que hoy, salvo sus honrosas excepciones, no me importan. No me importa su pérdida, no me importan sus vidas, no me importan sus historias. Me da igual si viven o mueren. No me importan sus cosas, pero me importa que esas cosas les pertenecen. Y en realidad, tampoco les pertenecen. Dominique quiso que les pertenecieran más no lo merecen. Y lo digo con toda la saña que el verbo merecer, carga en sí.
“Si yo fuera Dominique, ¿dónde guardaría las reliquias de su familia?, ¿seguirán en la casa? ¿Y si se las robaron?”. “¡Claro, dos mujeres mayores, solas, en esta casa! ¿Y si las personas que han entrado a hacerles remodelaciones, a cuidar a Dominique, no eran confiables; o si justo por confiables se excedieron y abusaron?”. ¿Desde cuándo me atormenta la desconfianza?
DESCONFIANZA: Palabra para incluir en el Diccionario Familiar.
Buscar y encontrar. Quince lugares posibles. Quince chapas. Cientos de llaves. Cúmulo de angustia. Fastidio. Recuerdos. ¿No dije, no me dije, que esto, justo esto era de lo que yo quería escapar? ¡Qué se vayan al carajo, ellas, sus chingaderas y sus familiares! ¡Son pinches objetos! ¡Sólo objetos! ¡Claro, ahora que está muerta hay que entregarles lo que les pertenece por herencia! ¿Herencia, realmente nos vamos a sentar a la mesa a hablar de herencias? Si salvo dos o tres personas, me dan ganas de decirles tres que cuatro frescas. ¡Por algo Dominique no les dio un carajo en vida, necesitaba garantizar que al menos le echaran un lazo, por ejemplo, a cambio de la pulsera de la bisabuela! Unos ni así.
Las horas transcurren. Me muevo de un lado a otro. Le atino a alguna llave, abre cerraduras. Encuentro infinidad de objetos míos, de mi madre, de Dominique. Ninguno tan antiguo como los que necesito. Detalles de una vida. De nuestra vida en conjunto. Mis primeros aretes, mis anillos de compromiso y de boda, esos que son de Tesia, pero que están también aquí, en casa de madre, bajo llave. Las peinetas, los camafeos. Sus cigarreras. Los testamentos.
Su testamento: dos páginas. “Yo, Dominique Apodaca dejo todas mis pertenencias a Dominga Giménez; si ella faltase, a Valentina Marín Giménez y, si ella faltase también, a su hija Tesia Marín Marín”. ¡Joder!, asunto arreglado, si nada aparece, todo es de mi madre, luego mío y luego de mi hija, ¡al carajo sus parientes! Vaya, pues ya está. ¡Que nada aparezca! ¡A por lo que sigue! ¡El muerto al hoyo y el vivo al gozo!
Ya he dicho que con Dominique nada era sencillo. Si ese hubiera sido su testamento, uno de ellos, no valdría la pena narrarlo. Al darle la vuelta a la hoja, de su puño y letra, una carta: “Querida Valentina, querida hija…” ¡Me chingó! ¡Hasta muerta, me chingó! El tono de la misiva trae consigo mi lista de deberes para con los otros, para con cada uno de los otros, nombres y objetos asignados. Precisión.
PRECISIÓN. Palabra para el Diccionario Familiar.
¿Y si me como la cartita esta, como en las películas? Soy un torrente de lágrimas para la segunda petición. Hija. Hija. Hija era una palabra que desde ella me trastornaba y, los ocho días anteriores la he escuchado hasta la saciedad en demasiadas bocas. Desde “Tu mamacita va a estar bien”, pasando por el “Tu mamacita preguntó cuánto faltaba para que llegaras”, hasta el “Es lo correcto para tu mamacita”, “Te quiso como a una hija” y en el peor de los casos: “Eras como su hija”. ¡La que me parió! ¡Que la que me parió fue otra! No es mi mamacita, no fue mi mamacita. Mi madre, mi madre está viva, en shock, pero viva, me daban ganas de gritarles. Antes y ahora. Fantasee con la idea de gritarles a doctores y enfermeras días atrás: “Mire, ahí donde la ve, no es ni fue mi mamacita, en dado caso fue como mi papacito y mire, tampoco, pero bajo determinado sistema establecido en mi familia —que es otra familia— pues sí soy como su hija, pero creo que eso va a ser complejo que ustedes lo entiendan. Ustedes no tienen tiempo y yo no tengo ganas de explicarles”.
HOMOPARENTAL: Palabra impronunciable. Indefinible en el Diccionario Familiar. No nombrar. No pronunciar. No definir. No incluir.
Hija. Hija. Muerta. ¡Sí, Dominique, estás muerta! Estuviste muriéndote hace veinticinco años y matándonos quince atrás. De tu puño: “Hija”. Con tu letra: “Muerta”. ¿Por qué he de seguir tu última orden? ¿Por qué yo, a tus órdenes otra vez?
Tu testamento en mis manos. No creo que estés muerta. No sé qué sentir de que lo estés. Vacía y tan llena de ti. Tú tan en mí. Yo tan en ti. ¿Por qué así? ¿Por qué ahora? ¿Cuándo es el tiempo de morir? ¿Puede uno irse sin morirse? ¿Puedo irme de ti? ¿Qué hacemos ahora, Dominique?
Encontrar y entregar. Recomponerme. Enjugarme las lágrimas y seguir adelante. Como de común. “Levanta la cara. Yérguete. Levanta la cara”, decía.
A sabiendas de que en casa de mamá no voy a encontrar café de grano, y mucho menos una cafetera en óptimas condiciones a la mano, bajo a la cocina decidida a calentar agua en el microondas para un café instantáneo. Mientras la taza color humo gira dentro del electrodoméstico intento pensar y, más allá de las fantasías en torno a promesas incumplidas, entre resignada y preocupada por las consecuencias de la hasta ahora fallida búsqueda, le marco a Raúl, mi abogado de cabecera, quien solícito me responde:
—A tus órdenes, querida.
—Gracias, Raúl querido, ¿cómo estás?
—Bien, bien, a tus órdenes.
—Disculpa que te moleste, pero tengo un dilema y por ende una pregunta: ¿qué puede ocurrir si alguien muere y la herencia que deja no aparece, es decir, ya sabes, para fulanita, tal, para fulanito, lo otro y nada más no lo encuentras y no hay modo de entregarlo?
—Híjole, pues sí es una bronca, los familiares pueden acusar al albacea de “retención de objetos”.
—No me jodas, la última vez que oí el pinche terminajo legal “retención” yo tenía una orden de aprehensión, ¿remember?
—Lo que te recomiendo primero es que te calmes, busca en cualquier sitio, revuelve la casa, habla con quienes frecuentaban el sitio, agota todas las posibilidades. Si nadie se los robó, tienen que estar. Busca hasta donde no buscarías. Y si no encuentras las cosas, llámame por la noche. Entonces vemos. No te preocupes.
—Te llamo, pues. Gracias.
Entre sorbo y sorbo de café camino sin poner atención alrededor de la estancia. En automático me detengo a los diez pasos, al centro, entre el comedor y la sala. Antes de continuar mi recorrido hacia la incertidumbre, giro la mirada a la derecha: una muñeca geisha antigua dentro de su capelo y, después hacia la izquierda: la lámpara de garzas del siglo XVII. Dos de los apreciadísimos, anticuados y horrendos objetos que tienen afortunadas destinatarias. Las dos gárgolas se irán de casa pronto. Dos preocupaciones menos, pero faltan once pesares. Continúo mi trayecto hacia la desesperación.
“Tara ra rán, pum, pum; tara ra rán, pum, pum…”. Inhalo. Exhalo. “… tara ra rán, tara ra rán, tara ra rán/ Si quieren divertirse…”. ¡Fuck!
—¿Qué pasó, má? No má, nada, relax. Sí, ya sé, pero bien podrías calmarte, he de encontrarlas (o no). ¡Ya, caray, mejor apúrate y ven a ayudarme!
¡Qué caray con la que se cayó por asomarse! En algún momento, crédula en el diálogo descubro que ya es monólogo. Madre ha colgado sin que me dé cuenta.
Buscar. Encontrar. Entregar. Cortar. Partir. Encontrar escondites, hallar las cerraduras, cotejar llaves. Enciendo el radio de la recámara. Opus 94 era su estación. Ol-ví-da-lo. Ol-ví-da-lo. Hoy necesito letras en español, música, a mi volumen. Sorry, Darling. Es más, te propongo: yo localizo la estación de música que más odiabas y tú a cambio mejor me ayudas. Sé que sigues por aquí, no te has ido. Sóplame. ¿Cómo era? Había un método. Tenías tus mañas. No tengo tiempo para Santa Cordulita, para veladoras o sesiones espiritistas. Dominique, no puedes hacernos esta putada. Algunos de tus parientes nos van a linchar, y con mala suerte se les va a ocurrir chingar a mi madre. Por