ocupada con sus amigos y todo lo relacionado con ser superpopular.

      Entonces, mientras me mira, sucede algo de pronto con su cara: la veo cambiar y transformarse, y en cosa de un momento tiene los ojos tristes y una expresión de sinceridad. Ya sé lo que viene después. Me ha tocado vivirlo mucho últimamente.

      —Entonces… ¿cómo te sientes? —la preocupación que se forma en su rostro me hace sentir deseos de meterme en un agujero para no volver a salir. Ese prolongado contacto visual que implica el mensaje Aquí estamos todos, para apoyarte me resulta extremadamente incómodo.

      Me sonrojo.

      —Oh, bien. Sí. Estoy bien —murmuro.

      —Sigue así, ¿de acuerdo? —asiente y me regala una sonrisa triste antes de enderezarse en su pupitre.

      Respiro hondo y me dejo escurrir en mi asiento. Doblo el volante del concurso de talentos y lo guardo en mi bolsillo trasero.

      Tal vez me reblandecí un poco, pero mi corazón se mantuvo firme y sin perder el paso.

      Eso, según yo, es una victoria.

      5

      RESTAURANTE DE PRIMERA

      —Honestamente, Jimmy nunca había sido tan amable conmigo.

      Ese comentario le saca una explosión de risa a Abby. Estamos almorzando en nuestro sitio de siempre, la plataforma de carga y descarga, donde hemos logrado despejarnos un espacio entre algunas hojas secas. Jamás he visto que esa enorme puerta se levante o se use, pero está en la parte trasera del auditorio, así que imagino que sirve para eso.

      —Jimmy lo entiende, ¿no crees? Es un jovencito tan cortés y sensible, con su botella de escupitajos y todo —Abby le da un buen mordisco a su emparedado. No podría decir que ella se distinga por sus exquisitos modales. Deja su almuerzo y mete las manos en las mangas de su suéter de capucha—. ¿No estás helándote?

      Me encojo de hombros y mastico mi comida, y nos mantenemos los dos en silencio un rato. Miro a dos ardillas que se corretean al otro lado de la barda de la cancha de futbol americano. Están en plena fiesta de ardillas.

      Isaac solía comer también con nosotros, pero últimamente no ha venido por aquí. No hay duda de que Abby es mi mejor amiga, pero siento que falta algo grande, los comentarios de Isaac. Es un tipo gracioso.

      Y es que apenas el verano pasado hicimos los tres nuestro Gran Pacto de Oreo junto al lago.

      Su tío Anthony nos había llevado al lago Monroe, a pasar el día en su lancha rápida. Era un plan perfecto para un día de finales de junio. Empezamos intentando que Isaac se sostuviera en los esquíes. Abby ya había aprendido a hacerlo en las dos últimas idas al lago, pero Isaac, el pequeño y flacucho Isaac, todavía no lograba sostenerse.

      Lo recuerdo parado en la parte trasera de la lancha mientras su tío preparaba la cuerda, agitando los brazos escuálidos para prepararlos.