a mostrarles cómo se hace —resopló—, ¡puede que incluso llegue a hacer eslalon! —señaló a Abby e hizo un guiño.
Cuatro minutos después, cayó cuando trataba de levantarse y se olvidó de soltar la cuerda. Siguió sosteniéndola, y lo arrastramos más de cien metros por debajo del agua, hasta que sus neuronas hicieron clic y se zafó de la cuerda.
Al subirse al bote, unos minutos después, estaba riendo. Tenía los ojos como platos y su voz sonaba muy rara, por toda el agua que había tragado. Parecía más una rata mojada.
—Creo que acabo de pasar por un enema nasal.
Más tarde, en una caleta llamada Allen’s Creek, donde las lanchas echan el ancla y la gente pasa el rato, los tres nos sentamos al fondo, con los pies metidos en el agua. El tío de Isaac estaba delante, hablando por teléfono con un amigo. Habíamos sacado galletas Oreo, papas fritas y gaseosas, y conversábamos sobre las personas de las otras lanchas. Había cinco o seis de ellas amarradas entre sí, y la gente a bordo estaba en plena fiesta. La música nos alcanzaba cuando el viento soplaba hacia nosotros.
—Esto es increíble. Me encanta —Isaac suele ser una persona bastante alegre—. ¿Están de acuerdo? ¿Qué puede ser mejor que esto?
Abby tomó un sorbo despacio.
—Dummy tiene razón —no recuerdo cómo fue que Abby empezó a llamarlo así, Dummy, tonto, hace cosa de dos años. A Isaac parece que le gusta.
Yo estaba mirando a las personas en la fiesta, unos cuantos cantaban a coro la canción del radio.
—¿Así seremos nosotros en unos diez o quince años? ¿Vamos a seguir pasando tiempo juntos? ¿Aquí? ¿Columpiándonos de una cuerda?
Isaac se embutió dos galletas de un bocado y respondió con la boca llena.
—¡Más nos vale! Los tres mosqueteros, uno para todos y todos para uno. ¿O no?
Abby y yo asentimos, pero no fue suficiente para Isaac.
—Hagamos un pacto, como en las películas, cuando la gente se hace un corte en la palma de la mano y luego juntan su sangre.
Lo miré como si estuviera loco.
—No voy a cortarme, lo siento mucho.
Isaac agitó la mano.
—Bien, no. Podríamos hacer un pacto con un escupitajo. Cada uno se escupe en la mano y…
—¡Qué asco, no! —Abby no haría eso.
Isaac empezó a mirar alrededor. De alguna forma haríamos un pacto. Y entonces tomó una Oreo.
—Un pacto de galleta Oreo —separó las dos galletas que la forman y con los dientes raspó la crema blanca del centro. Se la puso en la palma de la mano.
Lo miré un instante, y asentí.
—Eso me parece bien —nos dimos la mano, e hicimos todo lo posible para aplastar bien el relleno de galleta entre ambas manos.
Isaac parecía decepcionado.
—No es tan pegajoso como quisiera —derramó un poco de su bebida de cereza entre nuestras manos y lo mezcló con el betún blanco—. Pero ya parece un pacto.
Después volteó para hacer lo mismo con Abby. Y por último, Abby y yo nos dimos la mano.
Isaac se puso en pie de un salto y habló con voz atronadora:
—¡Y CON ESTE ACTO, NUESTRO PACTO DE OREO SE HA HECHO OFICIAL! —tomó un buen trago de su bebida y lo escupió en el aire, de manera que las gotitas nos llovieron a los tres y a toda la parte trasera del bote.
—¡ISAAC! —era el tío, que no le había complacido semejante demostración de algarabía. Isaac nos miró con un gesto cómico y se arrojó de costado al agua.
• • •
De regreso en la plataforma de carga y descarga, Abby bebe un largo sorbo de su Dr Pepper y enseguida deja escapar un estruendoso eructo.
—Bueno… Ross. Al menos de ahora en adelante tenemos la prueba definitiva de que Lady Sarah sabe que existes. Eso tiene que darte alegría.
—Claro —arrugo la bolsa de mis frituras y la lanzo hacia el contenedor de basura a unos tres metros. Fallo—. Somos una historia de amor eterna.
—No seas tan duro. Sólo estás pasando por una etapa muy rara. Es casi una tragedia esa rareza, en verdad, pero llegará el día en que la dejes atrás. Imagínate la hermosa mariposa que va a salir de un horroroso capullo.
Me levanto y limpio las migajas de mis jeans.
—¿En verdad? —me bajo de un salto de donde estaba—. Si hubieras visto la lástima pintada en la cara de Sarah. Era… en realidad, no me gusta que me vean como el Niño Enfermo. Ni ella ni nadie, ¿sabes? —voy a recoger el paquete arrugado de papas fritas y lo meto en el contenedor de basura—. Ojalá Linda hubiera sabido mantener la boca cerrada.
Hace unos meses, cuando nos dieron el diagnóstico, mi madrastra le envió un mensaje de texto a una de sus amigas, que a su vez compartió ese mensaje con otras treinta, y cada una lo mandó a otras treinta… y después el teléfono de Linda no paraba de sonar y todo el mundo estaba enterado. Incluidos todos en la escuela. Sarah Kennedy también.
Todavía no sé en qué estaba pensando Linda en ese momento. Habría sido mejor que tomara un megáfono y gritara la noticia a los cuatro vientos.
Abby siempre me está diciendo que no me preocupe por ser el Niño Enfermo. O, en sus propias palabras: No sé por qué dejas que eso te carcoma por dentro.
Me apoyo en la plataforma de carga, pensando en maneras de deshabilitar el iPhone de mi madrastra.
El viento se levanta y nos alborota el cabello. Sobre todo, el de Abby. El frío y el aire hacen que me arda el ojo.
Y entonces recuerdo el volante que llevo en el bolsillo.
—¿Te enteraste del concurso de talentos? Sarah me dio un volante donde lo explica.
—Sip, vi uno en el baño.
Me volteo y la miro.
—¡Deberías participar! ¡Toca ese solo que me gusta tanto! —hago como si estuviera rasgando la viola.
—Tal vez. Si Sarah lo organiza debidamente —resopla y se limpia la nariz con la manga. Entiendo que no confía del todo en Sarah—. Pero tal vez algo se pueda hacer… A los niños de hoy les fascinan los solos de viola, ¿cierto?
Río.
—Como quieras. Eres muy buena. Podrías preparar algo genial —me he sentado durante horas y horas a dibujar mientras ella ensaya.
—Mmmm, déjame pensarlo —mete un rizo de su cabello a la boca, y lo mastica. Cuando quiere pensar, se chupa un mechón—. Deberías hacer algo tú, para el concurso. Te quedaría fácil, con la princesa Sarah.
—Bueno, ¿algo como qué? Dibujar no es un gran espectáculo.
—Cierto —mete otro mechón a su boca, para duplicar su concentración—. Es una lástima que seas pésimo para todo lo demás.
La ignoro, y nos quedamos un rato mirando a las ardillas.
Resoplo y tomo aire, haciendo ruido. Mi nariz está congelada.
—¿Has hablado con Isaac?
Ella suelta el aire.
—No. Quiero decir, lo veo en los pasillos, pero nunca llegamos a hablar —resopla más sonoramente—. Nos hemos convertido oficialmente en fantasmas de su pasado.
—Qué cosa más rara.
Abby asiente y mira a lo lejos.
Isaac