Sebastián Borensztein

El ruso


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y Saborido, Villafañe lo paró con un ademán.

      —Suficiente —dijo Villafañe sorprendido—. ¿Cuántos más te sabés?

      —Todo el repertorio —le respondió el Ruso.

      Villafañe hizo un largo silencio en el que pareció evaluar todas las posibilidades hasta que finalmente habló.

      —Consíganle un pantalón largo —dijo.

      Así empezó el Ruso su carrera de cantante de tango. Con dieciséis años y un pantalón prestado.

      5

      El último acorde que salió del bandoneón de Indalecio Flores, alias el Negro, estrujó el corazón del Ruso. Era el último acorde del último tango de su carrera profesional, si es que en esos términos pudiera hablarse de su pobre derrotero artístico. Luego vinieron algunos aplausos de la escasa concurrencia o, mejor dicho, de la mínima atención que le prestaba la escasa concurrencia.

      —Muchachos, tengo algo que decirles —anunció firme el Ruso a Indalecio Flores y a los hermanos Juan y José Estrada, los guitarristas, apenas bajaron del escenario.

      Muy intrigados, los músicos aceptaron el convite que con su brazo derecho les hizo el Ruso indicándoles el camino hacia la última mesa del salón. Mientras los guitarristas y el bandoneonista tomaban asiento, el Ruso fue interceptado por William Wilcox, que estaba ubicado un par de mesas antes del fondo.

      —¿Es usted Rosenberg? —le preguntó Wilcox en su afectado español.

      El Ruso no había escuchado nunca a nadie fuera de su casa y de la sedería que lo llamara por su apellido.

      —Sí, soy yo —le respondió el Ruso.

      —Me llamo William Wilcox —se presentó mientras le extendía la mano—. Pero todos me dicen Will, que es tanto el comienzo de mi nombre como el de mi apellido —completó en un intento por ablandar un poco su abordaje—. Vengo desde muy lejos —continuó Will— y estoy acá especialmente para hablar con usted.

      El Ruso no entendía de qué se trataba la cosa. Se preguntó quién podría venir de lejos para hablar con él. Y de qué tan lejos se estaba hablando si a él no lo conocía nadie más allá de los límites del barrio.

      —Soy un buscador de talentos, especialmente cantantes, y he sabido de usted a través de personas que lo han escuchado cantar y han quedado impactadas. Esta noche he podido comprobar la razón.

      Era la primera vez en su vida que al Ruso le daban una muestra del valor de su arte y, además, quien se la ofrecía hacía referencia a otros que también lo habían valorado. Este hecho lo impresionó profundamente. Con un gesto, Will lo invitó a sentarse en su mesa para que escuche lo que había venido a decirle.

      —Señor Rosenberg —dijo Will.

      —Dígame Ruso, señor Will, porque cuando me dicen Rosenberg suele ser para cosas jodidas o poco interesantes.

      Will soltó una risa.

      —Muy bien, Ruso. Mire, es simple. Cuando lo vi cantar, mis expectativas se vieron superadas. Y no puedo dejar de preguntarme: ¿qué hace un artista como usted, a su edad, cantando en un lugar como este cuando el mundo debería ser su gran escenario?

      El Ruso pensó para sí: yo también me lo pregunté varias veces y no tuve respuesta, así que no entiendo por qué carajo se lo tengo que responder a este gringo minutos antes de comunicarles a mis músicos que, literalmente, la milonga llegó a su fin.

      —Escuche— le dijo seriamente Will y se aclaró la voz con una tos breve—. Voy a ser directo: el tango está haciendo furor en Europa, especialmente en Francia y en Alemania, y por supuesto en Norteamérica, donde, como usted bien sabe, el fallecido Carlos Gardel se convirtió en un ícono de Hollywood—. Usted —continuó Will— tiene todo para triunfar: buena voz, presencia y una interpretación muy sentida. Así que la razón por la que no ha triunfado, yo creo, es que la suerte no ha estado de su lado.

      Esa conclusión coincidía con la percepción que el Ruso tenía acerca de su fracaso y, aunque no necesitaba que un extraño se lo confirmara, le concedió a Will la chance de ver adónde iba con su planteo.

      —Hace tres meses que estoy en Buenos Aires escuchando cantantes de tango —prosiguió Will— y puedo decirle, Ruso, que después de haber recorrido diferentes lugares, incluso mejores que este, usted ha llamado mi atención.

      El Ruso lo miró incrédulo. Había desfilado por todas las compañías vinculadas al tango, desde discográficas hasta radios, además de haber golpeado todas las puertas detrás de las cuales pudiera haber existido una oportunidad para él, y justo esa noche, apenas a dos mesas de distancia de aquella en la que sus músicos esperaban sentados la noticia que tenía para darles, aparece un extranjero que le pregunta cómo puede ser que no haya triunfado.

      Will notó la desconfianza en la mirada del Ruso, que apoyó su espalda en la silla y arrugó el entrecejo, así que continuó.

      —Ruso, usted tiene talento de verdad, y como mi instinto en general no falla, sé que le sobra lo necesario para hacer carrera. Yo, humildemente, tengo para ofrecerle una serie de presentaciones en París, en el club Le Petit Carillon. Si bien soy inglés, por mi trabajo conozco mucho la noche parisina y sé que es el sitio ideal para que usted se presente.

      El Ruso recibió esas palabras con un súbito golpe punzante que irradió un intenso calor desde el centro del pecho, algo que solo ocurre cuando uno recibe una noticia inesperada, producto de un desborde de adrenalina. Will notó inmediatamente los efectos de su propuesta en el Ruso y continuó desarrollándola.

      —Mire, Ruso, el tango es un negocio fenomenal en el mundo entero. Y los cantantes provienen de un solo lugar: este país. Así que estamos hablando de una materia prima escasa para satisfacer una enorme demanda. Por esa razón, estoy decidido a ofrecerle un contrato, que quizás en un principio no represente adecuadamente lo que usted y su cuarteto valen, pero alcanzará para justificar su viaje y el de sus músicos a París. También habrá un dinero por adelantado. Si el éxito acompaña sus presentaciones, como imagino ocurrirá, ese dinero se incrementará y seguramente vendrá de la mano de nuevas ofertas, incluso de grabar discos y filmar películas en París, como lo hizo Gardel.

      La sensación de calor irradiante en el pecho del Ruso se transformó en un hormigueo en brazos y piernas. Su boca se había secado al punto de que la lengua estaba pegada al paladar como si fuera una única pieza. Un latido insistente en sus sienes le indicaba que la presión arterial le había subido notablemente y, producto de semejante espasmo corporal, apareció, por si hiciera falta algo más, un tremendo retortijón de intestinos que hubiese terminado en una enorme flatulencia de no ser por la fuerza con la que el Ruso apretó toda su musculatura. Le estaban proponiendo presentarse en París, a él que no había ido más allá de los límites de la isla Maciel. No era el momento ni el lugar para que el Ruso se desgraciara, antes hubiese preferido explotar como un globo que pasar por grosero.

      —Si está de acuerdo —cerró Will—, podemos firmar un contrato mañana mismo en el hotel donde me estoy alojando. ¿Qué me dice?

      Tantas cosas pasaron por la mente del Ruso antes de dar una respuesta que Will llegó a preocuparse por la posible negativa de su futura estrella. Pero el Ruso, simplemente, estaba encandilado por el viraje que estaba por dar su destino. De repente, toda su vida desfiló ante él a gran velocidad, como dicen que ocurre cuando uno confronta con su propia muerte. Y eso era exactamente lo que le estaba pasando al Ruso. Se estaba enfrentando al posible deceso de su fracaso. Cuando la secuencia de imágenes de su vida terminó su tránsito —su infancia en Mataderos, la muerte de sus padres, el orfanato, el recuerdo del Ñato Medina, la Iglesia del Pilar, el Teatro Colón, Ester, sus hijos, la sedería, la RCA Víctor, la Odeón, su suegro Isaac, el cuchillo ritual de su padre shojet y cada uno de los rostros que le negaron una oportunidad—, entonces sí su mente se liberó de todo (menos de dejar de apretar las nalgas) y pudo ordenarle a la boca que emitiera