Adriana Bernal

Ni una gota de humedad


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en ello. Dominga tenía otra historia de vida. Ella se cansó de la complejidad y, como dice: “le busca el modo” porque, visto desde apenas la punta del iceberg de su pasado, ¿qué puede ser peor que vivir a la sombra de una hermana muerta, adorada por su madre, en un país ajeno sin ser ni exiliada ni transterrada, sólo migrante y tener que dejar de cecear para ser aceptada? Ni qué decir de su situación en ese momento: ¿mantener una relación con un hombre mayor que ella sin ataduras ni compromisos, vivir sola, ganarse el sustento y no dar cuenta de sus actos? Definitivamente, no era algo que una familia franquista y profundamente religiosa fuera a tolerar.

      Amigas. Cómplices. Familia. Una hermana por otra. Una madre por otra. Las sustituciones, cuando son de manera inconsciente, tienen costos muy altos. Beneficios difíciles de medir al paso de los años. ¿En qué momento la vida comenzó a torcerse?

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      Dominique fue la primera persona que vi al nacer.

      Sí. Dominique. No fueron mis abuelos. No estuvieron mis tíos. Tampoco estuvo Padre. Ni en ese momento, ni en ningún otro que yo recuerde. Él apareció apenas hace un par de años, desde el auricular de un teléfono; y aunque no buscaba su mirada, intentamos encontrarnos. Nos miramos, pero no nos reconocimos. Ella lo supo siempre: hay miradas que no logran sostenerse. Igual que apareció, desapareció. Hay miradas en fuga.

      “Valentina, observa. Valentina, piensa”, me decía. “Levanta la mirada. No te agaches”. “¿Qué estás viendo?”. Lo cierto es que hubo momentos en los que mi deseo era no observar, no mirar, ni siquiera otear. Otras, prefería mirar hacia otro lado. Del otro lado. Hay miradas que del mismo modo y con la misma intensidad que destruyen, construyen. Si no me miraba, me descomponía. Buscaba su mirada. Su mirada era mi mirada. Miraba en función de su mirada. No tenerla me angustiaba. Me fascinaba la profundidad de su mar. Me intrigaban sus posibilidades. Me perdía en su paleta de colores, aun cuando estos fueran algunas veces una gama de grises.

      Sí.

      Dominique fue la primera persona que me enseñó a mirar.

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      El escenario estaba dado y la vida pasaba facturas. Aquella amistad casual, en la convivencia, fue consolidándose. Trinidad, Dominique y Dominga, tenían vida en común: iban al cine los fines de semana, salían a comer, paseaban. Los domingos, sin excepción, la pasaban juntas. Nunca sin Trinidad. Dominga sin compañía. Una tarde, Trinidad, cruel como sólo ella era capaz, le soltó a bocajarro entre el pastel y el postre:

      —¡Ay hijita, por favor, por favor, cualquier hombre que no pase contigo los domingos, tiene otra vida, otra mujer, otros planes, en los que tú definitivamente no estás incluida! Debieras pensarlo porque, además, esas ojeras sólo pueden significar una sola cosa: estás de encargo.

      Dominga no ató a decir palabra. Guardó silencio y dio un sorbo a su café, aún humeante. No volvió a tocarse el tema hasta el día siguiente en su consabida cita a la hora de la comida, cuando para evitar la pregunta incómoda, ella misma les comunicó a las chicas que estaba embarazada y sin mayores detalles dejó claro que lo iba a tener pasara lo que pasara. Las felicitaciones, los abrazos y los planes se apilaban en la mesa junto con los platos vacíos. Era momento de irse de ahí hasta el otro día.

      —¿Y cómo te las vas a arreglar? —dijo caminando hacia la puerta Dominique algo intrigada de que la noticia no trajera consigo demasiada euforia de planes a futuro con el padre de la criatura, mismo que, ambas sabían, existía y a su modo se hacía presente de vez en vez.

      —Dios aprieta, pero no ahorca. Con él o sin él, pero con el bebé. A estas alturas, yo qué me voy a andar preocupando. Hay guarderías. No necesito dejar de trabajar ni mucho menos. Ni te preocupes. Ya veremos —dijo Dominga.

      —Exacto. Ya veremos —y recalcó Dominique—: no tengo que recordarte que no estás sola, ¿verdad?

      Las palabras de Dominique resultaron un bálsamo. Dominga no era de muchas palabras, pero agradecía el apoyo. Sabía que tenía en aquella, su reciente familia, el soporte que no encontraba en la propia; misma que, apenas se enterara de la buena nueva, agregaría a sus muy particulares enojos una nueva equivocación, otra, la mayor de todas: el desprestigio social. Y eso no era poco. Se castigaba con el mayor de los rigores: ¡Abrase visto en esta familia, lo que les faltaba, un bastardito! ¡Cuánta deshonra! Y no se equivocaba. Su familia no sólo la dejó desprotegida, sino que mantuvo en secreto el nacimiento de Valentina hasta que el tío Luciano en uno de sus viajes a España cometió la indiscreción, en la gran cena familiar, de mencionar a la hermosa sobrina nieta que le había dado Dominga. Las buenas conciencias familiares se estremecieron. Inesperadamente, una sola persona, el tío Feliciano, le enviaría una carta entrañable dándole no sólo apoyo, sino amor.

      La vida seguía su curso. El embarazo llegaba a término y Dominga, además de los consabidos dolores, seis meses antes le había sido diagnosticada una hernia discal entre la cuarta y quinta lumbar acrecentada por su estado. También tenía que poner atención en ello. La calma dejó de reinar. La angustia se hacía presente cada vez más. Ya no era sólo ella, venía una vida nueva. ¿Y si no podía protegerla? ¿Y si no podía cuidarla? Caín, el padre de Valentina, no se afligía ni por la salud de Dominga ni por el futuro de la criatura. Estaba sin estar. Fue Dominique quien empezó a velar por ellas. Su presencia era cada vez más constante en sus vidas.

      Dicen que la noche previa a la llegada de Valentina, la televisión mostraba en su pantalla la película Once a la media noche sin que nadie la viera; ya se sabe que la televisión no se ve, acompaña, así que mientras Dominique y Dominga hablaban por teléfono, esta cumplía su función. Entre nimiedades y contracciones, interpretando las respuestas que daba Dominique por el auricular, Trinidad hizo su entrada triunfal:

      —Cuelguen ese maldito teléfono y ve por esa niña, está a punto de parir.

      Siguiendo la orden de su madre, Dominique sólo dijo:

      —Voy para allá —y le colgó el teléfono.

      Tomó las llaves de su coche, un “vochito” azul y voló. En cinco minutos estaba en casa de Dominga. La ha subido con tal velocidad que Dominga, calmada y sin creer que esa noche fuera el parto, olvidó la maleta en la puerta. Dominique, mientras pisaba el acelerador hacia el Hospital Español, le suplicaba:

      —No te vomites en mi coche, en mi coche no, por favor —y Dominga, obediente, metros más adelante, abrió la puerta del coche andando y vomitó sobre avenida Ejército Nacional. Eran las 3:30 de la mañana.

      Y Valentina nació a las 5:20 de ese día, exactamente un mes antes de lo programado.

      Dominique volvió al cuarto con Dominga, que sin anestesia pero cansada, apenas la vio entrar, le dijo:

      —Muero por un cigarro.

      En ese entonces, aún se podía fumar en los hospitales. Un Fiesta rojo salió de la bolsa de Dominique, al tiempo que le decía:

      —Te lo fumas, te acompaño a desayunar y después me voy a tu casa por la maleta, Valentina está en la incubadora. No tienen con qué vestirla.

      Entre bocanada y bocanada, las risas inundaron la habitación.

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      Sí, Dominique fue la primera persona que vi al nacer.

      Nos conocimos y reconocimos a lo largo de cuarenta años. Nos miramos. Nos observamos. Nos escudriñamos. Nos perdimos. Nos distanciamos. Nos reconciliamos.

      Sí, Dominique fue la primera persona que vi al nacer.

      Convivimos cuarenta años de mi vida; de ellos vivimos juntas doce y dejé de hablarle cinco; como cinco fueron los días que pasé a su lado, al final, a sabiendas que mucho antes —un año antes para ser exactas— estaban hablados nuestros más profundos desencuentros.

      Sí, Dominique fue la