Rob Harrell

Guiño


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las malas noticias. Era como si me hubiera explicado que iba a extraerme un barro de la frente.

      Papá se apoyó en el respaldo, y no supe si iba a gritarle a la doctora o a desmayarse.

      —¿Y cuándo… sería todo esto?

      La doctora no pestañeó.

      —Tengo un espacio libre para cirugía el próximo jueves.

      Papá se derrumbó. Volteó hacia el doctor Sheffler en busca de ayuda, y miró de nuevo a la doctora.

      —¿Pasado mañana?

      La doctora Inzer estiró el brazo y se alisó la parte de debajo de la bata. Depositó ambas manos con suavidad sobre sus piernas.

      —Lo lamento mucho. Sé que esto es un golpe fuerte, pero nuestra velocidad de reacción es crucial en este punto.

      Yo no estaba seguro de ser capaz de pronunciar una palabra.

      —¿Y ésa… es la única forma?

      El doctor Sheffler se enderezó y empezó a hacer lo posible por suavizar el escenario.

      —Bueno… estoy seguro de que podemos pensar en…

      La doctora Inzer posó una mano sobre el brazo del doctor y cruzaron una mirada. Ella parecía molesta.

      —En mi opinión, Ross, ésta es tu única opción. Ya me he enfrentado a esto antes. Es un tumor grave y hay que tratarlo como tal. Para ser sincera, tu vida es más importante que tu visión.

      Linda pasó saliva haciendo ruido.

      —Entonces, su visión… ¿qué pasa…?

      La doctora Inzer retrocedió otro poco.

      —Obviamente, no habría visión en el ojo que extirparemos —suspiró, la primera señal de que tras esa cara había un ser humano—. La mala noticia es que, casi con toda certeza, la radiación también ocasionará pérdida de visión en el ojo izquierdo.

      —¡Por Dios! —papá se puso en pie y de inmediato se volvió a sentar—. ¿Qué grado de pérdida de visión?

      —Total, desafortunadamente —en su defensa, la doctora Inzer parecía en verdad apenada de tener que decir esto. El doctor Sheffler daba la impresión de estar incómodo.

      Nos quedamos en silencio un rato. Linda pescó un pañuelo de papel arrugado de su cartera, y se limpió la nariz. Por alguna razón, yo no sentía la silla bajo mi trasero. Otra vez, ahí estaba esa sensación de estar flotando.

      Al fin, el doctor habló de nuevo.

      —Lo siento mucho, pero es vital que entiendan que la situación es muy grave. Ojalá pudiera darles mejores noticias.

      Yo también hubiera esperado lo mismo. O que esto fuera una cruel y retorcida broma. Como si ella fuera a decirme que estábamos en un programa de bromas.

      Pero no lo hizo. No era así.

      Otra vez, la salida de ese consultorio se pierde en la bruma para mí. Vi a la doctora Inzer escribir los títulos de unos cuantos libros que debíamos buscar en internet. Le entregó la hoja de papel a Linda mientras papá hablaba en voz baja con el doctor Sheffler. Linda no la guardó bien en el bolsillo de su abrigo, así que la tomé cuando no me veía.

      El primer libro era algo así como Aceptar la nueva realidad. El segundo título contenía las palabras vivir con la desfiguración.

      ¡Vaya!

      Con cuidado, volví a poner el papel en el bolsillo de Linda y salí a esperarlos.

      Más tarde, papá me llevó a la casa de Abby. Ella me había estado enviando mensajes y yo seguía sin responder. Contarle todo esto en un mensaje de texto no hubiera estado bien.

      Salió a encontrarme en la puerta.

      —¿Y entonces?

      Le di la mejor sonrisa que pude en ese momento.

      —Vamos a caminar. Hacia el arroyo o algo así.

      La cara le cambió, y estoy casi seguro de que su bronceado de verano palideció un poco.

      Hay unos potreros detrás de la casa de Abby que llevan a un arroyo, y ahí hemos pasado horas jugando con el agua y capturando cangrejos de río. Es nuestro sitio especial, o uno de ellos, al menos.

      Saltamos por encima de la barda y nos dispusimos a atravesar la maleza y las hierbas que nos llegaban a la cintura y que se encontraban justo detrás de su terreno. Caminé en silencio un par de minutos antes de empezar.

      —Las noticias… no son muy buenas.

      Abby me miró y yo tomé un palo grande del suelo y lo arrojé a un lado del camino.

      —Entonces, ¿es cáncer?

      —Sí —solté una bocanada de aire—. Es cáncer. Y es uno raro, de no sé qué tipo. Tenía que ser.

      —¿De qué tipo?

      —No lo sé —ambos saltamos por la orilla—. No quiero enterarme. Al menos no en este preciso momento. Es un muga-muco epi-carnio lacri-cáncer o algo así. Es muy grave y agresivo, al parecer. Lo que sea que quiera decir eso.

      Presté atención a las pisadas de Abby detrás de mí y percibí que se había detenido.

      —Ay, Ross —di media vuelta y vi que tenía lágrimas en los ojos—. Lo siento mucho —me rodeó con sus brazos y me estrechó entre ellos. Sentí que las lágrimas me ardían en los ojos y la nariz.

      Le conté lo que recordaba de la especialista y del espantoso asunto del ojo mientras nos quitábamos los calcetines para meternos a la corriente. Todo se veía… diferente. Estaba mirando el mundo a través de mis ojos, luego de que me hubieran diagnosticado un cáncer.

      Me pregunté si sería la última vez que podría contemplar este bosque.

      Cuando terminé, Abby se sentó en una piedra, abrazando sus piernas dobladas.

      —¿Ya le contaste a Isaac?

      Negué con la cabeza.

      —No. Voy a llamarle.

      Cerró los ojos unos instantes.

      —Entonces… ¿estás…? —y fue como si ya no tuviera aire. Como si no supiera qué era lo que quería decir.

      Miré a lo alto de los árboles que nos rodeaban.

      —¿Bien?

      Nos sentamos un buen rato en silencio.

      Creo que en el Mal Día #2 fue cuando Abby pasó más tiempo sin pronunciar palabra.

      7

      RAYOS LÁSER Y PAPAS FRITAS

      De vuelta al presente, papá me espera en el auto cuando salgo de la escuela. Hoy es mi segundo día de tratamiento. El centro de radiación está a pocos minutos de la escuela, y él ya pasó por un McDonald’s para comprar un par de órdenes de papas a la francesa y Coca-Cola.

      —Un tentempié —dice, embutiéndose un puñado de papas fritas.

      Hay una carpeta tipo acordeón repleta de documentos en el espacio frente al sillón del copiloto. Pongo un pie a cada lado de ella.

      Arranca el motor.

      —¿Estás listo para el día número dos de tratamiento?

      Tomo una sola papa.

      —No tengo más opción.

      —Cierto, supongo que no —traga el bocado con un sorbo de Coca-Cola—. ¿Estás bien?

      Lo pienso unos momentos, mientras observo a un señor que barre las hojas de un color