León Tolstoi

Anna Karenina


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      Un hombre delgado, con un largo abrigo al que le faltaba un botón, entró. Anna comprendió que se trataba del encargado de la calefacción. Vio que consultaba el termómetro y notó que tras él entraban el viento y la nieve en el vagón. Después, todo se volvía confuso nuevamente. Apoyándose en el tabique, el hombre alto garabateaba algo, mientras la señora anciana estiraba las piernas y el compartimento parecía envuelto en una nube negra. Anna escuchó un ruido terrible, como si algo se estuviese rasgando en la oscuridad. Parecía que estaban torturando a una persona. Un resplandor rojo hizo que cerrara los ojos; después todo quedó envuelto en tinieblas y Anna tuvo la sensación de que se estaba hundiendo en un precipicio. Sin embargo, esas sensaciones no eran desagradables, sino divertidas.

      Un hombre cubierto con un abrigo lleno de nieve le gritó unas palabras al oído.

      Ella se recobró. Entendió que estaban llegando a una estación y que ese hombre era el revisor. Pidió a su criada que le diese la pelerina y el chal, y colocándoselos, se aproximó a la portezuela.

      —Señora, ¿desea salir? —preguntó Anuchka.

      —Sí: tengo que moverme un poco. Me estoy ahogando aquí dentro.

      Trató de abrir la portezuela, pero, como si quisieran impedirle abrir, la lluvia y el viento se lanzaron contra ella, y esto también le pareció divertido. Finalmente logró abrir la puerta. Daba la impresión de que el viento la había estado esperando afuera para llevársela entre gritos de alegría. Anna, con una mano, se asió fuertemente a la barandilla del estribo y bajó del tren sosteniéndose el vestido con la otra. El viento estaba soplando con fuerza, pero, al abrigo de los vagones, había más tranquilidad en el andén. Anna respiró profundamente el aire frío de esa noche tormentosa y miró la estación iluminada por las luces y el andén.

      XXX

      De una puerta a otra de la estación corrió un remolino de viento y nieve, silbó con furia entre las ruedas del tren y lo inundó todo: gente y vagones, con la amenaza de sepultarlos en nieve. Por un breve instante se calmó la tormenta, para desatarse otra vez con tal violencia que no parecía posible de resistir. Sin embargo, de vez en cuando, la puerta de la estación se abría y cerraba, dando paso a personas que corrían de un lado a otro, conversando alegremente, deteniéndose en el andén, cuyo suelo de madera crujía bajo sus pies.

      La figura de un hombre encorvado pareció emerger de la sierra a los pies de Anna. Se escuchó el golpe de un martillo contra el hierro; posteriormente, una voz ronca se oyó entre las tinieblas.

      —Manden un telegrama —decía la voz.

      Como un eco, otras voces contestaron:

      —Por aquí, haga el favor. En el número veintiocho —y, como llevados por la nieve, los empleados pasaron corriendo. Ante Anna pasaron fumando tranquilamente dos señores, con sus cigarrillos encendidos.

      Nuevamente respiró el aire frío de la noche a pleno pulmón, colocó la mano en la barandilla del estribo para subir al vagón, cuando en ese instante, la silueta de un hombre vestido con capote militar, que se encontraba muy cerca de ella, le ocultó la luz vacilante del farol. Anna se volvió para mirarle y le pudo reconocer. Se trataba de Vronsky. Él le preguntó con mucho respeto si podía servirla en algo, mientras se llevaba la mano a la visera de la gorra. Durante unos momentos, Anna le contempló en silencio. A pesar de que Vronsky se encontraba de espaldas a la luz, Anna Karenina creyó apreciar en su cara y en sus ojos la misma expresión de respetuoso entusiasmo que la conmoviera tanto en el baile. Anna se había repetido, hasta entonces, que Vronsky era uno de los muchos muchachos, eternamente iguales, que están en todos lados, y se prometió que no iba a pensar en él. Y he aquí que en este momento se sentía poseída por un sentimiento alegre de orgullo. No era necesario preguntar por qué Vronsky se encontraba allí. Era para estar más cerca de ella. Lo sabía con tanta seguridad como si se lo hubiera dicho el mismo Vronsky.

      —No sabía que usted pensara ir a San Petersburgo. ¿Tiene algo pendiente en la capital? —preguntó Anna, mientras separaba la mano de la barandilla.

      Y su rostro resplandecía.

      —¿Algo pendiente? —dijo nuevamente Vronsky, clavando sus ojos en los de Anna—. Sabe muy bien que voy para estar junto a usted. Es que no puedo hacer otra cosa.

      En ese instante, el viento, como venciendo un obstáculo invisible, se arrojó contra los vagones, esparció la nieve del techo y agitó victoriosamente una plancha que había conseguido arrancar.

      La locomotora lanzó un silbido con un lúgubre aullido.

      A Anna, la trágica belleza de la tormenta le parecía en este momento más llena de magnificencia. Acababa de escuchar las palabras que su razón temía, pero que, al mismo tiempo, su corazón anhelaba escuchar. Se quedó callada. Sin embargo, Vronsky leyó en su cara la lucha que sostenía dentro de su corazón.

      —Disculpe si le dije algo que la incomodó —susurró con humildad. Vronsky hablaba respetuosamente, pero en un tono tan decidido y audaz que Anna no supo qué responder en el primer momento.

      —Lo que usted dice no está bien —murmuró Anna, finalmente— y, si es usted un caballero, lo va a olvidar todo, igual que lo hago yo.

      —No lo voy a olvidar, ni jamás podré olvidar ninguna de sus palabras, ninguno de sus gestos.

      —¡Ya es suficiente, basta! —exclamó Anna inútilmente, tratando en vano de dar una expresión severa a su cara.

      Y subió los peldaños del estribo, agarrándose a la fría barandilla, y entró en el coche rápidamente.

      Sintió la necesidad de tranquilizarse y se detuvo un instante en la portezuela. No podía recordar muy bien lo que conversaron, pero entendía que ese momento de conversación les acercó el uno al otro de una forma terrible, lo que la aterraba y la hacía dichosa al mismo tiempo.

      Anna, después de unos breves instantes, entró en el compartimento y tomó asiento. Su tensión nerviosa iba en aumento: daba la impresión de que sus nervios estallarían.

      En toda la noche no logró conciliar el sueño. Sin embargo, en esa exaltación, en los sueños que llenaban su cabeza, no existía nada doloroso; por el contrario, había algo ardiente, excitante y alegre.

      Cuando amaneció se quedó dormida en su butaca. Al despertar ya era de día. Se estaban aproximando a San Petersburgo. Anna pensó en su hijo, en su esposo, en sus obligaciones domésticas, y esos pensamientos la dominaron completamente.

      Su esposo fue la primera persona a quien vio cuando se bajó del tren.

      «Dios mío, ¿por qué le crecieron tanto las orejas en estos días?», pensó al ver esa figura altiva, pero fría, con su sombrero redondo que se parecía sostener en los cartílagos salientes de sus orejas.

      Su marido se aproximaba a ella, mirándola fijamente con sus enormes ojos cansados, con su eterna sonrisa sarcástica en los labios, y en esta oportunidad la mirada inquisitiva de Alexis Alexandrovich hizo que se estremeciera.

      ¿Es que acaso esperaba encontrar a su esposo diferente de como era realmente? ¿O era que su conciencia le recriminaba toda la ausencia de naturalidad, la hipocresía que había en sus relaciones matrimoniales? Hacía largo tiempo dormía en lo profundo de su alma esa impresión, pero únicamente en este momento se le aparecía en toda su dolorosa y triste claridad.

      —Como puedes darte cuenta, tu enamorado marido, tan enamorado como el primer día, deseaba verte otra vez —dijo Karenin con su voz seca y lenta, usando el mismo tono ligeramente irónico que siempre empleaba al hablar con ella, como para ridiculizar esa manera de expresarse.

      —¿Y Sergio cómo está? —preguntó Anna.

      —¡Vaya, qué recompensa a mi amoroso entusiasmo! Pues Sergio está bien, excelente...

      XXXI

      Esa noche, Vronsky no trató siquiera de conciliar el sueño. Se quedó sentado en su butaca con los ojos muy abiertos. En un momento mirando fijamente ante él, y en